Ursula Le Guin - Las tumbas de Atuan

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Las tumbas de Atuan: краткое содержание, описание и аннотация

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En el mundo de Terramar hay dragones y espectros, talismanes y poderes, y las leyes de la magia son tan inevitables y exactas como las leyes naturales. Un principio fundamental rige en ese mundo: el delicado equilibrio entre la muerte y la vida, que muy pocos hombres pueden alterar, o restaurar. Pues la restauración del orden cósmico corresponde naturalmente al individuo que se gobierna a sí mismo, el héroe completo capaz de dar el paso último, enfrentarse a su propia sombra, que es miedo, odio, inhumanidad.
Han pasado más de diez años desde que Ged se enfrentara a su propia sombra en “Un mago de Terramar”. Capaz ahora de actuar en beneficio de otros, decide recobrar la “runa de la unión”, la mitad perdida del anillo de Erreth-Akbé, guardado, se cuenta, en las Tumbas de Atuan. La sacerdotisa de las Tumbas es Arba, que lleva el significativo apodo de la Devorada, y que no tiene identidad, pues la ha perdido para ponerse al servicio de los Sin Nombre, las potestades tenebrosas de Terramar.

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La llave, una larga varilla de hierro con dos guardas trabajadas, entró en la grieta. Arha la movió hacia la izquierda con las dos manos; pero la llave giró con facilidad.

—¿Y ahora?

—Las dos…

Las dos empujaron la tosca superficie de roca a la izquierda de la cerradura. Lentamente, sin sacudirse y casi sin ruido, una sección irregular de la roca roja retrocedió descubriendo una abertura estrecha y negra.

Arha se agachó y entró.

Kossil, corpulenta y con ropas pesadas, tuvo que encogerse para pasar por la abertura. Tan pronto como estuvo dentro se apoyó de espaldas contra la puerta, empujó y la cerró.

La oscuridad era completa. No había ninguna luz. La tiniebla pesaba como una felpa húmeda en los ojos abiertos.

Estaban agachadas, dobladas casi hasta el suelo, pues el pasadizo tenia escasamente un metro de altura, y era tan angosto que las manos tanteantes de Arha tocaban a la vez la roca húmeda a la derecha y a la izquierda.

—:¿Has traído una luz?

Arha habló en un susurro, como se habla en la oscuridad.

—No he traído ninguna luz —replicó Kossil desde atrás. También ella hablaba ahora más bajo, pero en un tono raro, como si estuviera sonriendo. Y Kossil no sonreía nunca. Arha sintió que se le aceleraba el corazón y que la sangre le golpeaba la garganta. Se dijo a sí misma, sin arredrarse: ¡Éste es mi lugar, el lugar que me corresponde! ¡Y no tendré miedo!

Pero no habló en voz alta. Empezó a avanzar; y sólo había una dirección posible: hacia dentro de la colina y hacia abajo.

Kossil la seguía, jadeante, arrastrando y frotando las vestiduras contra la roca y la tierra.

De repente el techo se elevó. Arha pudo erguirse y las manos extendidas no alcanzaban a tocar los muros de los lados. El aire, que hasta entonces olía a cerrado y a tierra, le rozó la cara con una humedad más fresca; y había leves corrientes de aire alrededor como si estuvieran en un gran espacio. Arha avanzó unos pasos cautelosos en la negra oscuridad. Un guijarro que ella empujó con la sandalia chocó con otro guijarro, y el minúsculo chasquido despertó una multitud de ecos, sutiles, distantes y otros todavía más distantes. La caverna tenía que ser inmensa, alta y ancha, pero no estaba vacía: algo había en la oscuridad, superficies de objetos o tabiques invisibles, que quebraba el eco en mil fragmentos.

—Ahora estamos sin duda bajo las Piedras —susurró Arha, y el susurro se extendió por la negrura retumbante y hueca y se deshizo en hebras de sonido, tenues como telarañas, que vibraron largo rato.

—Sí. Es la Cripta de las Tumbas, Adelante. Yo no puedo quedarme aquí. Hay que seguir bordeando el muro hacia la izquierda; y dejar atrás tres aberturas.

El susurro de Kossil era un silbido (y tras él silbaban los ecos diminutos). Kossil tenía miedo, era indudable que tenía miedo. No le gustaba estar aquí entre los Sin Nombre, en las tumbas o cuevas de la oscuridad. Ella no pertenecía a este lugar; no era de aquí.

—Volveré con una antorcha —dijo Arha guiándose a tientas por la pared de la caverna y tratando de descifrar las formas extrañas de la roca, con huecos y protuberancias, curvas y bordes delicados, ya áspera como un encaje, ya pulida como el bronce: relieves esculpidos sin duda. ¿Estaría toda la caverna trabajada por escultores de los días antiguos?

—Aquí la luz está prohibida. —El cuchicheo de Kossil fue tajante. Antes que terminara de decirlo, Arha comprendió que así tenía que ser. Aquél era el reino de las tinieblas, el corazón mismo de la noche.

Tres veces pasó los dedos por una brecha en la complicada negrura de la roca. La cuarta vez palpó la altura y el ancho de la abertura y se metió dentro. Kossil la siguió.

En ese túnel, que volvía a ascender en una suave pendiente, pasaron junto a otra abertura a la izquierda, y en una bifurcación tomaron el camino de la derecha: siempre a tientas en la ceguera y el silencio del mundo subterráneo. En aquel pasadizo había que tocar casi constantemente las dos paredes del túnel, para no dejar de contar o pasar por alto alguna abertura o bifurcación de la galería. Sólo el tacto las guiaba; el camino era invisible, pero lo llevaban en las manos.

—¿Esto es el Laberinto?

—No. Es el más pequeño, que está debajo del Trono.

—¿Dónde está la entrada del Laberinto? Arha disfrutaba con aquel juego a oscuras y ansiaba enfrentarse a un enigma más complicado.

—Era la segunda abertura cuando atravesamos la Cripta. Ahora tenemos que buscar una puerta a la derecha, una puerta de madera; tal vez la hayamos dejado atrás…

Arha oía las manos de Kossil moviéndose nerviosas a lo largo de la pared, arañando la roca viva. Ella tocó la piedra con las yemas de los dedos y al cabo de un rato encontró las vetas suaves de la madera. Empujó y la puerta cedió dócilmente, chirriando. Se quedó un momento inmóvil, deslumbrada por la luz.

Entraron en una cámara grande y de techo bajo, con paredes.de piedra tallada, iluminada por una antorcha humeante que colgaba de una cadena. El aire estaba viciado por el humo de la antorcha, que no tenía salida. A Arha le escocían y le lloraban los ojos.

—¿Dónde están los prisioneros?

—Allí.

Arha comprendió al fin que los tres bultos informes del fondo de la nave eran hombres.

—La puerta no tiene cerrojo. ¿No hay nadie que vigile?

—No es necesario.

Arha se adelantó unos pasos, vacilando, escudriñando la espesa humareda. Los prisioneros estaban encadenados por los tobillos y una muñeca a unas grandes argollas incrustadas en la pared de la roca. Si uno de ellos quería tumbarse, el brazo encadenado seguía en alto, coleado del grillete. Los cabellos y barbas enmarañados, junto con las sombras, les ocultaba el rostro. Uno yacía medio recostado; los otros dos, sentados o en cuclillas. Estaban desnudos. El olor que despedían era aún más fuerte que el tufo del humo.

A Arha le pareció que uno de ellos la miraba y creyó ver unos ojos brillantes, pero no estaba segura. Los otros no se movieron ni levantaron la cabeza.

Arha se volvió, dándoles la espalda. —Ya no son hombres —dijo.

—Jamás lo fueron. ¡Eran demonios, espíritus bestiales que conspiraban contra la sagrada vida del Dios-Rey! —Los ojos de Kossil relampagueaban a la luz rojiza de la antorcha.

Arha miró de nuevo a los prisioneros, aterrorizada y curiosa.

—¿Cómo un hombre pudo atacar a un dios? ¿Como fue? Tú: ¿cómo te atreviste a atacar a un dios viviente?

El hombre se quedó mirándola entre la negra maraña de pelos, pero no dijo nada.

—Les cortaron la lengua antes de traerlos a Awabath —dijo Kossil—. No habléis con ellos, señora. Son gente corrupta. Os pertenecen, pero no para hablarles, ni para mirarlos, ni para pensar en ellos. Son vuestros para que los ofrezcáis a los Sin Nombre.

—¿Cómo hay que sacrificarlos?

Arha ya no miraba a los prisioneros, sino a Kossil, tratando de sacar fuerzas de aquel cuerpo fornido, de la voz fría. Se sentía mareada, y con náuseas a causa del hedor del humo y la mugre, y sin embargo Kossil parecía pensar y hablar con una calma perfecta. ¿Acaso no había hecho esto mismo otras veces, antes?

—La Sacerdotisa de las Tumbas sabe mejor que nadie qué clase de muerte complacerá a los Señores, y ella misma ha de elegirla. Hay muchas maneras.

—Que Gobar, el capitán de los guardias, les corte la cabeza. Y que la sangre sea vertida delante del Trono.

—¿Como si se tratara de un sacrificio de cabras? —Kossil parecía burlarse de la falta de imaginación de Arha. La joven enmudeció. Kossil dijo entonces:— Además, Gobar es un hombre. Ningún hombre puede entrar en los Lugares Oscuros de las Tumbas, como sin duda recuerda mi señora. Si entra, no sale…

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