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Cassandra Clare: Ciudad de hueso

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Cassandra Clare Ciudad de hueso

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Cuando la adolescente de quince años, Clary Fray, entra en el Pandemonium Club, en la ciudad de Nueva York, difícilmente podía imaginarse que terminaría siendo testigo de un asesinato, y mucho menos de un asesinato cometido por tres adolescentes con extraños tatuajes y extrañas armas. Clary sabe que debe avisar a la policía, pero es difícil explicar un asesinato cuando el cuerpo desaparece en el aire, sin dejar ni siquiera una gota de sangre, y los asesinos son invisibles para todo el mundo, salvo para ella… Este es su primer encuentro con los Shadowhunters (Cazadores de Sombras), guerreros dedicados a erradicar a los demonios de la tierra, es también su primer encuentro con Jace, un cazador que luce como un ángel pero se comporta como un idiota… En veinticuatro horas Clary se ve envuelta por el mundo de Jace con una venganza, porque su madre ha desaparecido y fue atacada por un demonio. Pero… ¿por qué los demonios estarían interesados en personas comunes como Clary y su madre? ¿Y cómo de repente Clary consigue la Vista? A los Cazadores les encantaría saberlo. Premio Yalsa Teens 2008. Demonios, hombres lobo, vampiros, ángeles y hadas conviven en esta trilogía de fantasía urbana donde no falta el romance.

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Estaban en un local mexicano del barrio, un cuchitril llamado Mama Nacho.

– Como si castigarme una semana sí otra no, no fuera bastante malo. Ahora estaré exiliada durante el resto del verano.

– Bueno, ya lo sabes, tú madre se pone así de vez en cuando -repuso Simón-. Como cuando aspira o espira. -Le sonrió de oreja a oreja desde detrás de su burrito vegetariano.

– Vale, tú puedes actuar como si fuera divertido -dijo ella-. No es a ti a quien van a arrastrar en medio de ninguna parte durante Dios sabe cuánto tiempo…

– Clary -Simón interrumpió su diatriba-, yo no soy la persona con la que estás furiosa. Además, no va a ser permanente.

– ¿Cómo lo sabes?

– Bueno, porque conozco a tu madre -respondió él, tras una pausa-. Quiero decir, tú y yo hemos sido amigos durante cuánto, ¿diez años ya? Sé que se pone así a veces. Se lo pensará mejor.

Clary tomó un chile de su plato y mordisqueó el borde, meditabunda.

– ¿Es eso cierto? -preguntó-. ¿Lo de conocerla, quiero decir? A veces me pregunto si alguien lo hace.

– Ahí me he perdido -repuso él, mirándola con un pestañeo.

Clary aspiró aire para refrescarse la ardiente boca.

– Quiero decir que nunca habla sobre sí misma. No sé nada sobre su infancia o su familia, ni demasiado de cómo conoció a mi padre. Ni siquiera tiene fotos de la boda. Es como si su vida empezara cuando me tuvo a mí. Eso es lo que siempre dice cuando le pregunto.

– Ah -Simón le hizo una mueca-, eso es bonito.

– No, no lo es. Es raro. Es raro que yo no sepa nada sobre mis abuelos. Quiero decir, sé que los padres de mi padre no fueron muy amables con ella, pero ¿tan malos son? ¿Qué clase de gente no quiere conocer a su nieta?

– Quizás ella los odia. Tal vez fueron groseros o algo así -sugirió Simón-. Tiene esas cicatrices.

Clary le miró sorprendida.

– ¿Tiene qué?

Él tragó un bocado de burrito.

– Esas cicatrices pequeñas y finas. Por toda la espalda y los brazos. He visto a tu madre en bañador, ya lo sabes.

– Jamás me he fijado en que tuviera cicatrices -repuso ella con seguridad-. Creo que imaginas cosas.

Él la miró fijamente, y parecía a punto de decir algo cuando el teléfono móvil de Clary, enterrado en su bolsa, empezó a sonar estridentemente. Clary lo sacó, contempló los números que parpadeaban en la pantalla e hizo una mueca.

– Es mi madre.

– Me he dado cuenta por la expresión de tu cara. ¿Vas a hablar con ella?

– No en estos momentos -contestó ella, sintiendo el familiar mordisco de la culpabilidad en el estómago, mientras el teléfono dejaba de sonar y se ponía en marcha el buzón de voz-. No quiero pelearme con ella.

– Siempre puedes quedarte en mi casa -ofreció Simón-. Todo el tiempo que quieras.

– Bueno, veremos si se tranquiliza primero.

Clary pulsó el botón del buzón de voz de su móvil. La voz de su madre sonó tensa, pero estaba claro que intentaba mostrarse desenfadada: «Cariño, lamento haberte soltado tan de sopetón los planes para ir de vacaciones. Ven a casa y charlaremos». Clary cortó la comunicación antes de que finalizara el mensaje, sintiéndose aún más culpable y al mismo tiempo todavía enojada.

– Quiere hablar.

– ¿Quieres hablar con ella?

– No lo sé. -Clary se pasó el dorso de la mano por los ojos-. ¿Todavía vas a ir al recital poético?

– Prometí que lo haría.

Clary se puso en pie, empujando la silla hacia atrás.

– Entonces iré contigo. La llamaré cuando acabe.

La correa de la bolsa de mensajero le resbaló por el brazo, y Simón se la volvió a subir distraídamente, dejando que los dedos se entretuvieran sobre la piel desnuda de su hombro.

En el exterior, el aire resultaba esponjoso debido a la humedad, humedad que rizaba los cabellos de Clary y le pegaba a Simón la camiseta azul a la espalda.

– Y bien, ¿cómo le va al grupo? -preguntó ella-. ¿Algo nuevo? Se oían muchos gritos de fondo cuando hablé contigo antes.

El rostro de su amigo se iluminó.

– Las cosas van la mar de bien -respondió-. Matt dice que conoce a alguien que podría conseguirnos una actuación en el Scrap Bar. Estamos buscando nombres otra vez.

– ¿Sí? -Clary ocultó una sonrisa.

En realidad, el grupo de Simón nunca tocaba nada. La mayor parte del tiempo lo pasaban en la salita de Simón, discutiendo sobre nombres y logotipos potenciales para el grupo. En ocasiones, Clary se preguntaba si alguno de ellos realmente sabía tocar un instrumento.

– ¿Qué hay sobre la mesa?

– Estamos eligiendo entre Conspiración Vegetal Marina y Panda Inmutable.

Clary meneó la cabeza.

– Los dos son terribles.

– Eric sugirió Tumbonas en Crisis.

– Tal vez Eric debería seguir con los videojuegos.

– Pero entonces tendríamos que encontrar un nuevo batería.

– Ah, ¿es eso lo que hace Eric? Pensaba que se limitaba a gorrearos dinero y a tratar de impresionar a las chicas de la escuela diciendo que pertenece a un grupo.

– Nada de eso -respondió Simón con toda tranquilidad-. Eric se ha reformado. Tiene una novia. Llevan tres meses saliendo.

– Prácticamente casados -dijo Clary, rodeando a una pareja que empujaba a una criatura en una sillita: una niña pequeña con pasadores de plástico amarillo en el cabello, que tenía agarrada firmemente un hada de juguete con alas color zafiro con listas doradas.

Por el rabillo del ojo, a Clary le pareció ver moverse las alas. Volvió la cabeza a toda velocidad.

– Lo que significa -continuó Simón-, que soy el unico miembro del grupo que no tiene una novia. Lo que, como ya sabes, es precisamente lo que se pretende al estar en un grupo. Conquistar a las chicas.

– Pensaba que se trataba de la música.

Un hombre con un bastón se cruzó en su paso, encaminándose a la calle Berkeley. Clary desvió rápidamente la vista, temiendo que si miraba a alguien durante demasiado tiempo, le crecerían alas, brazos extras o largas lenguas bífidas como las de las serpientes.

– De todos modos ¿a quién le importa si tienes una novia?

– A mí me importa -respondió Simón con melancolía-. Muy pronto, las únicas personas que no tendrán novia seremos yo y Wendell, el conserje de la escuela. Y él huele a limpiacristales.

– Siempre estará Sheila «Tanga» Barbarino -sugirió Clary.

Clary se había sentado detrás de ella en clase de matemáticas de noveno, y cada vez que a Sheila se le había caído el lápiz, lo que sucedía a menudo, Clary había disfrutado de una vista de la ropa interior de Sheila subiendo por encima de la cinturilla de sus vaqueros superbajos.

– Es con ella con quien Eric lleva saliendo los últimos tres meses -repuso Simón-. Su consejo fue que simplemente debía decidir qué chica de la escuela tenía el cuerpo más rocanrolero y pedirle para salir el primer día de clase.

– Eric es un cerdo sexista -afirmó Clary, no deseando, de repente, saber qué chica de la escuela pensaba Simón que tenía el cuerpo más rocanrolero-. Quizá deberíais llamar al grupo Los cerdos sexistas.

– No suena mal.

Simón no parecía haberse inmutado. Clary le hizo una mueca mientras su bolsa vibraba bajo la estridente melodía de su teléfono. Lo sacó del bolsillo con cremallera.

– ¿Es tu madre otra vez? -preguntó él.

Clary asintió. Veía a su madre mentalmente, pequeña y sola en la entrada de su apartamento. La sensación de culpabilidad le llenó el pecho.

Alzó la mirada hacia Simón, que la contemplaba con los ojos sombríos de preocupación. Su rostro le era tan familiar que podría haberlo bosquejado dormida. Pensó en las solitarias semanas que se extendían ante ella sin él, y volvió a meter el móvil en el bolso.

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