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Ursula Le Guin: En el otro viento

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Ursula Le Guin En el otro viento

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Al hechicero Aliso le aterra conciliar el sueño, pues hacerlo significa trasladarse a la tierra de los muertos para encontrarse con su esposa. Ella falleció muy joven y desea tanto regresar a él que lo besó a través del bajo muro de piedra que separa nuestro mundo de la Tierra Seca, donde la hierba está marchita, las estrellas, siempre quedas, y los amantes se cruzan sin reconocerse. Cada noche, los muertos atraen a Aliso hacia ellos para, a través de él, liberarse e invador Terramar. Desesperado, Aliso acude al antiguo Archimago Gavilán, quien le indica que parta a Havnor en busca de Tenar, Tehanu y el joven Rey Lebannen. Todos juntos e Irian, el dragón de ojos color ámbar capaz de transformarse en una mujer, viajarán al Bosquecillo Inmanente, en Roke, pues la incursión de los muertos no es el único peligro que amenaza Terramar: los dragones han regresado y, después de siglos de paz, reclaman lo que creen les pertenece… La célebre saga iniciada con Un Mago de Terramar continúa en esta conmovedora historia de poderosa belleza repleta de magia, amor y fantasía.

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—Ninguna de ellas tiene leche —se quejó Gavilán mientras regresaban a la casa—. No tienen nada que hacer aparte de encontrar nuevas maneras de atravesar esa valla. Las mantengo por exasperación… El primer hechizo que aprendí fue para llamar cabras que andan vagando. Me lo enseñó mi tía. Ahora me sirve tan poco como cantarles una canción de amor. Será mejor que vaya a ver si se han metido en el huerto del viudo. No eres la clase de hechicero que puede encantar a una cabra para que se acerque, ¿verdad?

Las dos pequeñas cabras marrones habían de hecho invadido una parcela de repollos en las afueras de la aldea. Aliso repitió el sortilegio que Gavilán le enseñaba:

¡Noth hierth malk man,
hiolk han merth han!

Las cabras lo miraron fijamente con abierto desdén y se alejaron un poco. Un par de gritos y un palo las alejaron por completo de los repollos y las encaminaron hacia el sendero; allí Gavilán sacó algunas ciruelas de uno de sus bolsillos. Haciéndoles promesas, ofrecimientos, y halagándolas, condujo lentamente a los animales de regreso a su pasturaje.

—Son criaturas extrañas —dijo, echándole la tranca a la verja—. Nunca sabes a qué atenerte con una cabra.

Aliso pensó que él nunca sabía a qué atenerse con su anfitrión, pero no lo dijo.

Cuando estuvieron sentados una vez más a la sombra, Gavilán dijo: —El Maestro de las Formas no es del norte, es un kargo. Como mi esposa. Era un guerrero de Karego-At. El único hombre que conozco procedente de esas tierras y que acabara en Roke. Los kargos no tienen hechiceros. Desconfían de toda clase de magia. Pero han sabido conservar mejor que nosotros los conocimientos de los Poderes Antiguos de la Tierra. Este hombre, Azver, cuando era joven, oyó una historia acerca del Bosquecillo Inmanente, y se le metió en la cabeza que el centro de todos los poderes de la tierra debía estar allí. De modo que dejó atrás a sus dioses y su lengua materna y emprendió su camino hacia Roke. Se detuvo en nuestra puerta y dijo: «¡Enseñadme a vivir en ese bosque!». Y así lo hicimos, hasta que él comenzó a enseñarnos a nosotros… Y se convirtió en nuestro Maestro de las Formas. No es un hombre amable, pero se puede confiar en él.

—Nunca pude tenerle miedo —dijo Aliso—. Era fácil estar en su compañía. Solía llevarme con él por el interior del bosque.

Se quedaron los dos en silencio, los dos pensando en los claros y en los pasillos que formaban los árboles de aquel bosque, en la luz del sol y en la de las estrellas brillando en sus hojas.

—Es el corazón del mundo —afirmó Aliso.

Gavilán levantó la vista hacia el este y miró las cuestas de la Montaña de Gont, oscurecida por sus propios árboles.

—Iré caminando hasta allí —aseguró—, hasta el bosque, cuando llegue el otoño. —Después de un rato dijo—: Dime qué consejo te dio el Maestro de las Formas, y por qué te envió a verme aquí.

—Dijo, mi señor, que tú sabías más de… de la tierra seca que cualquier otro hombre con vida, y que entonces tal vez podrías entender lo que significa el hecho de que las almas que habitan ese lugar acuden a mí como lo hacen, suplicándome que las libere.

—¿Dijo él por qué piensa que puede suceder eso?

—Sí. Dijo que quizás mi esposa y yo no supimos cómo separarnos, sólo cómo unirnos. Que no fue algo que hiciera yo, sino que tal vez fue algo que hicimos los dos, porque tiramos el uno del otro, como gotas de mercurio. Pero el Maestro de Invocaciones no estuvo de acuerdo con eso. Dijo que únicamente un gran poder de magia podía transgredir el orden del mundo. Ya que mi antiguo maestro Alcatraz también me tocó a través del muro, el Invocador dijo que tal vez fuera un poder mágico de Alcatraz que hubiera permanecido oculto o disfrazado en vida, pero que se revelase ahora.

Gavilán pensó unos instantes. —Cuando yo vivía en Roke —dijo—, puede que lo hubiera visto del mismo modo que el Invocador. No conocía otro poder allí más fuerte que lo que llamamos magia. Ni siquiera los Antiguos Poderes de la Tierra, pensaba yo… Si el Invocador que tú has conocido es el hombre que yo pienso, llegó a Roke cuando era sólo un niño. Mi viejo amigo Vetch de Iffish lo envió para que estudiara con nosotros. Y nunca más se fue. Esa es una diferencia entre él y Azver, el Maestro de las Formas. Azver vivió hasta ser adulto como el hijo de un guerrero, él mismo fue un guerrero, vivió entre hombres y mujeres, en el meollo mismo de la vida. Hay asuntos que las paredes de la Escuela dejan fuera, y él los ha vivido en carne propia. Sabe que los hombres y las mujeres aman, hacen el amor, se casan… Después de estos quince años al otro lado de esas paredes, me inclino a pensar que puede que Azver esté yendo por el buen camino. El lazo que existe entre tú y tu esposa es más poderoso que la división entre la vida y la muerte.

Aliso dudó. —Pensé que podría ser eso. Pero me resulta… vergonzoso pensarlo. Nos amamos el uno al otro, más de lo que puedo expresar con palabras, pero ¿fue acaso nuestro amor mayor que cualquier otro que haya existido antes? ¿Fue acaso mayor que el de Morred y Elfarran?

—Tal vez no menor.

—¿Cómo puede ser?

Gavilán lo miró como si reconociera algo, y le respondió con tanto cuidado que Aliso no pudo menos que sentirse honrado. —Bueno —dijo lentamente—, a veces hay grandes pasiones que acaban mal o con la muerte en su punto más álgido. Y puesto que terminan en la plenitud de su belleza, es el tema sobre el que cantan los arpistas y con el que crean historias los poetas: el amor que se escapa a los años. Ése fue el amor del Joven Rey y Elfarran. Ese fue tu amor, Hará. No fue mayor que el de Morred, pero ¿fue acaso el suyo mayor que el tuyo?

Aliso no dijo nada. Reflexionó.

—No hay nada más grande o más pequeño en algo absoluto —dijo Gavilán—. Todo o absolutamente nada, dice el verdadero amante, y ésa es la verdad. Mi amor nunca morirá, dice. Asegura eternidad. Y tiene toda la razón. ¿Cómo puede morir cuando es la vida misma? ¿Qué conocemos de la eternidad más que el atisbo que podemos vislumbrar de ella cuando formamos parte de ese lazo?

Habló suavemente pero con fuego y energía; luego se echó hacia atrás, y después de un momento dijo, con una media sonrisa dibujada sobre el rostro:

—Cualquier palurdo canta eso, cualquier muchacha que sueña con el amor lo sabe. Pero no es algo con lo que los Maestros de Roke estén familiarizados. Tal vez el Maestro de las Formas lo haya aprendido en su juventud. Yo lo aprendí más tarde. Muy tarde. Aunque no demasiado tarde. —Miró a Aliso, con el fuego aún encendido en sus ojos, desafiante—. Y tú lo tuviste —le dijo.

—Así es. —Aliso soltó un largo suspiro. Al poco rato dijo—: Tal vez estén allí juntos, en la tierra oscura. Morred y Elfarran.

—No —dijo Gavilán con sombría seguridad.

—Pero si el lazo es verdadero, ¿qué puede romperlo?

—Allí no hay amantes.

—Pero ¿entonces qué son, qué hacen, allí en esa tierra?

Tú has estado allí, has atravesado el muro. Has caminado y hablado con ellos. ¡Dímelo!

—Lo haré. —Pero Gavilán no dijo nada más durante un buen rato—. No me gusta pensar en ello —dijo. Se frotó la cabeza y frunció el ceño—. Tú has… tú has visto esas estrellas. Estrellas pequeñas, miserables, que nunca se mueven. No hay luna. No hay amanecer… Hay caminos, si bajas la pendiente de la colina. Caminos y ciudades. En la colina hay hierba, hierba muerta, pero más abajo solamente hay polvo y rocas. Allí nada crece. Son ciudades oscuras. Las multitudes de los muertos están de pie en las calles, o caminan por los caminos sin rumbo fijo. No hablan. No se tocan. Nunca se tocan. —Su voz era grave y seca—. Allí Morred podría pasar caminando junto a Elfarran y ni siquiera se daría la vuelta para mirarla, y ella tampoco lo vería… Allí no hay reencuentro alguno, Hará. No hay lazo. Allí la madre no tiene en brazos a su niño.

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