Gene Wolfe - La Garra del Conciliador

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La Garra del Conciliador: краткое содержание, описание и аннотация

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Este segundo libro nos continua mostrando el mundo del Sol Nuevo, poco a poco, a medida que Severian va tomando contacto con él. Aprendemos alguna cosa nueva, sobre todo en lo que respecta a clases sociales y al Autarca, pero todavia no queda muy claro nada. Está claro que para descubrir lo que hay realmente, la autentica realidad que vive Severian, hay que leer toda la saga descubriendo sus secretos poco a poco. El hecho de que Severian nos esté contando sus recuerdos ya es una pista, y empieza a vislumbrarse en qué se convertirá Severian pues entre los recuerdos de su pasado, deja entrever algo de su presente.

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Entonces pareció que los insectos ya no volaban, sino que gateaban unos sobre otros, tratando de llegar al centro del enjambre.

—Están vivos.

Pero Dorcas susurró: —Mira, están muertos.

Tenía razón. Los enjambres que un momento antes habían bullido de vida mostraban ahora costillas blanqueadas; las motas de polvo, ensamblándose así como los estudiosos juntan los fragmentos de vidrios antiguos a fin de recrear para nosotros una ventana coloreada que se rompió miles de años atrás, formaron calaveras que a la luz de la luna tenían un resplandor verde. Entre los muertos se movían algunos animales: elurodontes, espelaeae escurridizas y formas que reptaban a las que yo no sabría cómo llamar, todas ellas más borrosas que nosotros, que contemplábamos aquello desde el tejado.

Uno a uno se levantaron y los animales se desvanecieron. Débilmente al principio, comenzaron a reconstruir la ciudad; las piedras se alzaron otra vez, y unos maderos hechos de cenizas fueron encajados en los muros restaurados. Las gentes, que al levantarse parecían poco más que cadáveres ambulantes, fueron ganando vigor con el trabajo y se convirtieron en una raza de piernas arqueadas que caminaban como marineros y hacían rodar piedras ciclópeas con la fuerza de sus anchas espaldas. Más tarde la ciudad estuvo completa y esperamos a ver qué sucedería a continuación.

Los tambores rompieron el silencio de la noche; por el tono supe que la última vez que redoblaron hubo un bosque alrededor de la ciudad, pues reverberaban como sólo reverberan los sonidos entre los troncos de grandes árboles. Un chamán de cabeza rapada desfilaba por la calle, desnudo y pintado con los pictogramas de una escritura que yo jamás había visto, tan expresiva que las meras formas de las palabras parecían gritar sus significados.

Iba seguido por cien o más bailarines que evolucionaban en fila uno tras otro, cada uno con las manos puestas en la cabeza de delante. Como sus caras miraban hacia arriba, me pregunté (como todavía me lo pregunto) si no estarían imitando a la serpiente de cien ojos que llamábamos la Cumana. Lentamente iban calle arriba y abajo dibujando espirales y entrecruzándose una y otra vez alrededor del chamán, hasta que por fin llegaron a la entrada de la casa desde donde nosotros mirábamos. Con el ruido de un trueno, cayó la losa de la puerta. Hubo un aroma como de mirra y rosas.

Un hombre se adelantó para saludar a los bailarines. Si hubiera tenido cien brazos o hubiera llevado la cabeza bajo las manos, no me habría producido tanto asombro, puesto que la suya era una cara que yo había conocido desde la niñez, la cara del bronce funerario en el mausoleo donde yo jugaba cuando era niño. Llevaba brazaletes de oro macizo, brazaletes engastados de jacintos y ópalos, cornalinas y esmeraldas destellantes. Con pasos medidos avanzó hasta que se encontró en el centro de la procesión, con los bailarines cimbreándose alrededor. Después se volvió hacia nosotros y levantó los brazos. Nos miraba, y supe que sólo él, de los cientos que estaban allí, nos veía realmente.

Estaba tan absorto por el espectáculo de allá abajo que no me di cuenta cuando Hildegrin abandonó el techo. Ahora se lanzaba hacia delante como una flecha (si eso puede decirse de un hombre tan grande), se confundía con la multitud, y agarraba a Apu- Punchau.

Apenas sé cómo describir lo que siguió. En cierto modo fue como el pequeño drama de la casa de madera amarilla del Jardín Botánico; sin embargo, era mucho más extraño, aunque sólo porque entonces supe que sobre la mujer, el hermano y el salvaje pesaba un encantamiento. Y ahora casi parecía que los que estábamos envueltos en magia éramos Hildegrin, Dorcas y yo. Estoy seguro de que los bailarines no veían a Hildegrin, pero sabían de algún modo que estaba entre ellos, y gritaban contra él y azotaban el aire con garrotes de piedra dentada.

Yo estaba seguro de que Apu-Punchau sí lo veía, así como nos había visto sobre el tejado y como Isangoma nos había visto a Agia y a mí. Pero no creía que viera a Hildegrin como yo lo veía, y puede ser que lo que él viera le pareciera tan extraño como la Cumana me lo había parecido a mí. Hildegrin le echó las manos encima, pero no pudo subyugarlo. Apu-Punchau forcejeó, pero no pudo librarse. Hildegrin me miró y me pidió ayuda a gritos.

No sé por qué respondí. Desde luego, ya no me dominaba el deseo de servir a Vodalus ni sus objetivos. Tal vez fuera porque el alzabo estaba actuando todavía, o sólo por el recuerdo de Hildegrin mientras nos llevaba en la barca a Dorcas y a mí por el Lago de los Pájaros.

Traté de separar a empujones a los hombres de piernas arqueadas, pero uno de los golpes que daban al azar me acertó en un lado de la cabeza y caí de rodillas. Cuando volví a levantarme, me pareció haber perdido de vista a Apu-Punchau entre los bailarines que saltaban y gritaban. En vez de él había dos Hildegrin, uno que forcejeaba conmigo y otro que luchaba contra algo invisible. Aparté furiosamente al primero y traté de acudir en ayuda del segundo.

—¡Severian!

Me despertó la lluvia que me caía sobre la cara; gotas grandes de lluvia fría que picaban como granizo. El trueno redoblaba por las pampas. Durante un rato pensé que me había quedado ciego; pero el destello de un relámpago me mostró la hierba azotada por el viento y las piernas derruidas.

—¡Severian!

Era Dorcas. Comencé a levantarme y mi mano tocó ropa y también barro. Tiré de ella y la liberé; era una banda de seda larga y estrecha con borlas en el extremo.

—¡Severian! —El grito era de terror.

—¡Aquí! —grité—. ¡Estoy aquí abajo! —Otro relámpago me mostró el edificio y la silueta de la frenética Dorcas sobre el techo. Bordeé la muralla y encontré los escalones. Nuestras monturas habían desaparecido. Tampoco las brujas estaban en el tejado; Dorcas, sola, se inclinaba sobre el cuerpo de Jolenta. A la luz del relámpago vi la cara muerta de la camarera que nos había servido al doctor Talos, a Calveros y a mí en el café de Nessus. Toda su belleza había sido limpiada. En el recuento final no queda más que el amor, más que esa divinidad. Nuestro pecado imperdonable es siempre el mismo: sólo somos capaces de ser lo que somos.

Aquí me detengo de nuevo, lector, después de haberte conducido de ciudad en ciudad… Desde la pequeña villa minera de Saltus a la desolada ciudad de piedra cuyo nombre se había perdido hacía tiempo en el torbellino de los años. Saltus fue para mí la puerta de entrada al mundo que se abre más allá de la Ciudad Imperecedera. Así también la ciudad de piedra fue una puerta de entrada, la puerta de entrada a las montañas que había vislumbrado a través de unos arcos ruinosos. Más tarde tendría que viajar entre esas gargantas y fortalezas, entre ojos ciegos y rostros pensativos.

Aquí me detengo. Si no quieres seguirme, lector, no puedo culparte. El camino no es fácil.

Apéndices

Relaciones sociales en la Comunidad

Una de las tareas más difíciles del traductor consiste en expresar con precisión y en términos inteligibles para nosotros todo lo que se relaciona con las castas y la posición social. En el caso del Libro del Sol Nuevo esta tarea es doblemente difícil a causa de la falta de documentos en que apoyarse; y la exposición que sigue no es más que un esbozo.

Por lo que se deduce de los manuscritos, al parecer la sociedad de la Comunidad se compone de siete grupos básicos. De éstos, al menos uno parece completamente cerrado. Para ser exultante hay que serlo de nacimiento, y se sigue siéndolo toda la vida. Aunque es posible que dentro de esta clase haya grados, ninguno se indica en los manuscritos. A sus mujeres se las llama «Chatelaine» y los hombres tienen varios títulos. Fuera de la ciudad que he optado por llamar Nessus, esta clase se encarga de administrar los asuntos cotidianos. Esa concepción hereditaria del poder choca con el espíritu de la Comunidad y explica de sobra la evidente tensión que hay entre exultantes y autarquía, aunque es difícil concebir cómo podría organizarse mejor la gobernación local, dadas las condiciones imperantes; en efecto, la democracia degeneraría inevitablemente en un mero regateo, y la existencia de una burocracia nombrada por el poder es imposible cuando no se cuenta con un número suficiente de gentes a la vez educadas y relativamente desprovistas de dinero que hagan el trabajo de oficina. En todo caso, es indudable que la sabiduría de los autarcas incluye el principio de que un acuerdo completo con la clase dirigente es la enfermedad más mortífera del Estado. Thecla, Thea y Vodalus son sin ninguna duda exultantes.

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