Cassandra Clare - Ciudad de hueso

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Cuando la adolescente de quince años, Clary Fray, entra en el Pandemonium Club, en la ciudad de Nueva York, difícilmente podía imaginarse que terminaría siendo testigo de un asesinato, y mucho menos de un asesinato cometido por tres adolescentes con extraños tatuajes y extrañas armas. Clary sabe que debe avisar a la policía, pero es difícil explicar un asesinato cuando el cuerpo desaparece en el aire, sin dejar ni siquiera una gota de sangre, y los asesinos son invisibles para todo el mundo, salvo para ella…
Este es su primer encuentro con los Shadowhunters (Cazadores de Sombras), guerreros dedicados a erradicar a los demonios de la tierra, es también su primer encuentro con Jace, un cazador que luce como un ángel pero se comporta como un idiota… En veinticuatro horas Clary se ve envuelta por el mundo de Jace con una venganza, porque su madre ha desaparecido y fue atacada por un demonio. Pero… ¿por qué los demonios estarían interesados en personas comunes como Clary y su madre? ¿Y cómo de repente Clary consigue la Vista? A los Cazadores les encantaría saberlo.
Premio Yalsa Teens 2008. Demonios, hombres lobo, vampiros, ángeles y hadas conviven en esta trilogía de fantasía urbana donde no falta el romance.

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– Todo va bien, mamá. Estoy perfectamente. Voy de camino a casa…

– ¡No! -El terror hizo chirriar la voz de Jocelyn-. ¡No vengas a casa! ¿Me entiendes, Clary? Ni se te ocurra venir a casa. Ve a casa de Simón. Ve directamente a casa de Simón y quédate ahí hasta que pueda…

Un ruido de fondo la interrumpió: el sonido de algo que caía, que se hacía añicos, algo pesado golpeando el suelo…

– ¡Mamá! -gritó Clary en el teléfono-. ¿Mamá, estás bien?

Del teléfono surgió un fuerte zumbido, y la voz de la madre de Clary se abrió paso a través de la estática.

– Sólo prométeme que no vendrás a casa. Ve a casa de Simón y llama a Luke… dile que me ha encontrado…

Sus palabras quedaron ahogadas por un fuerte estrépito parecido al de la madera al astillarse.

– ¿Quién te ha encontrado? Mamá, ¿has llamado a la policía? ¿Lo has hecho…?

Su desesperada pregunta quedó interrumpida por un sonido que Clary jamás olvidaría: un discordante sonido deslizante, seguido por un golpe sordo. Oyó cómo su madre aspiraba con fuerza.

– Te quiero, Clary -le oyó decir, con voz inquietantemente tranquila.

El teléfono se desconectó.

* * *

– ¡Mamá! -aulló Clary al teléfono-. ¿Mamá, estás ahí?

«Fin de la llamada», apareció en la pantalla. Pero ¿por qué habría colgado su madre de aquel modo?

– Clary -dijo Jace, y fue la primera vez que le oyó decir su nombre-. ¿Qué sucede?

Clary hizo caso omiso de él. Oprimió febrilmente el botón que marcaba el número de su casa. No hubo respuesta, aparte del doble tono que indicaba que estaba comunicando.

Las manos de Clary habían empezado a temblar de un modo incontrolable. Cuando intentó volver a marcar, el teléfono se le resbaló de la temblorosa mano y golpeó violentamente contra la acera. Se dejó caer de rodillas para recuperarlo, pero ya no funcionaba, había una larga raja bien visible sobre la parte frontal.

– ¡Maldita sea!

Casi llorando, arrojó el teléfono al suelo.

– Para de una vez. -Jace tiró de ella para incorporarla, agarrándola por la muñeca-. ¿Ha sucedido algo?

– Dame tu teléfono -dijo Clary, extrayendo un objeto oblongo de metal negro del bolsillo de la camisa de Jace-. Tengo que…

– No es un teléfono -repuso Jace, sin hacer el menor intento de recuperarlo-. Es un sensor. No podrás utilizarlo.

– ¡Pero necesito llamar a la policía!

– Primero dime lo que ha sucedido. -Ella intentó liberar violentamente la muñeca, pero él la asía con una fuerza increíble-. Puedo ayudarte.

La cólera inundó a Clary, como una marea ardiente recorriéndole las venas. Sin siquiera pensar en lo que hacía, le golpeó en la cara, arañándole la mejilla, y él se echó hacia atrás sorprendido. Clary se soltó y corrió hacia las luces de la Séptima Avenida.

Cuando alcanzó la calle, se volvió en redondo, medio esperando ver a Jace pisándole los talones. Pero el callejón estaba vacío. Por un momento, clavó la mirada, indecisa, en las sombras. Nada se movía en su interior. Se volvió de nuevo y corrió hacia su casa.

Rapiñador

La noche se había vuelto aún más calurosa y correr a casa fue como nadar a toda velocidad en sopa hirviendo. En la esquina de su bloque, Clary se vio atrapada por un semáforo en rojo. Se removió nerviosamente arriba y abajo sobre las puntas de los pies, mientras el tráfico pasaba zumbando en una masa borrosa de faros. Intentó volver a llamar a su casa, pero Jace no le había mentido: su teléfono no era un teléfono. Al menos no se parecía a ningún teléfono que Clary hubiese visto antes. Los botones del sensor no tenían números, sólo más de aquellos símbolos extravagantes, y no había pantalla.

Mientras trotaba calle arriba en dirección a su casa, vio que las ventanas del segundo piso estaban iluminadas, la acostumbrada señal de que su madre estaba en casa.

«Estupendo -se dijo-. Todo está bien.»

Pero sintió un nudo en el estómago en cuanto pisó la entrada. La luz del techo se había fundido, y el vestíbulo estaba a oscuras. Las sombras parecían llenas de movimientos clandestinos. Con un estremecimiento, empezó a subir la escalera.

– ¿Y a dónde crees que vas? -dijo una voz.

Clary se volvió.

– ¿Qué…?

Se interrumpió. Sus ojos se estaban ajustando a la penumbra, y podía distinguir la forma de un sillón enorme, colocado frente a la puerta cerrada de madame Dorothea. La anciana estaba encajada en el interior como un cojín demasiado relleno. En la penumbra, Clary solo distinguió la forma redonda del rostro empolvado, el abanico de encaje blanco en la mano y la abertura de la boca cuando habló.

– Tu madre -dijo Dorothea-, ha estado haciendo un buen barullo ahí arriba. ¿Qué está haciendo? ¿Moviendo muebles?

– No creo…

– Y la luz de la escalera se ha fundido, ¿te has dado cuenta? -Dorothea golpeteó el brazo del asiento con el abanico-. ¿No puede hacer tu madre que su novio la cambie?

– Luke no es…

– La claraboya también necesita que la laven. Está asquerosa. No me sorprende que esto esté casi tan oscuro como la boca del lobo.

«Luke NO es el casero», quiso decirle Clary, pero no lo hizo. Aquello era típico de su anciana vecina. Una vez que consiguiera que Luke pasara por allí y cambiara la bombilla, le pediría que hiciera un centenar de otras cosas: ir a recogerle la compra, limpiar la ducha. En una ocasión le había hecho hacer pedazos un viejo sofá con una hacha para poderlo sacar del apartamento sin tener que desmontar la puerta de sus goznes.

– Lo preguntaré -dijo Clary, suspirando.

– Será mejor que lo hagas. -Dorothea cerró el abanico de golpe con un movimiento de muñeca.

La sensación de Clary de que algo no iba bien no hizo más que acrecentarse cuando llegó a la puerta del apartamento. Estaba sin cerrar con llave, algo entreabierta, derramando un haz de luz en forma de cuña sobre el rellano. Con una sensación de creciente pánico, empujó la puerta para abrirla del todo.

Dentro del apartamento, las luces estaban prendidas: todas las amparas refulgían encendidas en toda su luminosidad. El resplandor le hirió los ojos.

Las llaves y el bolso rosa de su madre estaban sobre el pequeño estante de hierro forjado situado junto a la puerta, donde siempre los dejaba.

– ¿Mamá? -llamó-. Mamá, estoy en casa.

No hubo respuesta. Entró en la sala. Las dos ventanas estaban abiertas, con metros de diáfanas cortinas blancas ondulando en la brisa, igual que fantasmas inquietos. Únicamente cuando el viento amainó y las cortinas se quedaron quietas, advirtió Clary que habían arrancado los almohadones del sofá y los habían desperdigado por la habitación. Algunos estaban desgarrados longitudinalmente, con las entrañas de algodón derramándose sobre el suelo. Habían volcado las estanterías y esparcido su contenido. La banqueta del piano estaba caída de costado, abierta como una herida, con los queridos libros de música de Jocelyn desparramados por el suelo.

Lo más aterrador eran los cuadros. Cada uno de ellos había sido cortado del marco y rasgado a tiras, que estaban esparcidas por el suelo. Sin duda lo habían hecho con un cuchillo; resultaba casi imposible romper una tela con las manos. Los marcos vacíos parecían huesos pelados. Clary sintió que un grito se alzaba en el interior de su pecho.

– ¡Mamá! -chilló-. ¿Dónde estás? ¡Mami!

No había llamado «mami» a Jocelyn desde que cumplió los ocho.

Con el corazón desbocado, corrió al interior de la cocina. Estaba vacía; las puertas de los armarios, abiertas; una botella de salsa de Tabasco rota vertía picante líquido rojo sobre el linóleo. Sintió las rodillas como si fueran bolsas de agua. Sabía que debía salir corriendo del apartamento, llegar hasta un teléfono, llamar a la policía. Pero todas aquellas cosas parecían distantes; primero necesitaba encontrar a su madre, necesitaba ver que estaba bien. ¿Y si habían entrado ladrones y su madre se había defendido…?

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