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Cassandra Clare: Ciudad de hueso

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Cassandra Clare Ciudad de hueso

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Cuando la adolescente de quince años, Clary Fray, entra en el Pandemonium Club, en la ciudad de Nueva York, difícilmente podía imaginarse que terminaría siendo testigo de un asesinato, y mucho menos de un asesinato cometido por tres adolescentes con extraños tatuajes y extrañas armas. Clary sabe que debe avisar a la policía, pero es difícil explicar un asesinato cuando el cuerpo desaparece en el aire, sin dejar ni siquiera una gota de sangre, y los asesinos son invisibles para todo el mundo, salvo para ella… Este es su primer encuentro con los Shadowhunters (Cazadores de Sombras), guerreros dedicados a erradicar a los demonios de la tierra, es también su primer encuentro con Jace, un cazador que luce como un ángel pero se comporta como un idiota… En veinticuatro horas Clary se ve envuelta por el mundo de Jace con una venganza, porque su madre ha desaparecido y fue atacada por un demonio. Pero… ¿por qué los demonios estarían interesados en personas comunes como Clary y su madre? ¿Y cómo de repente Clary consigue la Vista? A los Cazadores les encantaría saberlo. Premio Yalsa Teens 2008. Demonios, hombres lobo, vampiros, ángeles y hadas conviven en esta trilogía de fantasía urbana donde no falta el romance.

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– Por fin tenemos suerte.

Simón abrió la portezuela de un tirón y se deslizó al interior del asiento trasero, forrado de plástico. Clary le siguió, inhalando el familiar olor a humo rancio de cigarrillo, cuero y fijador de pelo de los taxis de Nueva York.

– Vamos a Brooklyn -indicó Simón al taxista, y luego volvió la cabeza hacia Clary-. Oye, sabes que puedes contarme cualquier cosa, ¿de acuerdo?

Ella vaciló un instante, luego asintió.

– Seguro, Simón -respondió-, sé que puedo hacerlo.

Cerró la portezuela de un golpe tras ella, y el taxi se puso en marcha, perdiéndose en la noche.

Secretos y mentiras

El oscuro príncipe estaba sentado a horcajadas sobre su negro corcel, con su capa de marta cibelina ondeando a la espalda. Un aro de oro le sujetaba los rizos rubios, el apuesto rostro aparecía helado con la furia de la batalla y…

– Y su brazo parecía una berenjena -masculló Clary para sí, exasperada.

El dibujo no salía. Con un suspiro arrancó otra hoja más de su bloc de dibujo, la arrugó y la arrojó contra la pared naranja de su dormitorio. El suelo estaba ya repleto de bolas de papel desechadas, una señal inequívoca de que sus jugos creativos no fluían del modo que había esperado. Deseó por milésima vez poder ser un poco más como su madre. Todo lo que Jocelyn Fray dibujaba, pintaba o esbozaba era hermoso, y aparentemente realizado sin esfuerzo.

Se quitó los auriculares, interrumpiendo Stepping Razor en mitad de la canción, y se frotó las doloridas sienes. Sólo entonces se dio cuenta de que el potente y agudo sonido de un teléfono retumbaba por el apartamento. Arrojó el bloc de dibujo sobre la cama, se puso en pie de un salto y corrió a la salita, donde el rojo teléfono retro descansaba sobre una mesa cerca de la puerta principal.

– ¿Clarissa Fray?

La voz al otro lado del teléfono sonaba familiar, aunque no inmediatamente identificable.

Clary retorció nerviosamente el cordón del teléfono alrededor del dedo.

– ¿Sííí?

– Hola, soy uno de los gamberros con cuchillo que conociste anoche en el Pandemónium. Me temo que te causé una mala impresión y esperaba que me dieras la oportunidad de resarcirte…

– ¡SIMÓN! -Clary mantuvo el teléfono alejado del oído mientras él soltaba una carcajada-. ¡No tiene gracia!

– Ya lo creo que la tiene. Simplemente no le ves el lado cómico.

– Estúpido. -Clary suspiró, recostándose en la pared-. No te estarías riendo de haber estado aquí cuando llegué a casa anoche.

– ¿Por qué no?

– Mi madre. No le gustó que llegáramos tarde. Le dio un ataque. Fue desagradable.

– ¿Qué? ¡No es culpa tuya que hubiera tráfico! -protestó Simón, que era el más joven de tres hermanos y tenía un sentido muy agudizado de la injusticia familiar.

– Ya, bueno, ella no lo ve de ese modo. La decepcioné, le fallé, hice que se preocupara, bla, bla, bla. Soy la cruz de su existencia -continuó ella, imitando la precisa fraseología de su madre y con sólo una leve punzada de culpabilidad.

– Así que, ¿estás castigada? -preguntó Simón, en un tono un poco demasiado alto.

Clary pudo oír el ruido sordo de voces detrás de él; personas que discutían entre sí.

– No lo sé aún -respondió-. Mi madre salió esta mañana con Luke, y todavía no han regresado. ¿Dónde estás tú, de todos modos? ¿En casa de Eric?

– Sí. Acabamos de terminar el ensayo.

Se oyó el batir de un platillo detrás de Simón. Clary se estremeció.

– Eric va a dar un recital de poesía en Java Jones esta noche -siguió Simon mencionando una cafetería situada en la esquina donde vivía Clary, que en ocasiones ofrecía música en vivo por la noche-. Toda la banda acudirá para mostrarle su respaldo. ¿Quieres venir?

– si, de acuerdo. -Clary hizo una pausa, dando ansiosos tironcitos al cordón del teléfono-. Espera, no.

– Queréis callaros, chicos? -chilló Simón; el débil tono de su voz hizo que Clary sospechara que sostenía el teléfono apartado de la boca; al cabo de un segundo reanudó la conversación, con voz que sonó preocupada-. ¿Eso ha sido un sí o un no?

– No lo sé. -Clary se mordió el labio-. Mi madre sigue enfurecida conmigo por lo de anoche. No estoy segura de querer cabrearla pidiéndole un favor. Si voy a tener problemas, no quiero que sea por la asquerosa poesía de Eric.

– Vamos, no es tan mala -dijo Simón.

Eric vivía al lado de Simón, y los dos muchachos se conocían de casi toda la vida. No eran íntimos del modo en que Simón y Clary lo eran, pero habían formado un grupo de rock al inicio del segundo año de secundaria, junto con los amigos de Eric: Matt y Kirk. Ensayaban religiosamente todas las semanas en el garaje de los padres de Eric.

– Además, no es un favor -añadió Simón-, es un certamen de poesía en la esquina del bloque que hay frente a tu casa. No es como si te estuviera invitando a una orgía en Hoboken. Tu madre puede venir contigo si quiere.

– ¡ORGÍA EN HOBOKEN!

Oyó Clary que alguien chillaba, probablemente Eric. Se oyó el estrépito de otro platillo. Imaginó a su madre escuchando a Eric leer su poseía y se estremeció interiormente.

– No sé. Si aparecéis todos por aquí, creo que le dará algo.

– Entonces iré solo. Te recogeré y así vamos juntos y nos encontramos con el resto allí. A tu madre no le importará. Me adora.

Clary tuvo que echarse a reír.

– Una señal de su discutible buen gusto, si me lo preguntas.

– Nadie te lo ha preguntado.

Simón colgó en medio de gritos procedentes de sus compañeros de la banda.

Clary colgó el teléfono y echó un vistazo a la salita. Por todas partes había pruebas de las tendencias artísticas de Jocelyn, su madre, desde los cojines de terciopelo hechos a mano apilados sobre el sofá rojo oscuro, a las paredes llenas de cuadros cuidadosamente enmarcados, paisajes en su mayoría: las calles sinuosas del centro de Manhattan iluminadas con una luz dorada; escenas de Prospect Park en invierno, con los grises estanques bordeados de una fina puntilla de hielo blanco.

En la repisa sobre la chimenea había una foto enmarcada del padre de Clary. Un hombre rubio de aspecto meditabundo en uniforme militar, y con delatores trazos de arrugas de expresión en el rabillo de los ojos. Había sido un soldado condecorado por su servicio en el extranjero. Jocelyn tenía algunas de sus medallas en una cajita junto a la cama, aunque las medallas no sirvieron de nada cuando Jonathan Clark estrelló su coche contra un árbol a las afueras de Albany y murió incluso antes de que naciera su hija.

Tras su muerte, Jocelyn había vuelto a usar su nombre de soltera. Nunca hablaba del padre de Clary, pero guardaba la caja grabada con sus iniciales, J. C, junto a la cama. Con las medallas había una o dos fotografías, una alianza y un solitario mechón de cabello rubio. En ocasiones, Jocelyn sacaba la caja, la abría y sostenía el mechón de pelo con gran delicadeza antes de devolverlo a su sitio y cerrar de nuevo cuidadosamente la caja con llave.

El sonido de la llave al girar en la puerta principal sacó a Clary de su ensueño. A toda prisa, se dejó caer sobre el sofá e intentó dar la impresión de estar inmersa en uno de los libros en rústica que su madre había dejado apilados en la mesita auxiliar. Jocelyn concedía a la lectura la categoría de pasatiempo sagrado, y por lo general, no interrumpiría a Clary en plena lectura de un libro, ni siquiera para echarle una bronca.

La puerta se abrió con un golpazo. Era Luke, con los brazos llenos de lo que parecían enormes pedazos cuadrados de cartón. Cuando los depositó en el suelo, Clary vio que eran cajas, plegadas planas. Luke se enderezó y se volvió hacia ella con una sonrisa.

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