—Taon no es una isla muy grande.
—Su padre no quiso buscarla. Dijo que ninguna bruja gitana sería su hija.
Una vez más, Gavilán asintió con la cabeza. —Y fue entonces cuando ella oyó hablar de ti y te buscó.
—Sí. Pero ella me enseñó más a mí de lo que yo hubiera podido enseñarle a ella —dijo Aliso honestamente—. Tenía un gran don.
—No lo dudo.
Habían llegado a una pequeña casa o a una gran cabaña, abandonada en un pequeño valle, con un avellano y trozos de escoba de bruja desparramados por todos lados; había una cabra en el tejado, y una bandada de gallinas blancas con motas negras cacareando por aquí y por allá, y una pequeña y perezosa perra pastora sentada muy erguida a punto de ladrar; lo pensó mejor y movió la cola.
Gavilán se acercó hasta la baja puerta de entrada de la casa, agachándose para mirar en su interior. —¡Estás aquí, Tía! —dijo—. Te he traído una visita. Aliso, un hechicero de la Isla de Taon. Su arte es el de enmendar, y es un maestro, te lo aseguro, puesto que acabo de verlo arreglar el cántaro verde de Tenar, ya sabes cuál es, el que yo, como un tonto viejo y torpe, dejé caer al suelo y rompí en mil pedazos el otro día.
Entró en la cabaña, y Aliso lo siguió. Una anciana estaba sentada en una silla con cojines cerca de la puerta, desde donde podía ver la luz del sol. De su cabellera rala y con mechones blancos sobresalían plumas. Tenía una gallina moteada sobre el regazo. Sonrió a Gavilán con encantadora dulzura e inclinó cortésmente la cabeza para saludar al visitante. La gallina se despertó, cacareó, y se fue.
—Ésta es Musgo —dijo Gavilán—, una bruja poseedora de muchas destrezas, de las cuales la más grande es la amabilidad.
Así, pensó Aliso, el Archimago de Roke podría haber presentado un gran hechicero a una gran dama. Hizo una reverencia. La anciana agachó la cabeza y se rió un poco.
Describió un movimiento circular con su mano izquierda, formulándole una pregunta con la mirada a Gavilán.
—¿Tenar? ¿Tehanu? —dijo él—. Todavía están en Havnor, con el Rey, hasta donde yo sé. Lo estarán pasando muy bien por allí, con todo el encanto de la ciudad y de los palacios.
—Confeccioné unas coronas para nosotros —gritó entonces Brezo, dirigiéndose a saltos hacia el oscuro y oloroso revoltijo que podía vislumbrarse hacia el interior de la casa—. Como reyes y reinas. ¿Lo veis? —Se arregló las plumas de polluelo que le salían de entre los gruesos cabellos en todas las direcciones. Tía Musgo, consciente de su propio y singular tocado, se ahuecó sin éxito las plumas con la mano izquierda e hizo una mueca.
—Las coronas son pesadas —dijo Gavilán. Con mucho cuidado cogió las plumas que volaban por los aires.
—¿Quién es la reina, Mastro? —gritó Brezo—. ¿Quién es la reina? Bannen es el rey, ¿quién es la reina?
—El Rey Lebannen no tiene reina, Brezo.
—¿Por qué? Debería de tener una. ¿Por qué no?
—Tal vez la esté buscando.
—¡Se casará con Tehanu! —chilló la mujer con alegría—. ¡Se casará con ella!
Aliso vio cómo el rostro de Gavilán cambiaba, se cerraba, se convertía en roca. Solamente dijo:
—Lo dudo. —Miró las plumas que había cogido del cabello de Musgo y las acarició suavemente—. He acudido a ti para pedirte un favor, como siempre, Tía Musgo —dijo.
Ella alargó su mano y cogió la de él con tanta ternura que Aliso se sintió conmovido hasta lo más profundo de su corazón.
—Quiero pedirte prestado uno de tus cachorros.
Musgo comenzó a mostrarse triste. Brezo, que estaba junto a ella con la mirada perdida, lo pensó un minuto y luego gritó: —¡Los cachorros! ¡Tía Musgo, los cachorros! ¡Pero si ya no queda ninguno!
La anciana asintió con la cabeza, parecía desolada, acariciando la mano oscura de Gavilán.
—¿Alguien quiso quedárselos?
—El más grande salió y quizás se metió en el bosque y alguna criatura lo mató allí, porque nunca regresó, y luego el viejo Pasado, vino y dijo que necesitaba perros pastores y se llevó a los dos y los entrenó y Tía se los dio porque perseguían a los polluelos nuevos, Copos de Nieve salió del cascarón y se comió casa y todo, y así, entonces.
—Bueno, puede que Paseador tenga allí un buen trabajo que hacer, entrenándolos —dijo Gavilán con una sonrisa—. Me alegro de que los tenga él, pero lamento que ya no estén aquí, puesto que quería pedirte uno prestado por una o dos noches. Dormían en tu cama, ¿verdad, Musgo?
La anciana asintió con la cabeza, seguía triste. Después, alegrándose un poco, miró hacia arriba con la cabeza ladeada y maulló.
Gavilán parpadeó, pero Brezo comprendió. —¡Ah! ¡Los gatitos! —gritó—. Pequeña, Gris tuvo cuatro, y Viejo Negro mató uno antes de que pudiéramos impedírselo, pero aún quedan dos o tres por alguna parte, duermen con Tía y con Biddy casi todas las noches ahora que los cachorros ya no están. ¡Gatito!, ¡gatito!, ¡gatito!, ¿dónde estás, gatito? —Y después de un buen rato de alboroto y de movimiento y de agudos maullidos en el oscuro interior de la casa, volvió a aparecer con un gatito gris que se aferraba a su mano chillando y con fuerza—. ¡Aquí hay uno! —gritó, y se lo lanzó a Gavilán. Éste lo cogió con torpeza. Instantáneamente el gatito le mordió.
—Bueno, bueno, ya está bien —le dijo—. Tranquilo, tranquilo.
Un pequeño maullido salió de la boca de aquel animalillo, e intentó morderle otra vez. Musgo hizo un gesto, y Gavilán puso a la pequeña criatura sobre el regazo de la anciana. Ésta lo acarició con su mano lenta y pesada. El animal en seguida se recostó, se estiró, la miró, y comenzó a ronronear.
—¿Puedo pedírtelo prestado durante un tiempo?
La vieja bruja levantó la mano del lomo del gatito con un gesto digno de la realeza que decía claramente: es tuyo y con mucho gusto.
—El Maestro Aliso está teniendo unos sueños un tanto perturbadores, ¿sabes?, y pensé que tal vez el hecho de tener un animal con él durante las noches podría ayudar a atenuar la molestia.
Musgo asintió seriamente con la cabeza y, levantando la vista para mirar a Aliso, deslizó la mano por debajo del gatito y lo alzó para entregárselo. Aliso lo cogió con mucho tiento. No maulló ni mordió. Le trepó por los brazos y se le aferró al cuello por debajo de los cabellos, los cuales llevaba ligeramente recogidos en la nuca.
Mientras caminaban de regreso hacia la casa del Viejo Mago, el gatito se metió dentro de la camisa de Aliso; Gavilán le explicó: —Una vez, cuando empezaba a practicar el arte de la magia, me pidieron que curara a un niño que tenía la fiebre roja. Sabía que el pequeño se estaba muriendo, pero fui incapaz de dejarlo ir. Intenté seguirlo para traerlo de regreso. A través del muro de piedra… Y entonces, dentro de mi cuerpo, me caí junto a la cama del niño y yo mismo me quedé allí tendido sobre el suelo como un muerto. Había una bruja allí que adivinó cuál era el problema, e hizo que me llevaran hasta mi casa y que me acostaran en mi cama. En mi casa había un animal que se había hecho amigo mío cuando yo era tan sólo un niño en Roke, una criatura salvaje que se acercó a mí por su propia voluntad y se quedó conmigo. Un otak. ¿Los conoces? Creo que no hay ninguno en el Norte.
Aliso dudó. Luego dijo: —Sé de ellos sólo por la Gesta que habla de cómo…, de cómo el mago llegó a la Corte de Terrenon en Osskil. Y el otak intentó advertirle de un gebbeth que caminaba con él. Y el mago pudo liberarse del gebbeth, pero el pequeño animal fue atrapado y asesinado.
Gavilán siguió caminando sin hablar durante un buen rato.
—Sí —dijo—. Pues bien, mi otak también me salvó la vida cuando quedé atrapado por mi propia locura del lado equivocado del muro, mi cuerpo yacía aquí y mi alma se extraviaba por allí. El otak se acercó a mí y me limpió, como se limpian entre ellos y a sus crías, como lo hacen los gatos, con una lengua seca, pacientemente, tocándome y trayéndome de regreso con su tacto, trayéndome de regreso a mi propio cuerpo. Y el obsequio que me dio el animal no fue sólo la vida sino un conocimiento más grande del que nunca hubiera aprendido en Roke… Pero ya ves, olvido todo lo que aprendo.
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