»Mientras me explicaba todo esto, hablando muy deprisa, sin dejarme en ningún momento meter baza, presentando las cosas de manera razonable y lógica, su mano estaba sobre mí, posada con dejadez sobre mi muslo, como podrías apoyar tu mano en el hombro de alguien mientras hablas, sin que eso quiera decir nada particular. Sin dejar de hablar, empezó a deslizarla, hacia mi ano. Veía que se dejaba ir, Eli, pero lo que más me extrañaba es que yo también me dejaba ir. Sólo el cielo azul estaba sobre nosotros y no había nadie en un radio de diez kilómetros. Pero sentía vergüenza al mirarme, vergüenza de lo que me estaba pasando. Era para mí una revelación que otro hombre pudiera excitarme de aquella forma. Sólo una vez, decía, sólo una vez, Oliver, y, si no te gusta, no te volveré a hablar de ello, pero no tienes que juzgar antes de intentarlo, ¿me oyes?
»No sabía qué contestarle, y no sabía cómo decirle que quitara la mano. Después la subió un poco más arriba, más arriba, y… escucha Eli, no quisiera ser demasiado descriptivo. Si te molesta, dímelo, e intentaré ceñirme a los términos generales…
—Dilo empleando los términos que quieras, Oliver.
—Su mano subía, subía, hasta que se encontró cerrada a mi alrededor… alrededor de mi pene, lo sostenía, Eli, exactamente igual que pudiera hacerlo una chica, y estábamos desnudos los dos al borde del lago, donde acabábamos de nadar, a la salida del bosque, y me hablaba todo el tiempo, me decía que se podía hacer aquello muy bien entre hombres, que había aprendido con su cuñado. Sabes que detesta a mi hermana, me decía, sólo están casados desde hace tres años, y no puede ni verla, no soporta su olor, su forma de limarse las uñas todo el tiempo, todo lo que hace, y una noche me dijo: «Déjame enseñarte, algo divertido, Karl.» Y tenía razón, era divertido. «Déjame también enseñarte, Oliver. Y, después, me dirás quién te ha dado más placer, Christa Henrichs o yo, Judy Beecher o yo.»
El olor picante del sudor impregnaba la atmósfera de la habitación. La voz de Oliver era áspera y dura, cada sílaba salía con la fuerza de una flecha. Su mirada era vidriosa y su cara estaba enrojecida. Parecía pasar por una especie de trance. Si no fuera porque conocía a Oliver, hubiera creído que estaba drogado. Esta confesión le costaba un enorme precio interior. Había estado claro desde que entró, la mandíbula apretada, labios crispados, aspecto retorcido como pocas veces le había visto, y había empezado su narración titubeante de una aventura de chiquillos en el bosque de Kansas al final del verano.
A medida que su historia avanzaba, intentaba anticipar lo siguiente e imaginar la conclusión. Visiblemente debía haberle dado un golpe traidor a Karl de una forma o de otra, suponía. ¿Le había engañado en el reparto de las ganancias del día? ¿Le había robado las municiones mientras su amigo tenía la espalda vuelta? ¿Le había matado después de una pelea y declarado después al juez que fue un accidente? Ninguna de estas posibilidades me pareció convincente, pero no estaba en absoluto preparado para el verdadero giro de su narración: la mano vagabunda, la seducción hábil, el decorado rural, los fusiles, la caza, el bosque, me habían inducido a error, mi imagen simplificada de la infancia en Kansas no dejaba lugar a aventuras homosexuales y otras manifestaciones de lo que, para mí, representaba una cierta decadencia urbana. Y, sin embargo, existía Karl, el cazador viril, acariciando al joven e inocente Oliver, y tenía ante mí a aquel mismo Oliver, más viejo, sacando con dificultad las palabras de sus entrañas.
Pero la narración parecía más fácil ahora. Oliver estaba cogido por el ritmo de sus palabras, y, aunque su angustia era la misma, la riqueza de sus descripciones se ampliaba, como si experimentara un placer masoquista vaciándome su saco. Era más un acto de degradación que una confesión. La historia se desarrollaba inexorablemente, literariamente embellecida por los detalles evocadores. Oliver describía su timidez, su embarazo de joven virgen, su abandono gradual a los argumentos de Karl, el momento crítico en que su mano buscó por fin el cuerpo de su amigo. Oliver no me ocultó nada. Karl no estaba circunciso, supe, y, por si las implicaciones anatómicas de este hecho no me fueran familiares, Oliver me explicó con detalle el aspecto de un pene sin circuncidar, tanto en estado fláccido como en erección. También me describió las caricias manuales y su iniciación en los placeres orales, luego acabó por describirme dos jóvenes cuerpos machos y musculosos rodando por la hierba al borde del lago en costosa copulación. Había un fervor casi bíblico en sus palabras: había cometido una abominación, se había mancillado con el pecado de Sodoma, se había envilecido hasta la séptima generación, todo ello en una tarde de juegos infantiles. Muy bien, me daban ganas de decirle, de acuerdo, hiciste eso con tu amigo, pero, ¿acaso eso representa una razón para hacer tal megillah? Eres, fundamentalmente, hetero, ¿no? Todo el mundo ha tenido ocasión de divertirse con algún amigo suyo siendo pequeño. Y hace tiempo que Kinsey nos dijo que un adolescente varón de cada tres había llevado las cosas hasta el final…
Pero no le dije nada. Era el gran momento de Oliver y no quería cortarle sus efectos. Era su trauma, era el demonio que le rondaba y lo exhibía a la luz del día para que yo lo examinase. Estaba terriblemente lanzado. Me condujo con un ímpetu grandioso hasta la eyaculación final. Después, agotado, se apagó, los ojos glaucos, la cara caída. Esperaba mi veredicto, imagino. ¿Qué podría decirle? ¿Cómo juzgarle? No dije nada.
—¿Qué pasó después? —pregunté al fin.
—Nos bañamos, nos lavamos y después nos vestimos, y cazamos algunos patos salvajes.
—No, quiero decir después. Entre Karl y tú. Las consecuencias de vuestra amistad.
—Volviendo al pueblo —declaró Oliver—, le dije a Karl que si volvía a acercarse a mí, le partía la cara.
—Y, ¿después?
—No le volví a ver. Un año más tarde, se enroló en la Marina añadiéndose algunos años, y le mataron en Vietnam.
Oliver me miraba con aire de desafío, esperando, evidentemente, otra pregunta, algo que, estaba seguro, debía preguntarle. Pero no tenía nada que preguntar. El carácter totalmente fuera de lugar de la muerte de Karl había roto para mí el hilo de la narración. Me sentía estúpido y vacío. Después, Oliver rompió de nuevo el silencio:
—Fue la única vez en mi vida que he conocido este tipo de experiencias. Absolutamente la única, ¿me crees? ¿No es así, Eli?
—Naturalmente, te creo.
—Espero que sea así, porque es verdad, cuando tenía catorce años. ¿Sabes? Una de las razones por las que acepté cohabitar con un estudiante homosexual, fue para hacerme una especie de examen, para comprobar si me tentaría, para saber cuáles eran mis inclinaciones naturales, si lo que hice aquel día con Karl no era más que un accidente o si se reproduciría cuando la ocasión se volviera a presentar. Y, bien, la ocasión se presentó, pero tú sabes que nunca he hecho nada con Ned. ¿Lo sabes, no es así? La cuestión de las relaciones físicas entre él y yo nunca ha sido evocada entre nosotros.
—Por supuesto.
Me miraba fijamente otra vez. Todavía esperaba, pero, ¿qué?
—Solamente tengo una cosa que añadir.
—Te escucho, Oliver.
—Una sola cosa. Una pequeña nota a pie de página, pero que da todo su sentido a la historia, porque aísla el elemento de culpabilidad. Mi culpabilidad no reside en lo que hice, sino en lo que sentí después de haberlo hecho.
Rió nerviosamente. De nuevo guardó silencio. Le costaba decirme la última cosa. Su mirada era evasiva. Creo que lamentaba haber añadido un término nuevo a su confesión. Finalmente, reanudó:
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