Ursula Le Guin - Las tumbas de Atuan

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales. Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.
Han pasado más de diez años desde que Ged se enfrentara a su propia sombra en “Un mago de Terramar”. Capaz ahora de actuar en beneficio de otros, decide recobrar la “runa de la unión”, la mitad perdida del anillo de Erreth-Akbé, guardado, se cuenta, en las Tumbas de Atuan. La sacerdotisa de las Tumbas es Arba, que lleva el significativo apodo de la Devorada, y que no tiene identidad, pues la ha perdido para ponerse al servicio de los Sin Nombre, las potestades tenebrosas de Terramar.

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—¿Quién los trajo? ¿Quién les da de comer?

—Los guardianes que cuidan el Templo, Duby y Uahto; son eunucos y pueden entrar aquí y atender a los Sin Nombre, lo mismo que yo. Los soldados del Dios-Rey dejaron a los prisioneros bien atados al otro lado del muro, y yo y los guardianes los trajimos por la Puerta de los Prisioneros, la de las piedras rojas. Así se hizo siempre. La comida y el agua se les baja por una puerta-trampa desde una habitación detrás del Trono.

Arha alzó los ojos y vio, junto a la cadena de que pendía la antorcha, un recuadro de madera empotrado en el techo de piedra. Era demasiado pequeño para que cupiera un hombre, pero una cuerda que bajase desde allí tocaría el suelo justo al alcance del prisionero del medio. Una vez más, desvió rápidamente la mirada.

—Entonces, que no les traigan más agua ni comida. Que dejen que la antorcha se apague.

Kossil hizo una reverencia. —¿Y los cuerpos, cuando mueran?

—Que Duby y Uahto los entierren entonces en la gran caverna que hemos atravesado, en la Cripta de las Tumbas —dijo la joven en un tono repentinamente agitado y agudo—. Y tendrán que hacerlo en la oscuridad. Los Señores devorarán los cadáveres.

—Así se hará.

— ¿Está bien así, Kossil?

—Está bien, señora.

—Entonces, vayámonos —dijo Arha con una voz estridente. Dio una media vuelta y volvió de prisa a la puerta de madera y salió de la Cámara de las Cadenas a la negrura del túnel. Le pareció dulce y serena como una noche sin estrellas, callada, impenetrable, sin luz ni vida. Se precipitó a la limpia oscuridad, adelantándose de prisa como un nadador a través del agua. Kossil la seguía, apretando el paso y cada vez más atrás, entre jadeos y trompicones. Sin titubeos, Arha entró en los mismos túneles y dejó atrás las mismas aberturas que en el camino de ida, cruzó la enorme Cripta resonante, y trepó encorvada por el último y largo túnel hasta dar con la puerta de piedra. Entonces se puso en cuclillas y buscó la gran llave en la argolla que llevaba a la cintura. Encontró la llave pero no la cerradura. En aquel muro invisible no había el menor resquicio de luz. Lo tocó con las puntas de los dedos buscando en vano un cerrojo, un pestillo o una palanca. ¿Dónde se metería la llave? ¿Cómo iba a salir?

—¡Señora!

La voz de Kossil magnificada por los ecos, silbó y retumbó muy atrás.

—Señora, la puerta no se abre desde dentro. Por ahí no hay salida. No es el camino de vuelta.

Arha se acurrucó contra la roca. No dijo nada.

—¡Arha!

—Estoy aquí.

—¡Venid!

Arrastrándose por el pasadizo sobre manos y rodillas, como un perro, Arha llegó a las faldas de Kossil.

—A la derecha. ¡De prisa! Yo no puedo demorarme aquí. Éste no es mi lugar. Seguidme.

Arha se puso de pie y se aferró a las vestiduras de Kossil. Echaron a andar hacia la derecha, siguiendo durante largo trecho la pared de los relieves extraños, entrando luego por una brecha negra que se abría en medio de la negrura. Después fueron subiendo, por túneles, por escaleras. La joven seguía aferrada a la túnica de Kossil. Caminaba con los ojos cerrados.

A través de los párpados alcanzó a ver una luz roja. Creyó que habían vuelto a la cámara llena de humo y no abrió los ojos. Pero el aire tenía un olor dulzón, seco y mohoso, un olor familiar; y ahora trepaban por unos peldaños muy empinados. Soltó la túnica de Kossil y miró. Sobre ella había una puerta-trampa abierta. Subió detrás de Kossil y se encontró en un lugar conocido, una pequeña celda de piedra que contenía algunos cofres y cajas de hierro, una de las muchas que había en el Palacio detrás del gran Salón del Trono. La luz del día tre-mulaba gris y pálida en el corredor, al otro lado de la puerta.

—La Puerta de los Prisioneros sólo sirve para entrar en los túneles. No para salir. La única salida es ésta. Si hay alguna más, yo no la conozco ni tampoco la conoce Thar. Pero no creo que la haya. —Kossil seguía hablando en voz baja y con un cierto despecho. Bajo la capucha negra, el rostro abotagado parecía pálido y sudoroso.

—No recuerdo los recodos de esta salida.

—Os lo diré. Sólo una vez. Tendréis que recordarlo. La próxima vez no iré con vos. Este no es mi lugar. Tendréis que ir sola.

Arha asintió. Miró a Kossil a la cara y pensó que tenía un aspecto muy raro, pálida de miedo, y sin embargo exultante, como si se regodeara viéndola desamparada y débil.

—En adelante iré sola —dijo Arha, y de pronto, al tratar de apartarse de Kossil, sintió que las piernas le flaqueaban y que la habitación daba vueltas.

Se desmayó y cayó como un pequeño bulto a los pies de la sacerdotisa.

—Aprenderás —dijo Kossil, todavía jadeando, inmóvil—. Aprenderás.

4. Sueños e historias

Arha estuvo enferma varios días. La trataron como si tuviese una fiebre. Se quedaba en cama, o se sentaba a la tenue luz otoñal en la galería de la Casa Pequeña, y contemplaba las montañas de poniente. Se sentía débil y estúpida. Se le ocurrían las mismas ideas una y otra vez. Se avergonzaba de haberse desmayado. Ningún guardia Había sido apostado sobre el Muro de las Tumbas, pero ya nunca se atrevería a hablar del asunto con Kossil. No quería ver a Kossil: nunca. Estaba avergonzada de haberse desmayado.

A menudo, a la luz del sol, se imaginaba cómo se comportaría la próxima vez que descendiera a los lugares oscuros bajo la colina. Pensaba muchas veces en la muerte que impondría al próximo grupo de prisioneros, más refinada, más en consonancia con los ritos del Trono Vacío.

Noche tras noche, se despertaba en la oscuridad gritando: —¡Todavía no han muerto! ¡Todavía agonizan!

Soñaba mucho. Soñaba que tenía que hacer la comida, grandes calderos rebosantes de sabrosos potajes, y echarla por un agujero en la tierra. Soñaba que tenía que llevar entre tinieblas un cuenco de agua, un cuenco grande de cobre, a alguien que tenía sed. Y nunca conseguía llegar. Se despertaba y ella misma tenía sed, pero no se levantaba a beber. Permanecía despierta, con los ojos abiertos, en la alcoba sin ventanas.

Una mañana Penta vino a verla. Desde la galería, Arha vio que se acercaba a la Casa Pequeña con aire despreocupado e indeciso, como si sólo estuviera paseando por allí. Si Arha no le hubiese hablado, ella no habría subido los escalones. Pero Arha se sentía sola y la llamó.

Penta la saludó con una profunda reverencia, como hacían todos los que se acercaban a la Sacerdotisa de las Tumbas, y luego se desplomó en los escalones, a los pies de Arha, con un ruido que sonó así como ¡Uff! Era ahora alta y rolliza; al menor movimiento se ponía como una cereza, y en este momento tenía la cara roja a causa del paseo.

—He sabido que estabas enferma. Te he guardado unas manzanas. —De repente, de algún recoveco de la voluminosa túnica negra, sacó una red de juncos con seis u ocho manzanas perfectamente amarillas. Ahora estaba consagrada al Dios-Rey y servía en el templo a las órdenes de Kossil; pero no era aún una sacerdotisa, y todavía estudiaba y trabajaba con las novicias,— Poppe y yo hemos seleccionado las manzanas este año, y yo he apartado las mejores. Siempre dejan secar las buenas. Es cierto que se conservan mejor, pero me parece un desperdicio. ¿No son bonitas?

Arha tocó la satinada piel oro pálido de las manzanas y observó los pedúnculos, que aún retenían, débilmente, algunas hojas castañas. —Son bonitas.

—Come una —dijo Penta.

—Ahora no. Come tú.

Penta escogió por cortesía la más pequeña, y se la comió en unos diez mordiscos jugosos, hábiles, reconcentrados.

—Me pasaría el día comiendo —dijo—. Nunca tengo bastante. Ojalá fuera cocinera en vez de sacerdotisa. Guisaría mejor que esa vieja tacaña de Nathabba, y además podría rebañar las marmitas… Ah, ¿te has enterado de lo que le pasó a Munith? Tenia que pulir esas vasijas de cobre donde se guarda el aceite de rosas, ya sabes, esos jarros largos y finos, con tapón. Pensó que tenía que limpiarlos también por dentro, así que metió la mano, envuelta en un trapo, sabes, y después no la podía sacar. Tanto se esforzó que se le hinchó e inflamó toda la muñeca, y se quedó realmente atascada. Y echó a correr por los dormitorios chillando: «¡No la puedo sacar! ¡No la puedo sacar!». Y Punti está tan sordo que creyó que había un incendio y se puso a dar voces llamando a los otros guardianes para que vinieran a salvar a las novicias. Y Uahto, que estaba ordeñando, salió corriendo del establo a ver qué pasaba, y dejó el portón abierto, y todas las cabras lecheras escaparon, y se desbandaron por el patio y atropellaron a Punti, a los celadores y a las niñas pequeñas; y Munith seguía blandiendo el jarro de cobre, en el extremo del brazo, en plena histeria, y todo el mundo corría de un lado a otro cuando Kossil bajó del templo y dijo: «¿Qué es esto? ¿Qué es esto?».

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