Debía acordarse de pedirle que arreglara el cántaro verde mañana.
La hierba que crecía pegada al muro era corta, seca, muerta. Allí el viento no soplaba para moverla o hacerla crujir.
Se despertó sobresaltado, casi saltando de la silla y, después de unos instantes de desconcierto, puso otra vez su mano sobre el hombro de Aliso, cogiéndolo un poco, y susurró: —¡Hará! Ven hacia aquí, Hará. —Aliso se estremeció, luego se relajó. Volvió a suspirar, se dio la vuelta más hacia su lado y se quedó quieto.
Gavilán seguía sentado con la mano sobre el hombro del hombre dormido. ¿Cómo había podido llegar él hasta allí, hasta el muro de piedras? Ya no tenía el poder necesario para ir hasta allí. No tenía modo alguno de encontrar el camino. Como la noche anterior, el sueño o la visión de Aliso, el alma viajera de Aliso lo había arrastrado con ella hasta el límite de la tierra oscura.
Ahora estaba completamente despierto. Seguía sentado con la mirada fija en el rincón grisáceo de la ventana que daba al oeste, lleno de estrellas.
La hierba bajo el muro… No crecía más abajo de donde la colina se nivelaba en la tierra seca, sombría. Le había dicho a Aliso que allí abajo había solamente polvo, solamente rocas. Lechos de arroyos muertos en los que nunca corría el agua. Nada con vida. Ni un pájaro, ni un ratón de campo asustado, ni el brillo ni el zumbido de pequeños insectos, las criaturas del sol. Solamente los muertos, con sus ojos vacíos y sus rostros silenciosos.
Pero ¿acaso los pájaros no morían?
Un ratón, un mosquito, una cabra, una cabra blanca y marrón, con hábiles pezuñas, de ojos color ámbar, una cabra desvergonzada, Sippy, la que había sido la mascota de Tehanu, y la que había muerto el invierno pasado ya entrada en años, ¿dónde estaba Sippy?
No estaba en la tierra seca, en la tierra oscura. Estaba muerta, pero no estaba allí. Estaba en el lugar al que pertenecía, en la tierra. En la tierra, en la luz, en el viento, el salto de agua que cae de la roca, el ojo amarillo del sol.
Entonces por qué, entonces por qué…
Observó a Aliso recomponer el cántaro. De panza prominente y color verde jade, había sido el favorito de Tenar; lo había traído con ella desde la Granja de Roble, hacía ya muchos años. Se le había resbalado de las manos el otro día, mientras lo cogía del estante. Había recogido los dos pedazos más grandes y los trozos más pequeños con cierto conocimiento de cómo pegarlos unos con otros, al menos para que sirviera de adorno, aunque no pudiera volver a utilizarse nunca más. Cada vez que veía los trozos, que había colocado en una cesta, su torpeza le dejaba indignado.
Ahora, fascinado, observaba las manos de Aliso. Delgadas, fuertes, habilidosas, pacientes, daban forma al cántaro, acariciando y acomodando y encajando las piezas de cerámica, instando y acariciando, los dedos pulgares engatusando y guiando a los trozos pequeños hasta ponerlos en su sitio, uniendo unos con otros una vez más, tranquilizándolos. Mientras trabajaba murmuraba una canción monótona y compuesta por sólo dos palabras. Eran palabras del Habla Antigua. Ged sabía que ignoraba su significado. El rostro de Aliso tenía una expresión serena, toda la tensión y el pesar habían desaparecido: un rostro tan completamente absorto en el tiempo y en la tarea que a través de él brillaba una calma sin tiempo.
Sus manos se separaron del cántaro, abriéndose desde él como los pétalos de una flor que florece. Allí estaba, sobre la mesa de roble, entero.
Lo miró con silencioso placer.
Cuando Ged le dio las gracias, Aliso le respondió: —No ha sido nada. Las roturas estaban muy limpias. Es una pieza muy buena, y está hecha con buena arcilla. Lo que más cuesta enmendar es el trabajo hecho mal y de prisa.
—Quería preguntarte cómo dormiste anoche —dijo Ged.
Aliso se había despertado con las primeras luces de la mañana y se había levantado de la cama para que su anfitrión pudiera acostarse en ella y dormir profundamente hasta bien entrado el día; pero estaba claro que el acuerdo no duraría mucho.
—Ven conmigo —dijo el anciano.
Emprendieron el camino tierra adentro por un sendero que bordeaba el pasturaje de las cabras y serpenteaba entre lomas, campos pequeños a medio cuidar, y entradas al bosque. Para Aliso, Gont era un lugar de aspecto salvaje; desigual y fortuita, la escabrosa montaña siempre con el ceño fruncido y amenazándolo todo desde allí arriba.
—He estado pensando —dijo Gavilán mientras caminaban—, que si yo he podido ayudarte al igual que lo hizo el Maestro de Hierbas, manteniéndote alejado de la colma del muro simplemente posando mi mano sobre tu hombro, puede que haya otros que puedan ayudarte. Si no tienes nada contra los animales.
—¿Los animales?
—Verás —comenzó Gavilán, pero no dijo mucho más, interrumpido por una extraña criatura saltarina que bajaba Por el sendero hacia donde ellos se encontraban.
Iba envuelta en faldas y chales, pieles que sobresalían en todas las direcciones desde su cabeza, y llevaba unas botas altas de cuero. —¡Oh, Mastro, oh, Mastro! —gritaba.
—Hola, Brezo. Tranquila —dijo Gavilán.
La mujer se detuvo, sacudiendo su cuerpo, las pieles de su cabeza agitándose al viento, una gran sonrisa en el rostro.
—¡Lo sabía ella que vendrías tú por allí! —vociferó—. Hizo ese pico del halcón con los dedos así, lo ves, así lo hizo, ¡y me dijo vete, vete, con su mano! ¡Lo sabía ella que vendrías tú por allí!
—Y así lo haré.
—¿Para vernos a nosotras?
—Para verte a ti. Brezo, éste es el Maestro Aliso.
—Mastroliso —susurró, callándose de repente al incluir a Aliso en su conciencia. Se encogió, como metiéndose dentro de sí misma, bajó la vista para mirarse los pies.
No eran unas botas de cuero lo que llevaba. Sus piernas desnudas estaban cubiertas desde la rodilla hacia abajo con un lodo suave, marrón, muerto. Sus faldas caían unas sobre otras, recogidas en la cintura.
—Has estado cazando ranas, ¿no es cierto, Brezo?
La mujer asintió distraídamente con la cabeza.
—Iré a decírselo a Tía —dijo, comenzando con un susurro y acabando con un chillido, y salió disparada por donde había venido.
—Tiene un buen corazón —dijo Gavilán—. Solía ayudar a mi esposa. Ahora vive con nuestra bruja y la ayuda. No creo que tengas ningún problema en entrar en casa de una bruja, ¿verdad?
—No, en absoluto, señor.
—Muchos sí lo tienen. Nobles y gente normal, magos y hechiceros.
—Mi esposa Lirio era una bruja.
Gavilán asintió con la cabeza y caminó en silencio durante un rato. —¿Cómo descubrió ella su don, Aliso?
—Nació con ella. De niña podía hacer que una rama rota volviera a crecer en el árbol, y otros niños le llevaban sus juguetes rotos para que ella los arreglara. Pero cuando su padre la veía hacer esa clase de cosas, solía pegarle en las manos. Su familia era una familia importante en su ciudad. Eran gente respetable —dijo Aliso con su voz suave, sosegada—. No querían que frecuentara a brujas, pues eso evitaría que se casara con un hombre respetable. Así que siguió estudiando todo por su cuenta. Y las brujas de su ciudad no querían tener ninguna clase de contacto con ella, ni siquiera cuando acudió a ellas para que le enseñaran, porque temían mucho a su padre. Entonces llegó un hombre rico y pidió su mano, porque era hermosa, como ya he dicho antes, señor. Más hermosa de lo que podría yo expresar. Y su padre le dijo que debía casarse. Esa noche se escapó de su casa. Desde entonces vivió sola, vagando, durante algunos años. Alguna que otra bruja la acogió en alguna ocasión pero ella se mantenía gracias a su don.
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