Ursula Le Guin - Las tumbas de Atuan

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Las tumbas de Atuan: краткое содержание, описание и аннотация

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales. Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.
Han pasado más de diez años desde que Ged se enfrentara a su propia sombra en “Un mago de Terramar”. Capaz ahora de actuar en beneficio de otros, decide recobrar la “runa de la unión”, la mitad perdida del anillo de Erreth-Akbé, guardado, se cuenta, en las Tumbas de Atuan. La sacerdotisa de las Tumbas es Arba, que lleva el significativo apodo de la Devorada, y que no tiene identidad, pues la ha perdido para ponerse al servicio de los Sin Nombre, las potestades tenebrosas de Terramar.

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La hermosa cara redonda de Penta se torció en una mueca de repugnancia, muy distinta de la fría expresión de Kossil, y que sin embargo recordaba tanto a Kossil que Arha soltó una risa nerviosa, casi de miedo.

—«¿Qué es esto? ¿Qué es esto?», decía Kossil. Y entonces…, de pronto, la cabra parda se lanzó de cabeza contra Kossil… —Penta lloraba de risa.

—Y Mu-Munith golpeó, golpeó a la cabra con el ja-ja-jarro…

Las dos muchachas se retorcían entre espasmos de risa, abrazándose las rodillas y sofocándose.

—Y Kossil se dio vuelta y dijo: «¿Qué es esto? ¿Qué es esto?». Se lo dijo a la…, a la…, a la cabra.

—El final de la historia se perdió en carcajadas. Por último, Penta se secó los ojos, se sonó la nariz, y empezó a comer otra manzana, con aire ausente.

Arha se había reído demasiado y tardó en serenarse. Al cabo de un rato preguntó: —¿Cómo viniste aquí, Penta?

—Yo era la última de seis hermanas, y mis padres no podían criar tantas mujeres y casarlas a todas. Así que cuando cumplí los siete años me llevaron al templo del Dios-Rey y me dedicaron a él. Eso fue en Ossawa. Allí tenían demasiadas novicias, supongo, porque al poco tiempo me mandaron aquí. O, tal vez pensaron que llegaría a ser una sacerdotisa notable o algo por el estilo. ¡Pero en eso sí que se equivocaron! —Penta mordisqueó la manzana con una expresión a la vez alegre y melancólica.

—¿Hubieras preferido no ser sacerdotisa?

—¡Que si lo hubiera preferido! ¡Pues claro! Hubiera preferido casarme con un porquerizo y vivir en un foso. ¡Hubiera preferido cualquier cosa antes que enterrarme aquí por el resto de mis días con una caterva de mujeres, en este condenado desierto adonde nunca viene nadie! Pero de nada sirve lamentarse, porque ahora he sido consagrada y estoy clavada aquí, para siempre. ¡Pero en mi próxima vida espero ser bailarina en Awabath! Bien me lo habré ganado.

Arha la miró fijamente con ojos sombríos. No comprendía. Tenía la impresión de no conocer a Penta, de haberla mirado y no haber visto nunca a esta muchacha redonda y llena de vida y jugos, como una de aquellas hermosas manzanas doradas.

—¿Y el Templo no significa nada para ti? —preguntó con cierta aspereza.

Penta, siempre sumisa y fácil de intimidar, no se alarmó esta vez. —Yo sé que tus Señores son muy importantes para ti —dijo con una indiferencia que chocó a Arha—. De todos modos, eso tiene algún sentido, ya que eres su única y privilegiada servidora. Y no sólo has sido consagrada, sino que naciste para serlo. Pero piensa en mí, ¿tengo que sentir el mismo respeto y todo lo demás por el Dios-Rey? Al fin y al cabo no es más que un hombre, aunque viva en Awabath en un palacio de diez millas de largo con techos de oro. Anda por los cincuenta años, y es calvo. Puedes verlo en todas las estatuas. Y te apuesto que tiene que cortarse las uñas de los dedos de los pies como cualquier otro hombre. Sé perfectamente bien que también es un dios. Pero yo digo que será mucho más divino cuando haya muerto.

Arha estaba de acuerdo con Penta, porque en secreto había llegado a la conclusión de que los supuestos Emperadores Divinos de Kargad eran advenedizos, falsos dioses que pretendían reemplazar a las auténticas y eternas Potestades. Pero había algo detrás de las palabras de Penta con lo que no estaba de acuerdo, algo enteramente nuevo para ella, y que la asustaba. Por primera vez comprendía qué distintas eran las gentes, y de qué modo distinto veían la vida. Era como si hubiese levantado los ojos y visto de pronto un planeta enteramente nuevo que flotaba enorme y populoso al otro lado de la ventana, un mundo absolutamente desconocido, donde no importaban los dioses. La asustaba la firmeza del descreimiento de Penta. Asustada, atacó.

—Es verdad. Mis Señores han muerto hace mucho, mucho tiempo; y nunca fueron hombres… ¿Sabes, Penta, que yo podría ponerte al servicio de las Tumbas? —La voz de Arha era amable, como si estuviese ofreciendo a Penta una buena oportunidad.

El color desapareció de golpe de las mejillas de Penta.

—Sí —dijo—, tú podrías. Pero yo no soy… Yo no serviría para eso.

—¿Por qué?

—Me da miedo la oscuridad —dijo Penta en voz baja.

Arha murmuró entre dientes, como protestando, pero estaba satisfecha. Había oído lo que quería oír. Penta no creería en los dioses, pero temía a los poderes innombrables de las tinieblas como toda alma mortal.

—Sólo lo haría si tú quisieras, ya lo sabes —dijo Arha. Hubo un largo silencio entre las dos.

—Cada día te pareces más a Thar —dijo Penta con una voz dulce y soñadora—. ¡Por fortuna, no te pareces a Kossil! ¡Aunque eres tan fuerte! Yo también quisiera ser fuerte. Pero lo único que me gusta es comer.

—Pues come —dijo Arha, condescendiente y divertida, y Penta se comió poco a poco una tercera manzana.

Un par de días después, las exigencias del interminable ritual del Lugar obligaron á Arha a dejar su retiro. Una cabra había parido a destiempo un par de cabritos, y de acuerdo con la costumbre había que sacrificarlos a los Dioses Gemelos: una ceremonia importante, a la que debía asistir la Primera Sacerdotisa. Y siendo el período oscuro de la luna, había que celebrar las ceremonias de la oscuridad delante del Trono Vacío. Arha aspiró los vapores narcóticos de las hierbas que ardían delante del trono en grandes bandejas de bronce, y bailó sola y vestida de negro. Bailó para los espíritus invisibles de los muertos y los no nacidos, y mientras bailaba, los espíritus se congregaban en el aire de alrededor, siguiendo los giros y vueltas de los pies de Arha, y los movimientos lentos y seguros de sus brazos. Entonó los cánticos cuyas palabras ningún hombre entendía, y que ella había aprendido de Thar, sílaba por sílaba, hacía mucho tiempo. Un coro de sacerdotisas ocultas en la oscuridad, detrás de la doble hilera de columnas, repetía las misteriosas palabras de Arha, y el aire de la vasta sala en ruinas retumbaba de voces, como si una multitud de espíritus coreara los cánticos una y otra vez.

El Dios-Rey de Awabath no envió nuevos prisioneros y poco a poco Arha dejó de soñar con los tres que desde hacía mucho tiempo estaban muertos y enterrados en fosas poco profundas, dentro de la gran caverna bajo las Piedras Sepulcrales.

Tenía que animarse y volver a la caverna. Era menester que volviese: la Sacerdotisa de las Tumbas tenía que ser capaz de entrar sin miedo en sus propios dominios, y conocer sus meandros.

La primera vez que entró por la puerta-trampa tuvo que esforzarse de veras, aunque no tanto como ella había temido. Se había preparado con tanto cuidado, estaba tan decidida a ir sola y a no perder la sangre fría, que se sintió casi decepcionada al descubrir que no había nada que temer. Si había tumbas, no alcanzaba a verlas; no veía nada. Estaba oscuro, en silencio. Y eso era todo.

Día tras día bajaba allí, entrando siempre por la trampa de detrás del salón del Trono, hasta que conoció bien todo el recinto de la caverna de extrañas paredes talladas, tan bien como es posible conocer lo que no se ve. Pero nunca se apartaba de las paredes, pues si atravesaba el gran espacio vacío, corría el riesgo de desorientarse en la oscuridad, y aun cuando, tanteando a ciegas, volviera a encontrar el muro, no sabría dónde estaba. Había comprendido, desde la primera vez, que en los lugares oscuros lo importante era saber qué recodos y vanos habían quedado atrás y cuáles vendrían luego. Y para eso había que contarlos, ya que al tacto todos eran iguales. Aquel juego insólito de guiarse por el tacto y el número, en vez de la vista y el sentido común, no era difícil para la bien ejercitada memoria de Arha. Pronto llegó a reconocer todos los corredores que desembocaban en la Cripta, la red que se extendía bajo el Palacio del Trono y la cumbre de la Colina. Sin embargo había un corredor en el que nunca entraba —el segundo a la izquierda, desde la puerta de la piedra roja—, porque sabía que si alguna vez entraba en él por error, confundiéndolo con algún otro, podía ocurrir que nunca volviera a encontrar la salida. Y aunque el deseo de entrar allí, de conocer al fin el Laberinto, la acuciaba cada vez más, se contenía tratando de aprender antes todo lo posible, estudiándolo desde fuera.

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