Moví la cabeza asintiendo e iba a pedirle más información cuando el hombre enfermo abrió los ojos y se sentó. La manta se le cayó y vi que en el pecho tenía un vendaje manchado de sangre. Se sobresaltó, me miró y gritó algo. En un instante sentí la fría hoja del cuchillo del vaquero en mi garganta.
—No te hará daño —le dijo al hombre enfermo. Utilizó el mismo dialecto, pero como hablaba con más lentitud pude comprenderle—. No creo que él sepa quién eres.
—Te digo, padre, que es el nuevo lictor de Thrax. Han llamado a uno y dicen los clavígeros que ya está en camino. ¡Mátalo! Pues viene a matar a todos los que no han muerto todavía.
Me asombró oírle mencionar a Thrax, que estaba aún tan lejos, y quise preguntarle por la ciudad. Creo que podría haber hablado con él y con su padre y hacer alguna suerte de paz, pero Dorcas golpeó al viejo en el oído con la calabaza, golpe inútil de mujer que no hizo más que reventar la calabaza y hacerle poco daño. Él la atacó con el cuchillo torcido de doble filo, pero le detuve el brazo y se lo rompí, y después rompí también el cuchillo bajo el talón de mi bota. Su hijo, Manahen, intentó levantarse; pero si la Garra le había devuelto la vida, al menos no le había dado fuerzas, y Dorcas volvió a empujarlo sobre el jergón.
—Moriremos de hambre —dijo el vaquero. Torcía la cara morena tratando de no gritar.
—Usted cuidó a su hijo —le dije—. Él curará pronto y podrá cuidar de usted. ¿Qué le pasó?
Ninguno de los dos quiso decirlo.
Le encajé el hueso y se lo entablillé, y Dorcas y yo comimos y dormimos fuera esa noche después de decir al padre y al hijo que los mataríamos si oíamos que abrían la puerta o hacían algún daño a Jolenta. Por la mañana, mientras ellos todavía dormían, toqué con la Garra el brazo roto del vaquero. No lejos de la casa había un diestrero atado a un poste, y montado en él pude conseguir otro para Dorcas y Jolenta. Cuando volvía, me di cuenta de que las paredes de paja se habían vuelto verdes por la noche.
A pesar de lo que el vaquero me había dicho, esperé llegar a algún lugar como Saltus, donde pudiéramos encontrar agua potable y comprar comida y descanso por unos cuantos aes. En cambio encontramos los últimos restos de una ciudad. Unos hierbajos crecían entre las piedras perdurables que habían pavimentado las calles, de modo que de lejos apenas se distinguía de la pampa de alrededor. Entre estas hierbas había columnas caídas, como troncos de árboles de un bosque devastado por una terrible tormenta, y algunas todavía en pie, rotas y de un blanco doloroso a la luz del sol. Lagartijas de ojos negros y brillantes y de dorsos serrados estaban paralizadas a la luz. Los edificios no eran más que montículos, y allí brotaban más hierbas en la tierra traída por el viento.
No veía ninguna razón para desviarnos del camino, así que continuamos sobre nuestros diestreros avanzando hacia el noroeste. Por primera vez me di cuenta de las montañas que teníamos delante. Enmarcadas en un arco ruinoso, no asomaban como una tenue línea azul sobre el horizonte. Y sin embargo eran toda una presencia, como los clientes locos del tercer nivel de nuestras mazmorras, aunque nunca se les hizo subir un solo peldaño, y ni siquiera se los sacó de las celdas. El Lago Diuturna estaba en algún lugar de esas montañas, y también Thrax; las Peregrinas, por lo que había podido saber, erraban en algún lugar entre picos y abismos, alimentando a los heridos de la interminable guerra contra los ascios. Había combates también en las montañas. Allí habían perecido cientos de miles luchando por un desfiladero.
Pero ahora estábamos en una ciudad donde no sonaba otra voz que la del cuervo. De la casa del vaquero habíamos traído agua en unas bolsas de piel, pero ya estaba casi agotada. Jolenta parecía más débil, y Dorcas y yo convinimos en que si no encontrábamos agua antes de la noche, era probable que muriera. Justo cuando Urth comenzaba a rodar sobre el sol llegamos a una arruinada mesa de sacrificios, cuyo cuenco aún recogía agua de lluvia; el agua estaba estancada y apestaba, pero, desesperados, dejamos que Jolenta bebiera unos sorbos, que inmediatamente vomitó. La rotación de Urth dejó al descubierto la luna, que ya no era luna llena, de modo que cuando se fue la luz del sol nos alumbró con un débil resplandor verdoso.
Haber encontrado un sencillo fuego de campamento hubiera parecido casi un milagro. Lo que en realidad vimos fue más extraño pero menos sorprendente. Dorcas señaló hacia la izquierda. Miré y un momento más tarde observé algo que tomé por un meteoro.
—Es una estrella que cae —dije—. ¿No has visto antes ninguna? A veces caen como una lluvia.
—¡No! Se trata de un edificio, ¿no lo ves? Fíjate en lo oscuro contra el cielo. Parece tener un techo plano y hay alguien allí arriba con pedernal y eslabón.
Iba a decirle que tenía demasiada imaginación cuando un débil resplandor rojo, al parecer no más grande que la cabeza de un alfiler, apareció donde habían caído las chispas. Dos respiraciones más tarde hubo una pequeña lengua de fuego.
No estaba lejos, pero nos lo pareció, porque cabalgábamos sobre unas piedras oscuras y quebradas, y cuando alcanzamos el edificio la hoguera se alzó en una llamarada y vimos tres figuras agachadas alrededor.
—Necesitamos vuestra ayuda —grité—. Esta mujer se está muriendo.
Las tres levantaron la cabeza, y una voz chirriante de arpía preguntó: —¿Quién habla? Oigo una voz humana, pero no veo ningún hombre. ¿Quién eres?
—Estoy aquí —dije, y me aparté la capa y capucha fulíginas—. A vuestra izquierda. Estoy vestido de oscuro, eso es todo.
—Ya veo… ya veo. ¿Quién se está muriendo? No es una pequeña cabellera pálida… Es grande, dorada y rojiza. Aquí no tenemos más que vino y un poco de fuego. Dad la vuelta y encontraréis la escalera.
Hice que nuestros animales doblaran la esquina del edificio, como ella me había indicado. Los muros de piedra ocultaron la luna baja y nos dejaron en una oscuridad de ciegos, pero tropecé con unos toscos peldaños que se habían hecho sin duda apilando piedras de estructuras derruidas contra el lado del edificio. Después de trabar a los dos diestreros, subí llevando a Jolenta, yendo Dorcas delante para tantear el camino y avisar de los peligros.
Cuando llegamos al techo, no era plano, sino inclinado, tanto que yo pensaba que iba a resbalar en cualquier momento. La superficie dura e irregular parecía estar hecha de tejas; una llegó a soltarse y la oí raspar y chocar con estrépito contra las otras hasta que cayó por el borde y se estrelló en las losas irregulares de abajo.
Siendo yo aprendiz y tan pequeño que sólo me confiaban las tareas más elementales, me dieron una carta para llevarla a la torre de las brujas, en el lado opuesto del Patio Viejo. (Mucho después supe que había una buena razón para que sólo niños muy por debajo de la pubertad llevaran los mensajes que nuestra proximidad a las brujas requería.) Ahora que sé que nuestra torre inspiraba horror no sólo a la gente del barrio sino también, en el mismo o en mayor grado, a los demás residentes de la propia Ciudadela, siento un regusto de extraña candidez recordando mi propio miedo. Sin embargo, le parecía muy real al niñito poco atractivo que yo era. Había oído terribles historias de los aprendices más antiguos, y había observado que otros niños, sin duda más valientes que yo, tenían miedo. En esa torre, la más lúgubre de las miríadas de torres de la Ciudadela, de noche ardían luces de extraños colores. Los gritos que oíamos por las portillas de nuestro dormitorio no procedían de ninguna sala de exámenes como las nuestras, sino de los niveles más altos; y sabíamos que eran las propias brujas quienes chillaban así y no sus clientes, pues en el sentido en que utilizábamos esa palabra, ellas no tenían ninguno. Tampoco eran esos gritos los aullidos lunáticos y los penetrantes alaridos de agonía que se oían en nuestra torre.
Читать дальше