– Yo, por mi parte -siguió diciendo Simón-, me estoy divirtiendo una barbaridad.
Eso parecía improbable. Simón, como siempre, resultaba totalmente fuera de lugar en el club, vestido con vaqueros y una camiseta vieja en cuya parte delantera se leía «MADE IN BROOKLYN». Sus cabellos recién lavados eran de color castaño oscuro en lugar de verdes o rosas, y sus gafas descansaban torcidas sobre la punta de la nariz. Daba más la impresión de ir de camino al club de ajedrez que no de estar reflexionando sobre los poderes de la oscuridad.
– Mmmm… hmm.
Clary sabía perfectamente que la acompañaba a Pandemónium sólo porque a ella le gustaba el lugar, y que él lo consideraba aburrido. Ella ni siquiera estaba segura de por qué le gustaba ese sitio: las ropas, la música lo convertían en algo parecido a un sueño, en la vida de otra persona, en algo totalmente distinto a su aburrida vida real. Pero siempre era demasiado tímida para hablar con nadie que no fuera Simón.
El chico de los cabellos azules empezaba a abandonar la pista de baile. Parecía un poco perdido, como si no hubiese encontrado a la persona que buscaba. Clary se preguntó qué sucedería si se acercaba y se presentaba, si se ofrecía a mostrarle el lugar. A lo mejor se limitaría a mirarla fijamente. O quizá también fuera tímido. Tal vez se sentiría agradecido y complacido, e intentaría no demostrarlo, como hacían los chicos…, pero ella lo sabría. A lo mejor…
El chico de los cabellos azules se irguió de repente, cuadrándose, igual que un perro de caza marcando la presa. Clary siguió la dirección de su mirada, y vio a la muchacha del vestido blanco.
«Ah, vaya -pensó, intentando no sentirse como un globo de colores desinflado-, supongo que eso es todo». La chica era guapísima, la clase de chica que a Clary le habría gustado dibujar: alta y delgada como un palo, con una larga melena negra. Incluso a aquella distancia, Clary pudo ver el colgante rojo que le rodeaba la garganta. Palpitaba bajo las luces de la pista igual que un corazón incorpóreo arrancado del pecho.
– Creo -prosiguió Simón- que esta tarde DJ Bat está realizando un trabajo particularmente excepcional. ¿No estás de acuerdo?
Clary puso los ojos en blanco y no respondió: Simón odiaba la música trance . Clary tenía la atención fija en la muchacha del vestido blanco. Por entre la oscuridad, el humo y la niebla artificial, el pálido vestido brillaba como un faro. No era de extrañar que el chico de los cabellos azules la siguiera como si se hallara bajo un hechizo, demasiado abstraído para reparar en nada más a su alrededor; ni siquiera en las dos figuras oscuras que le pisaban los talones, serpenteando tras él por entre la multitud.
Clary bailó más despacio y miró con atención. A duras penas distinguió que las dos figuras eran muchachos, altos y vestidos de negro. No podría haber dicho cómo sabía que seguían al otro muchacho, pero lo sabía. Lo veía en el modo en que se mantenían tras él, en su atenta vigilancia, en la elegancia furtiva de sus movimientos. Un tímido capullo de aprensión empezó a abrirse en su pecho.
– Por lo pronto -añadió Simón-, quería decirte que últimamente he estado haciendo travestismo. También me estoy acostando con tu madre. Creo que deberías saberlo.
La muchacha había llegado a la pared y abría una puerta con el letrero de «PROHIBIDA LA ENTRADA». Hizo una seña al joven de los cabellos azules para que la siguiera, y ambos se deslizaron al otro lado. No era nada que Clary no hubiese visto antes, una pareja escapándose a los rincones oscuros del club para pegarse el lote; pero hacía que resultara aún más raro que los estuvieran siguiendo.
Se alzó de puntillas, intentando ver por encima de la multitud. Los dos chicos se habían detenido ante la puerta y parecían hablar entre sí. Uno de ellos era rubio, el otro moreno. El rubio introdujo la mano en la chaqueta y sacó algo largo y afilado que centelleó bajo las luces estroboscópicas. Un cuchillo.
– ¡Simón! -chilló Clary, y le agarró del brazo.
– ¿Qué? -Simón pareció alarmado-. No me estoy acostando realmente con tu madre, ya sabes. Sólo intentaba atraer tu atención. Aunque no es que tu madre no sea una mujer muy atractiva, para su edad.
– ¿Ves a esos chicos?
Señaló bruscamente, golpeando casi a una curvilínea muchacha negra que bailaba a poca distancia. La chica le lanzó una mirada malévola.
– Lo siento…, lo siento. -Clary se volvió otra vez hacia Simón-. ¿Ves a esos dos chicos de ahí? ¿Junto a esa puerta?
Simón entrecerró los ojos, luego se encogió de hombros.
– No veo nada.
– Son dos. Estaban siguiendo al chico del cabello azul…
– ¿El que pensabas que era guapo?
– Sí, pero ésa no es la cuestión. El rubio ha sacado un cuchillo.
– ¿Estás segura? -Simón miró con más intensidad, meneando la cabeza-. Sigo sin ver a nadie.
– Estoy segura.
Repentinamente todo eficiencia, Simón sacó pecho.
– Iré en busca de uno de los guardas de seguridad. Tú quédate aquí.
Marchó a grandes zancadas, abriéndose paso por entre el gentío.
Clary se volvió justo a tiempo de ver al chico rubio franquear la puerta en la que ponía «PROHIBIDA LA ENTRADA», con su amigo pegado a él. Miró a su alrededor; Simón seguía intentando avanzar a empujones por la pista de baile, pero no hacía muchos progresos. Incluso aunque ella gritara ahora, nadie la oiría, y para cuando Simón regresara, algo terrible podría haber sucedido ya. Mordiéndose con fuerza el labio inferior, Clary empezó a culebrear por entre la gente.
* * *
– ¿Cómo te llamas?
Ella se volvió y sonrió. La tenue luz que había en el almacén se derramaba sobre el suelo a través de altas ventanas con barrotes cubiertos de mugre. Montones de cables eléctricos, junto con pedazos rotos de bolas de discoteca y latas desechadas de pintura, cubrían el suelo.
– Isabelle.
– Es un nombre bonito.
Avanzó hacia ella, pisando con cuidado por entre los cables por si acaso alguno tenía corriente. Bajo la débil luz, la muchacha parecía medio transparente, desprovista de color, envuelta en blanco como un ángel; sería un placer hacerla caer…
– No te he visto por aquí antes.
– ¿Me estás preguntando si vengo por aquí a menudo?
Lanzó una risita tonta, tapándose la boca con la mano. Llevaba una especie de brazalete alrededor de la muñeca, justo bajo el puño del vestido; entonces, al acercarse más a ella, el muchacho vio que no era un brazalete sino un dibujo hecho en la piel, una matriz de líneas en espiral.
Se quedó paralizado.
– Tú…
No terminó de decirlo. La muchacha se movió con la velocidad del rayo, arremetiendo contra él con la mano abierta, asestando un golpe en su pecho que lo habría derribado sin resuello de haber sido un ser humano. Retrocedió tambaleante, y entonces ella tenía ya algo en la mano, un látigo serpenteante que centelleó dorado cuando lo hizo descender hacia el suelo, enroscándoselo en los tobillos para derribarlo violentamente. El chico se golpeó contra el suelo, retorciéndose mientras el odiado metal se clavaba profundamente en su carne. Ella rió, vigilándole, y de un modo confuso, él se dijo que tendría que haberlo sabido. Ninguna chica humana se habría puesto un vestido como el que llevaba Isabelle, que le servía para cubrir su piel…, toda la piel.
La muchacha dio un fuerte tirón al látigo, asegurándolo. Su sonrisa centelleó igual que agua ponzoñosa.
– Es todo vuestro, chicos.
Una risa queda sonó detrás de él, y a continuación unas manos cayeron sobre su persona, tirando de él para levantarlo, arrojándolo contra uno de los pilares de hormigón. Sintió la húmeda piedra bajo la espalda; le sujetaron las manos a la espalda y le ataron las muñecas con alambre. Mientras forcejeaba, alguien salió de detrás de la columna y apareció ante su vista: un muchacho, tan joven como Isabelle e igual de atractivo. Los ojos leonados le brillaban como pedacitos de ámbar.
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