Una vez terminada la batalla, y cuando el enemigo ya se había retirado detrás de las puertas de piedra, los supervivientes encontraron el cadáver de Lanre, frío e inerte, cerca de la bestia que había matado. La noticia de la muerte de Lanre se extendió rápidamente, cubriendo el campo de batalla con un manto de desesperación. Habían ganado la batalla y habían cambiado el curso de la guerra, pero todos sentían un frío intenso en su interior. La pequeña llama de esperanza que todos habían cultivado empezó a parpadear y a apagarse. Habían depositado todas sus esperanzas en Lanre, y Lanre estaba muerto.
En medio del silencio, Lyra se quedó de pie junto al cadáver de Lanre y pronunció su nombre. Su voz era un precepto. Su voz era de acero y de piedra. Su voz le ordenaba que volviera a vivir. Pero Lanre yacía inmóvil y muerto.
Con temor, Lyra se arrodilló junto al cadáver de Lanre y susurró su nombre. Su voz era una llamada. Su voz era de amor y de deseo. Su voz le pedía que volviera a vivir. Pero Lanre yacía frío y muerto.
Desesperada, Lyra se echó sobre el cadáver de Lanre y lloró su nombre. Su voz era un susurro. Su voz era de eco y de vacío. Su voz le suplicaba que volviera a vivir. Pero Lanre yacía sin aliento y muerto.
Lanre estaba muerto. Lyra lloraba y le tocaba la cara con manos temblorosas. Alrededor, los hombres giraron la cabeza, porque era menos doloroso contemplar el campo ensangrentado que el dolor de Lyra.
Pero Lanre oyó la llamada de Lyra. Lanre se volvió hacia el sonido de su voz y fue hacia ella. Lanre regresó de detrás de las puertas de la muerte. Pronunció el nombre de su esposa y abrazó a Lyra para consolarla. Abrió los ojos e hizo cuanto pudo para enjugarle las lágrimas con sus temblorosas manos. Y entonces respiró hondo y volvió a la vida.
Los supervivientes de la batalla vieron moverse a Lanre y se maravillaron. La débil esperanza de paz que cada uno de ellos había alimentado durante tanto tiempo ardió con intensidad en su interior.
– ¡Lanre y Lyra! -gritaban con voz atronadora-. ¡El amor de nuestro señor es más fuerte que la muerte! ¡La voz de nuestra señora lo ha devuelvo a la vida! ¡Juntos han derrotado a la muerte! Juntos, ¿cómo no van a conseguir la victoria?
La guerra continuó, pero ahora que Lanre y Lyra luchaban hombro con hombro, el futuro parecía menos desalentador. Pronto todos supieron la historia de cómo Lanre había muerto, y de cómo su amor y el poder de Lyra lo habían devuelto a la vida. Por primera vez la gente podía hablar abiertamente de paz sin que la consideraran necia o loca.
Pasaron los años. Los enemigos del imperio estaban cada vez más debilitados y más desesperados, y hasta los más cínicos se percataban de que el fin de la guerra estaba próximo.
Entonces empezaron a circular rumores: Lyra estaba enferma. Habían secuestrado a Lyra. Lyra había muerto. Lanre había huido del imperio. Lanre había enloquecido. Algunos incluso decían que Lanre se había suicidado y había ido a reunirse con su esposa en la tierra de los muertos. Había historias en abundancia, pero nadie sabía la verdad.
En medio de todos esos rumores, Lanre llegó a Myr Tariniel. Llegó solo, con su espada de plata y su cota de malla negra de hierro. La cota de malla se le adhería al cuerpo como una segunda piel de sombra. La había forjado con el armazón de la bestia que había matado en Vessten Tor.
Lanre pidió a Selitos que lo acompañara fuera de la ciudad. Selitos accedió, con la esperanza de que Lanre le revelara qué problema tenía y dispuesto a ofrecerle todo el consuelo que puede ofrecer un amigo. Solían darse consejos mutuamente, porque ambos eran señores entre sus gentes.
Selitos había oído los rumores, y estaba preocupado. Temía por la salud de Lyra, pero sobre todo temía por Lanre. Selitos era un hombre sabio. Sabía que el sufrimiento puede afectar gravemente al corazón, y que las pasiones conducen a hombres buenos al delirio.
Juntos recorrieron los senderos de las montañas; Lanre iba delante. Llegaron a una cima desde donde se contemplaba una vasta extensión de tierras. Las orgullosas torres de Myr Tariniel brillaban a la luz del ocaso.
Tras un largo silencio, Selitos dijo:
– He oído terribles rumores sobre tu esposa.
Lanre no dijo nada, y Selitos dedujo que Lyra había muerto.
Tras otra larga pausa, Selitos volvió a intentarlo:
– Aunque no sé qué ha pasado, Myr Tariniel está contigo, y te prestaré toda la ayuda que se puede prestar a un amigo.
– Ya me has dado suficiente, viejo amigo -replicó Lanre, y le puso una mano en el hombro a Selitos-. Silanxi, te vinculo; por el nombre de la piedra, que permanezcas inmóvil. Aeruh, le ordeno al aire que pese sobre tu lengua. Selitos, te nombro; que te abandonen todos tus poderes salvo el de la visión.
En todo el mundo solo había tres personas que supieran de nombres tanto como Selitos: Aleph, Iax y Lyra. Lanre no tenía don para los nombres; su poder residía en la fuerza de su brazo. Su intento de vincular a Selitos mediante su nombre era tan inútil como el de un niño de atacar a un soldado con una vara de sauce.
Sin embargo, el poder de Lanre descendió sobre él como una pesada carga, como un torno de hierro, y Selitos comprobó que no podía moverse ni hablar. Se quedó allí de pie, quieto como una estatua, sin poder hacer otra cosa que maravillarse: ¿cómo había conseguido Lanre ese poder?
Confundido y desesperado, Selitos vio que la noche descendía sobre las montañas. Horrorizado, vio que parte de esa oscuridad que lo invadía todo era, de hecho, un gran ejército que se acercaba a Myr Tariniel. Y lo peor era que no sonaban las campanas de alerta. Selitos solo podía contemplar cómo el ejército se acercaba más y más sin que nadie lo advirtiera.
El enemigo masacró e incendió Myr Tariniel; cuanto menos hablemos de lo que sucedió, mejor. Las blancas murallas quedaron calcinadas y de las fuentes brotaba sangre. Durante una noche y un día, Selitos permaneció allí de pie, impotente, junto a Lanre, sin poder hacer otra cosa que mirar y escuchar los gritos de los moribundos, el resonar del hierro, los crujidos de la piedra al romperse.
A la mañana siguiente, cuando la luz del amanecer iluminó las torres ennegrecidas de la ciudad, Selitos comprobó que ya podía moverse. Se volvió hacia Lanre, y esa vez la visión no le falló. Vio en Lanre una gran oscuridad y un espíritu atormentado. Pero Selitos todavía notaba las cadenas del sortilegio que lo inmovilizaba. Lidiando con la rabia y el desconcierto, dijo:
– ¿Qué has hecho, Lanre?
Lanre siguió contemplando las ruinas de Myr Tariniel. Estaba encorvado, como si llevara un gran peso sobre los hombros. Con voz cansina, dijo:
– ¿Se me consideraba un buen hombre, Selitos?
– Eras de los mejores. Te considerábamos impecable.
– Y sin embargo, mira lo que he hecho.
Selitos no podía mirar su ciudad en ruinas.
– Sí, mira lo que has hecho -concedió-. ¿Por qué?
Lanre hizo una pausa.
– Mi esposa ha muerto -dijo-. He sido víctima del engaño y de la traición, pero soy el único responsable de su muerte. -Tragó saliva y giró la cabeza para contemplar el paisaje.
Selitos lo imitó. Desde el mirador donde se encontraban, divisó unas columnas de humo negro. Selitos comprendió, con certeza y horror, que Myr Tariniel no era la única ciudad que había quedado destruida. Los aliados de Lanre habían devastado los últimos bastiones del imperio.
Lanre se volvió.
– Y eso que era de los mejores. -Era terrible contemplar el rostro de Lanre; el dolor y la desesperación habían hecho estragos en él-. ¡Yo, un hombre al que todos consideraban sabio y bueno, soy el responsable de todo esto! -Agitó los brazos-. Imagínate las infamias que un hombre de menos valía que yo puede ocultar en su corazón. -Lanre contempló Myr Tariniel, y lo invadió una especie de paz-. Para ellos, al menos, todo ha terminado. Ahora ya están a salvo. A salvo de las innumerables desgracias de la vida diaria. A salvo de los dolores de un destino injusto.
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