Gene Wolfe - La Garra del Conciliador

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La Garra del Conciliador: краткое содержание, описание и аннотация

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Este segundo libro nos continua mostrando el mundo del Sol Nuevo, poco a poco, a medida que Severian va tomando contacto con él. Aprendemos alguna cosa nueva, sobre todo en lo que respecta a clases sociales y al Autarca, pero todavia no queda muy claro nada. Está claro que para descubrir lo que hay realmente, la autentica realidad que vive Severian, hay que leer toda la saga descubriendo sus secretos poco a poco. El hecho de que Severian nos esté contando sus recuerdos ya es una pista, y empieza a vislumbrarse en qué se convertirá Severian pues entre los recuerdos de su pasado, deja entrever algo de su presente.

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—Dije: —Se me había dado a entender que la Cumana sirvió al Padre Inire.

—Ella paga sus deudas —anunció Hildegrin, muy satisfecho—. La calidad siempre lo hace. Y no tienes que ser una mujer sabia para entender que sería prudente tener unos cuantos amigos en el otro bando, por si es el bando que gana.

Dorcas preguntó a la Cumana:

—¿Quién fue este Apu-Punchau, y por qué su palacio está todavía en pie cuando el resto de la ciudad no es más que un montón de piedras?

La anciana no respondió, y Merryn dijo:

—Menos que una leyenda, puesto que ni siquiera los eruditos recuerdan ya su historia. La Madre nos ha dicho que el nombre significa la Cabeza del Día. En remotos eones apareció entre los pueblos de aquí y les enseñó muchos secretos maravillosos. Desaparecía con frecuencia, pero siempre regresaba. Por fin no regresó y los invasores arrasaron sus ciudades. Ahora regresará por última vez.

—Claro. ¿Sin magia?

La Cumana levantó la mirada hacia Dorcas con ojos que parecían brillar como las estrellas.

—Las palabras son símbolos. Merryn opta por definir la magia como lo que no existe… así que no existe. Si optas por llamar magia a lo que vamos a hacer aquí, entonces la magia vive mientras lo hacemos. En tiempos antiguos, en una tierra remota, hubo dos imperios separados por montañas. Uno de ellos vestía a sus soldados de amarillo y el otro de verde. Lucharon durante cien generaciones. Veo que el hombre que te acompaña conoce la historia.

—Y después de cien generaciones —dije—, un eremita anduvo entre ellos y aconsejó al emperador del ejército amarillo que vistiera a sus hombres de verde, y al señor del ejército verde, que los vistiera de amarillo. Pero la batalla continuó como antes. En mi esquero tengo un libro titulado Las maravillas de Urth y del Cielo, y ahí se cuenta la historia.

—Ése es el más sabio de todos los libros de los hombres —dijo la Cumana—, aunque son pocos a quienes su lectura aprovecha. Hija, explica a este hombre, que con el tiempo será un sabio, lo que vamos a hacer esta noche.

La bruja joven asintió.

—La totalidad del tiempo está presente ahora. He ahí la verdad en que se apoyan las leyendas de los epoptas. Si el futuro no existiera ya, ¿cómo podríamos viajar hacia él? Si el pasado no existiera todavía, ¿cómo podríamos dejarlo detrás de nosotros? En el sueño la mente está envuelta en tiempo, y por eso oímos entonces tan a menudo las voces del más allá, y sabemos de cosas que han de ocurrir. Aquellos que, como la Madre, han aprendido a entraren ese mismo estado durante la vigilia, viven acompañados por sus propias vidas. Así también los Abraxas perciben todo el tiempo como un instante eterno.

Esa noche había habido poco viento, pero de pronto advertí que había cesado. En el aire colgaba el silencio, de modo que a pesar de la dulce voz de Dorcas pareció que hablaba con palabras resonantes.

—¿Es eso, pues, lo que hará la mujer que llamáis la Cumana? ¿Entrar en ese estado, y hablando con la voz de los muertos, decir a este hombre lo que desee saber?

—Eso no puede. Aunque es muy vieja, esta ciudad fue devastada mucho antes de que ella naciera. Sólo su propio tiempo la circunda, y eso es todo lo que ella comprende por conocimiento directo. Para restaurar la ciudad tendríamos que recurrir a una mente que existió cuando estaba completa.

—¿Y hay en el mundo alguien tan viejo?

La Cumana meneó la cabeza.

—¿En el mundo? No. Sin embargo, esa mente existe. Mira adonde apunto, hija, justo por encima de las nubes. La estrella roja que hay allí se llama la Boca del Pez, y en el único mundo que allí sobrevive habita una mente antigua y penetrante. Merryn, toma mi mano y tú, Tejón, toma la otra. Torturador, toma la mano derecha de tu amiga enferma y la de Hildegrin. Tu amada tomará la otra mano de la mujer enferma y la de Merryn… Ahora estamos enlazados, los hombres a un lado y las mujeres al otro.

—Sería mejor que hiciéramos algo rápidamente —gruñó Hildegrin—. Yo diría que se acerca una tormenta.

—Lo haremos tan deprisa como se pueda. Ahora he de utilizar todas vuestras mentes, y la de la mujer enferma servirá de poco. Sentiréis que guío vuestro pensamiento. Haced lo que os indique.

Soltando por un momento la mano de Merryn, la anciana (si es que en verdad era una mujer) sacó de su corpiño una vara cuyas puntas se desvanecieron en la noche, como si estuviesen fuera de mi campo de visión, a pesar de que era apenas más larga que una daga. La anciana abrió la boca; pensé que pretendía ponerse la vara entre los dientes, pero se la tragó. Un momento más tarde pude detectar su imagen relumbrante, aunque borrosa y teñida de carmesí, bajo la piel colgante de la garganta.

—Cerrad todos los ojos… Hay aquí una mujer a quien no conozco, de clase alta, encadenada… No importa, torturador, ya la conozco. No os soltéis de mi mano… No os soltéis ninguno de mi mano…

En el estupor que había seguido al banquete de Vodalus, yo aprendí lo que era compartir mi mente. Esto era distinto. La Cumana no aparecía como yo la había visto, ni como una versión joven de ella, ni (según me pareció) como nada. Más bien encontré mi pensamiento envuelto en el suyo, como un pez que flota en una burbuja de agua invisible. Thecla se encontraba allí conmigo, pero nunca la veía completa; era como si estuviera de pie detrás de mí, y en un momento yo viera su mano sobre mi hombro, y en el siguiente sintiera su aliento en mi mejilla.

A continuación desapareció, y todo se fue con ella. Sentí que mi pensamiento era arrojado a la noche, perdido entre las ruinas.

Cuando me recuperé, yacía sobre las tejas cerca del fuego. Tenía la boca húmeda de saliva espumosa mezclada con sangre, pues me había mordido los labios y la lengua. Mis piernas estaban demasiado débiles para ponerme en pie, pero me incorporé hasta que estuve otra vez sentado.

Al principio pensé que los demás se habían ido. El tejado que era sólido debajo de mí, pero ellos me parecían vaporosos como fantasmas. Un fantasmagórico Hildegrin yacía tumbado a mi derecha. Le puse la mano sobre el pecho y sentí que el corazón le latía como una polilla que trataba de escapar. La más borrosa era Jolenta, apenas presente. Le habían hecho más de lo que Merryn había supuesto; vi alambres bajo su carne, y bandas de metal, aunque también ellas eran borrosas. Entonces me miré a mí mismo, a mis piernas y pies, y descubrí que podía ver la Garra ardiendo como una llama azul a través del cuero de mi bota. La agarré, pero apenas alcanzaba a mover los dedos y no pude sacarla.

Dorcas estaba tendida, como durmiendo. No tenía espuma en los labios, y parecía más sólida que Hildegrin. Merryn era ahora una muñeca vestida de negro, tan delicada y tenue que a su lado la delgada Dorcas parecía robusta. Ahora que la inteligencia ya no animaba a aquella máscara de marfil, vi que no era más que pergamino sobre hueso.

Como yo había sospechado, la Cumana no era ninguna mujer; pero tampoco ninguno de los horrores que yo había contemplado en los jardines de la Casa Absoluta. Algo lustroso y viperino estaba enrollado en la vara, reluciente. Busqué la cabeza con la mirada pero no encontré ninguna, aunque cada una de las figuras dibujadas en el dorso del reptil era una cara, y los ojos de esa cara parecían perdidos y arrobados.

Dorcas despertó mientras yo los miraba.

—¿Qué nos ha ocurrido? —dijo. Hildegrin se estaba moviendo.

—Creo que nos estamos mirando desde una perspectiva más larga que la de un solo instante.

La boca de ella se abrió, pero no emitió ningún sonido.

Aunque las nubes amenazadoras no trajeron viento, el polvo se movía en remolinos en las calles, por debajo de nosotros. No sé cómo describirlo si no es diciendo que parecía como si incontables huestes de minúsculos insectos cien veces más pequeños que moscas enanas hubieran estado ocultos en los intersticios del pavimento, y ahora la luz de la luna los estuviera atrayendo al exterior para que celebraran un vuelo nupcial. Se movían en silencio y sin ninguna regularidad, pero después de un tiempo la masa indiferenciada se alzó en enjambres que iban y venían, que se hacían cada vez más grandes y más densos, y por último volvió a posarse en las piedras rotas.

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