Robert Silverberg - El libro de los cráneos

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El libro de los cráneos: краткое содержание, описание и аннотация

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Son cuatro:
Timothy, 22 años, rico, vividor, dominante.
Oliver: 21 años, guapo, atlético, un bloque de mármol con una falla secreta.
Ned: 21 años, homosexual, amoral, poeta de vez en cuando.
Eli: 20 años, judío, introvertido, filólogo, descubridor del Libro de los Cráneos.
Todos iban en busca del secreto de la inmortalidad: la prometida en el Libro de los Cráneos. Al final de su busca, una prueba iniciática y terrible que llevaráa cada uno de ellos a contemplar cara a cara el rictus de sus propias facciones.
Una prueba en la que dos de ellos deben morir y los otros dos sobrevivir para siempre.

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Le ardía el bajo vientre y le invadía la rabia. ¿Qué hubiera hecho cualquier americano de sangre caliente? Timothy volvió al club titubeando, encontró en el bar una botella medio llena de bourbon y salió a la noche. Furioso y compadeciéndose de sí mismo. Después de haberse bebido la mitad del bourbon, saltó a su pequeño Mercedes deportivo y volvió a su casa a ciento veinte por hora. Terminó en el garaje lo que quedaba de la botella. Después, borracho y furioso, subió a invadir la virginal habitación de su hermana pequeña, y se tiró sobre ella. Se defendió. Imploró. Gimió. Pero era diez veces más fuerte que ella, y nadie podía desviarle del recorrido que había elegido, teniendo en cuenta que sus pensamientos estaban dictados por su monstruosa erección. Era una chica, era una cerda, se serviría de ella. En aquel momento no veía ninguna diferencia fundamental entre la calentona del hangar de los barcos y su encopetada hermana; eran las dos unas cerdas, eran todas unas cerdas, e iba a vengarse de toda la tribu de las mujeres de un solo golpe. La sujetó con las rodillas y los codos.

—Si chillas te parto el cuello —le dijo y no bromeaba, pues no podía controlarse, y ella también lo sabía.

El pantalón del pijama cayó. Cruelmente, el impaciente pene penetró las débiles defensas de su hermana.

—No sé, siquiera, si era virgen —me dijo taciturno—. La penetré sin ninguna dificultad.

En dos minutos todo había terminado. Se separó de ella. Estaban temblando, ella del trauma, él de la liberación, y la hizo notar que era inútil que se lamentara a sus padres, ya que, probablemente, no la creerían, y, si llamaban a un médico para verificar la historia, habría un escándalo, insinuaciones, y, una vez que todo se supiera en el pueblo, no tendría nunca ninguna oportunidad dé casarse con alguien que valiera la pena. Le fulminó con la mirada. Nunca había visto unos ojos tan cargados de odio.

Llegó mal que bien a su habitación, cayéndose dos o tres veces. Cuando se despertó, sobrio y aterrado, esperaba encontrar a la policía aguardándole abajo. Pero solamente estaba su padre, la mujer de éste y los sirvientes. Nadie se comportaba como si algo hubiera pasado. Su padre le preguntó sonriente si el baile había estado bien, y le comunicó que su hermanita había salido con algunas amigas. No volvió hasta la hora de la comida, y se comportó como si todo fuera normal. Como buenas tardes le dirigió una mirada glacial. Aquella misma tarde, le cogió aparte y le dijo con voz amenazante y terrorífica:

—¡Si lo vuelves a intentar, te planto un cuchillo en los huevos, te lo juro!

Pero fue la única ocasión en que aludió a lo que había hecho. En cuatro años no volvió a hablar de ello ni una sola vez, no a su hermano, por lo menos, pero probablemente a nadie. Aparentemente, había anclado aquel episodio en un compartimento estanco de su espíritu, clasificándolo entre las experiencias desagradables de una noche, como por ejemplo un súbito ataque de colitis. Puedo atestiguar que mantiene una superficie perfectamente helada, y que siguió manteniendo su papel de virgen eterna como si nadie hubiera pasado por allí.

Aquello era todo. No tenía nada más que decirme. Cuando Timothy terminó, levantó la cabeza, vacío, agotado, la cara gris. Había envejecido millón y medio de años.

—No puedo explicarte lo que siento desde entonces —dijo—. Un sentimiento de culpabilidad que no me abandona.

—¿Te sientes liberado ahora?

—No.

No me sorprendió. Nunca he creído que cuando uno abre su alma aleje ni un ápice su tristeza. Solamente contribuye a diluirla un poco. Lo que Timothy acababa de contarme era una historia fea, mala, sórdida, una historia de ricos ociosos que se entretenían llenándose la cabeza según los criterios de moda, que se martirizaban con historias de virginidad y bienestar, y que se creaban pequeños melodramas según sus costumbres, donde entraban en escena junto con su entorno según un guión determinado por el snobismo y la frustración. Timothy casi me daba pena, el bravo y sólido Timothy de la superficie, tan víctima como criminal, que quería, simplemente, entretenerse en el country club y que, a cambio, recibió un rodillazo mal colocado. Sé había emborrachado y había violado a su hermana porque pensaba que se sentiría mejor después, o porque no pensaba en absoluto. Ese era su gran secreto, su terrible pecado. No me sentía mancillado por la historia. Era tan lamentable, tan digna de comprensión. Guardaría esto en la cabeza para toda la eternidad. No sabía qué decirle. Al cabo de lo que me parecieron diez buenos y silenciosos minutos, se levantó pesadamente y llegó a la puerta.

—Ya está —dijo—. He hecho lo que pidió el hermano Javier. Ahora, me siento como un montón de mierda. ¿Qué impresión te causa a ti, Oliver? —empezó a reírse—. Y, mañana, te tocará a ti.

Salió.

Sí, mañana me tocará a mí.

37. ELI

Oliver empezó:

—Fue al principio del mes de septiembre. Karl y yo habíamos salido solos los dos, a cazar palomas o perdices en los bosques del norte del pueblo. No habíamos cogido más que polvo. Cuando salimos de los árboles vimos un pequeño lago delante nuestro, una simple charca de hecho, pero teníamos calor y sudábamos, pues el verano no se había terminado del todo. Así que, después de dejar las escopetas y desvestirnos, nos sumergimos y nos estiramos después para secarnos sobre una gran piedra plana, esperando que los pájaros quisieran pasar por allí para poder dispararles, ¡paf!, ¡paf!, sin tener que molestarnos.

»Karl tenía quince años y yo catorce, pero, realmente, yo era más alto que él, pues me había desarrollado más y aquella misma primavera le había adelantado. Karl me parecía, algunos años antes muy maduro y fuerte. Ahora, a mi lado, parecía imberbe.

»Durante un largo rato no nos hablamos, y estaba a punto de sugerir que nos vistiéramos para marcharnos cuando se volvió hacia mí con una extraña mirada, y me di cuenta de que estaba mirando mi cuerpo, mi bajo vientre. Y se puso a hablar de las chicas, de su estupidez, de los estúpidos ruidos que hacían cuando se las amaba, y me dijo lo harto que estaba de verse obligado a hacerles la corte antes de que aceptaran acostarse con uno, lo cansado que estaba de sus grandes senos fofos, de sus maquillajes, de sus ridículas sonrisas; lo harto que estaba de pagarles la bebida y escuchar su charla, y así sucesivamente. Contesté riendo que las chicas tenían muchos defectos, por supuesto, pero que había que soportarlos, ¿no era así? Y Karl me contestó: “No, no estamos obligados a soportarlas.”

«Estaba seguro de que quería hacerme hablar, y le contesté: “¿Sabes, Karl? A mí, los corderos o las vacas no me tientan demasiado. A lo mejor lo has hecho con patos recientemente.”

«Sacudió la cabeza. Parecía fastidiado.

»”.o hablo de hacerlo con animales”. me dijo con el tono con que se habla a los niños. “Eso, es bueno para los estúpidos, Oliver. Intento, simplemente, decirte que hay otra forma de hacerlo; un medio limpio, fácil, en el que no hacen falta las chicas, donde no se está obligado a venderse a ellas y de hacer todas las estupideces que ellas quieren. ¿Entiendes lo que quiero decir? Es sencillo, es honesto, se ponen las cartas sobre la mesa, y voy a decirte una cosa”. añadió, “no juzgues antes de haberlo intentado”.

»No estaba seguro del todo de lo que quería decir, en parte porque era ingenuo, y en parte porque no quería creer que pensaba lo que yo creí que pensaba. Emití un gruñido que no quería decir nada, y que Karl debió considerar como un signo de asentimiento, pues desplazó su mano y la posó sobre mí, arriba de mi muslo. “¡Eh, espera!”. exclamé, y me repitió: “No juzgues antes de haberlo intentado, Oliver.” Siguió hablándome con voz intensa y baja, explicándome que las mujeres estaban vacías y que él tenía la intención de mantenerse al margen toda su vida, y que, incluso si se casaba, sólo tocaría a su mujer para hacerle hijos; por lo demás, en cuestión de placer, se limitaría a las relaciones de hombre a hombre, porque es la única relación honesta y limpia. Se va de caza con hombres, se juega a las cartas con hombres, se emborracha uno con hombres, se abre uno verdaderamente, así que, ¿por qué no llegar hasta el final y tomar el placer sexual también de los hombres?

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