– Enseguida te atiendo -dijo una alegre voz detrás de un umbral protegido por una cortina.
Eché un vistazo a la tienda. La luz que entraba por el escaparate iluminaba un abarrotado banco de trabajo y docenas de pares de zapatos colocados en unos estantes. Decidí que no habría podido refugiarme en ningún sitio mejor.
– A ver si lo adivino… -dijo la voz desde la trastienda. Un anciano canoso salió de detrás de la cortina con un largo trozo de cuero en las manos. Era bajito y caminaba encorvado, pero su arrugado rostro me sonrió-. Necesitas unos zapatos. -Sonrió con timidez; su chiste era como unas botas viejas y gastadas, pero tan cómodas que cuesta deshacerse de ellas. Me miró los pies. Yo también me los miré, a mi pesar.
Iba descalzo, por supuesto. Hacía tanto tiempo que no usaba zapatos que ya ni siquiera pensaba en ellos. Al menos durante el verano. En invierno soñaba con tenerlos.
Levanté la cabeza. El hombre miraba de un lado a otro, como si tratara de determinar si reírse podía costarle un cliente.
– Sí, creo que necesito unos zapatos -admití.
El zapatero rió, me condujo hasta un asiento y me midió los pies con las manos. Por fortuna, las calles estaban secas, de modo que tenía los pies sencillamente sucios del polvo de los adoquines. Si hubiera llovido, habrían estado vergonzosamente mugrientos.
– Veamos qué zapatos te gustan, y si tengo algún par de tu talla. Si no, puedo hacértelos, o retocarlos, y tenerlos listos dentro de un par de horas. A ver, ¿para qué quieres los zapatos? ¿Para andar? ¿Para bailar? ¿Para montar? -Se inclinó hacia atrás en el taburete y cogió un par de zapatos de un estante que tenía a sus espaldas.
– Para andar.
– Me lo imaginaba. -Con destreza, me puso unos calcetines en los pies, como si todos sus clientes entraran descalzos en la tienda. A continuación me calzó unos zapatos de piel negra con hebillas-. ¿Cómo los notas? Camina un poco para asegurarte.
– Es que…
– Te aprietan. Me lo imaginaba. No hay nada más molesto que unos zapatos que aprietan. -Me los quitó y, rápidamente, me calzó otro par-. ¿Y estos? -Eran de terciopelo o de fieltro, de color morado.
– No…
– ¿No son exactamente lo que buscabas? No me extraña. Se gastan muy deprisa. Aunque el color es bonito, adecuado para cortejar a las damas. -Me calzó otro par-. ¿Y estos?
Eran unos zapatos de sencillo cuero marrón, y parecían hechos a mi medida. Pisé con firmeza, y el zapato se me ciñó. Había olvidado lo maravillosa que podía llegar a ser la sensación de ir bien calzado.
– ¿Cuánto valen? -pregunté con aprensión.
En lugar de contestarme, el anciano se levantó y empezó a buscar con la mirada en los estantes.
– Los pies dicen mucho de la persona -caviló-. Hay hombres que entran aquí, sonrientes, con los zapatos muy limpios y los calcetines empolvados. Pero cuando se descalzan, sus pies huelen a rayos. Esas son las personas que ocultan cosas. Tienen secretos apestosos e intentan ocultarlos, como intentan ocultar el hedor de sus pies.
Se volvió hacia mí.
– Pero nunca funciona. La única forma de impedir que te huelan los pies es airearlos un poco. Quizá ocurra lo mismo con los secretos. Pero yo de eso no entiendo. Yo solamente entiendo de zapatos.
Empezó a buscar entre el revoltijo acumulado sobre su banco de trabajo.
– A veces vienen esos jóvenes de la corte, abanicándose la cara y relatando tragedias inverosímiles. Pero tienen unos pies blandos y rosados. Se nota que nunca han ido solos a ninguna parte. Se nota que nunca han sufrido de verdad.
Al final encontró lo que estaba buscando. Cogió un par de zapatos parecidos a los que yo acababa de probarme.
– Aquí están. Estos zapatos eran de mi Jacob cuando tenía tu edad. -Se sentó en el taburete y me desató los cordones de los zapatos que yo llevaba puestos-. Tú tienes unas plantas muy curtidas para tu edad -continuó-: cicatrices, callos. Unos pies como los tuyos podrían correr todo el día descalzos sobre la piedra y no necesitarían zapatos. Un muchacho de tu edad solo consigue unos pies así de una manera.
Me miró a los ojos con gesto inquisitivo. Asentí con la cabeza.
El anciano sonrió y me puso una mano en el hombro.
– ¿Cómo los notas?
Me levanté para probarlos. Eran aún más cómodos que el otro par, porque estaban un poco más gastados.
– Mira, estos zapatos son nuevos -dijo agitando los que tenía en la mano-. No han recorrido ni un kilómetro, y por unos zapatos nuevos como éstos suelo cobrar un talento, quizá un talento con dos. -Me señaló los pies-. Esos, en cambio, están usados, y yo no vendo zapatos usados.
Me dio la espalda y se puso a ordenar el banco de trabajo mientras tarareaba una melodía. Tardé un segundo en reconocerla: «Vete de la ciudad, calderero».
Yo sabía que el anciano estaba tratando de hacerme un favor, y una semana antes no habría dejado escapar la oportunidad de hacerme con un par de zapatos gratis. Pero por algún extraño motivo, no me parecía justo. Recogí rápidamente mis cosas y dejé un par de iotas de cobre encima del taburete antes de salir de la tienda.
¿Por qué? Porque el orgullo nos hace hacer cosas extrañas, y porque la generosidad debe recompensarse con generosidad. Pero sobre todo porque me pareció que era lo correcto, y eso ya es razón suficiente.
– Cuatro días. Seis si llueve.
Roent era el tercer carromatero al que había preguntado si se dirigía a Imre, en el norte; Imre era la ciudad que estaba más cerca de la Universidad. Era un grueso ceáldico con una poblada barba negra que le tapaba casi toda la cara. Se volvió y le gritó unas palabrotas en siaru a un hombre que estaba cargando rollos de tela en un carromato. Cuando hablaba en su lengua materna, sonaba como un monumental desprendimiento de rocas.
Su áspera voz se redujo a un murmullo cuando volvió a dirigirse a mí.
– Dos cobres. Iotas. Peniques no. Puedes viajar en un carromato si hay sitio. Si quieres, por la noche puedes dormir debajo. Cenas con nosotros. Para comer solo hay pan. Si algún carromato se atasca, ayudas a empujar.
Roent volvió a interrumpir nuestra conversación y se puso a gritar a sus hombres. Había tres carromatos en los que estaban cargando mercancías, mientras que el cuarto me resultaba dolorosamente familiar: era una de esas casas con ruedas en que yo había pasado la mayor parte de mi vida. La esposa de Roent, Reta, iba sentada en la parte delantera de ese vehículo. Adoptaba un semblante severo cuando observaba a los hombres que cargaban los carromatos, pero sonreía cuando hablaba con una niña que estaba de pie allí cerca.
Deduje que la niña era una pasajera, como yo. Tenía aproximadamente mi edad; quizá fuera un año mayor que yo, pero a esa edad un año marca una gran diferencia. Los Tahl tienen un dicho sobre los niños de nuestra edad: «El niño crece, pero la niña madura».
Llevaba pantalones y camisa, ropa sencilla y cómoda para viajar, y era lo bastante joven para que ese atuendo no resultara inadecuado. Su porte era tal que, si hubiera sido un año mayor, me habría visto obligado a considerarla una dama. Mientras hablaba con Reta se balanceaba hacia delante y hacia atrás con delicada elegancia y, al mismo tiempo, con exuberancia infantil. Tenía el cabello negro y largo, y…
Resumiendo: era hermosa. Hacía mucho tiempo que yo no veía nada hermoso.
Roent siguió la dirección de mi mirada y dijo:
– Por la noche todos ayudan a montar el campamento. Todos montan guardia por turnos. Si te duermes durante tu guardia, te quedas atrás. Comes con nosotros, sea lo que sea lo que haya cocinado mi esposa. Si te quejas, te quedas atrás. Si caminas demasiado despacio, te quedas atrás. Si molestas a la niña… -pasó una mano por su densa y negra barba- te la juegas.
Читать дальше