Cassandra Clare - Ciudad de hueso

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Cuando la adolescente de quince años, Clary Fray, entra en el Pandemonium Club, en la ciudad de Nueva York, difícilmente podía imaginarse que terminaría siendo testigo de un asesinato, y mucho menos de un asesinato cometido por tres adolescentes con extraños tatuajes y extrañas armas. Clary sabe que debe avisar a la policía, pero es difícil explicar un asesinato cuando el cuerpo desaparece en el aire, sin dejar ni siquiera una gota de sangre, y los asesinos son invisibles para todo el mundo, salvo para ella…
Este es su primer encuentro con los Shadowhunters (Cazadores de Sombras), guerreros dedicados a erradicar a los demonios de la tierra, es también su primer encuentro con Jace, un cazador que luce como un ángel pero se comporta como un idiota… En veinticuatro horas Clary se ve envuelta por el mundo de Jace con una venganza, porque su madre ha desaparecido y fue atacada por un demonio. Pero… ¿por qué los demonios estarían interesados en personas comunes como Clary y su madre? ¿Y cómo de repente Clary consigue la Vista? A los Cazadores les encantaría saberlo.
Premio Yalsa Teens 2008. Demonios, hombres lobo, vampiros, ángeles y hadas conviven en esta trilogía de fantasía urbana donde no falta el romance.

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Isabelle y Alec corrían hacia ellos, con Isabelle blandiendo un látigo. El muchacho de cabellos azules intentó acuchillar el rostro de Jace con las garras extendidas. El caído alzó un brazo para protegerse, y las garras se lo rasgaron, salpicando sangre. El muchacho de cabellos azules volvió a atacar… y el látigo de Isabelle descendió sobre su espalda. El muchacho lanzó un chillido y cayó hacia un lado.

Veloz como el chasquido del látigo de Isabelle, Jace rodó sobre sí mismo. Brilló un arma en su mano y hundió el cuchillo en el pecho del chico de cabellos azules. Un líquido negruzco estalló alrededor de la empuñadura. El muchacho se arqueó por encima del suelo, gorgoteando y retorciéndose. Jace se puso en pie, con una mueca en la cara. Su camisa negra era ahora más negra en algunos lugares empapados de sangre. Bajó la mirada hacia la figura que se contorsionaba a sus pies, alargó el brazo y arrancó el cuchillo. La empuñadura estaba recubierta de líquido negro.

Los ojos del muchacho de cabellos azules se abrieron con un parpadeo; fijos en Jace, parecían arder.

– Que así sea -siseó entre dientes-: Los repudiados se os llevarán a todos.

Jace pareció gruñir. Al muchacho se le pusieron los ojos en blanco y su cuerpo empezó a dar sacudidas y a moverse espasmódicamente mientras se encogía, doblándose sobre sí mismo, empequeñeciéndose más y más hasta que desapareció por completo.

Clary se puso en pie apresuradamente, liberándose de un puntapié del cable eléctrico. Empezó a retroceder. Ninguno de ellos le prestaba atención. Alec había llegado junto a Jace y le sostenía el brazo tirando de la manga, probablemente intentando echar un buen vistazo a la herida. Clary se volvió para echar a correr… y se encontró con Isabelle, que le cerraba el paso con el látigo cuya dorada longitud estaba manchada de fluido negro en la mano. Lo hizo chasquear en dirección a Clary; el extremo se le enroscó alrededor de la muñeca y le dio un fuerte tirón. Clary lanzó una exclamación ahogada de dolor y sorpresa.

– Pequeña mundi estúpida -masculló Isabelle-. Podrías haber hecho que mataran a Jace.

– Está loco -dijo Clary, intentando echar la muñeca hacia atrás.

El látigo se le hundió más profundamente en la carne.

– Estáis todos locos. ¿Qué os creéis que sois, un grupo de vigilantes asesinos? La policía…

– La policía no acostumbra a interesarse a menos que le presentes un cadáver -indicó Jace.

Sosteniendo el brazo contra el pecho, el muchacho se abrió paso a través del suelo cubierto de cables en dirección a Clary. Alec iba tras él, con una expresión ceñuda en el rostro.

Clary echó una ojeada al punto en el que el muchacho había decrecido, y no dijo nada. Ni siquiera quedaba allí una manchita de sangre; nada que mostrara que el muchacho había existido alguna vez.

– Regresan a sus dimensiones de residencia al morir -explicó Jace-. Por si tenías curiosidad.

– Jace -siseó Alec-, ten cuidado.

Jace le apartó el brazo. Una truculenta ristra de motas de sangre le marcaba el rostro. A Clary seguía recordándole a un león, con los ojos claros y separados, y los cabellos de un dorado tostado.

– Puede vernos, Alec -replicó-. Sabe ya demasiado.

– Así pues, ¿qué quieres que haga con ella? -inquirió Isabelle.

– Dejarla ir -respondió Jace en voz baja.

Isabelle le lanzó una mirada sorprendida, casi enojada, pero no discutió. El látigo resbaló de la muñeca, liberándole el brazo a Clary, que se frotó la dolorida extremidad y se preguntó cómo diablos iba a conseguir salir de allí.

– Quizá deberíamos llevarla de vuelta con nosotros -sugirió Alec-. Apuesto a que Hodge querría hablar con ella.

– Ni hablar de llevarla al Instituto -dijo Isabelle-. Es una mundi.

– ¿Lo es? -inquirió Jace con suavidad.

Su tono sosegado era peor que la brusquedad de Isabelle o la cólera de Alec.

– ¿Has tenido tratos con demonios, niñita? ¿Has paseado con brujos, conversado con los Hijos de la Noche? ¿Has…?

– No me llamo «niñita» -le interrumpió Clary-. Y no tengo ni idea de qué estás hablando.

«¿No la tienes? -dijo una voz en el interior de su cabeza-. Viste evaporarse a ese chico. Jace no está loco…, simplemente desearías que lo estuviera.»

– No creo en… demonios, o en lo que sea que tú…

– ¿Clary?

Era la voz de Simón. Ésta se volvió en redondo y lo vio de pie junto a la puerta del almacén. Le acompañaba uno de los fornidos porteros que habían estado sellando manos en la puerta de entrada.

– ¿Estás bien? -La miró escrutador a través de la penumbra-. ¿Por qué estás aquí sola? ¿Qué ha sucedido con los tipos…, ya sabes, los de los cuchillos?

Clary le miró con asombro, luego miró detrás de ella, donde Jace, Isabelle y Alec permanecían en pie, Jace todavía con la camisa ensangrentada y el cuchillo en la mano. El muchacho le sonrió de oreja a oreja y le dedicó un encogimiento de hombros en parte de disculpa, en parte burlón. Era evidente que no le sorprendía que ni Simón ni el portero pudieran verlos.

De algún modo, tampoco le sorprendía a Clary. Volvió otra vez la cabeza lentamente hacia Simón, sabiendo el aspecto que debía de ofrecerle, allí de pie sola en una húmeda habitación de almacenaje, con los pies enredados en cables eléctricos de plástico brillante.

– Me ha parecido que entraban aquí -contestó sin convicción-. Pero supongo que no ha sido así. Lo siento. -Pasó rápidamente la mirada de Simón, cuya expresión empezaba a cambiar de preocupada a incómoda, al portero, que simplemente parecía enojado-. Ha sido una equivocación.

Detrás de ella, Isabelle lanzó una risita divertida.

– No lo creo -dijo tozudamente Simón mientras Clary, de pie en el bordillo, intentaba desesperadamente parar un taxi. Los barrenderos habían pasado por Orchard mientras ellos estaban dentro del club, y la calle mostraba un negro barniz de agua oleosa.

– Lo sé -convino ella-. Lo normal sería que hubiera algún taxi. ¿Adónde va todo el mundo un domingo a medianoche? -Se volvió él encogiéndose de hombros-. ¿Crees que tendremos más suerte en Houston?

– No hablo de los taxis -repuso Simón-. Tú…, no te creo. No creo que esos tipos de los cuchillos simplemente desaparecieran.

Clary suspiró.

– A lo mejor no había tipos con cuchillos, Simón. Quizá simplemente lo imaginé todo.

– Ni hablar. -Simón alzó la mano por encima de la cabeza, pero los taxis que se aproximaban pasaron zumbando por su lado, lanzando una rociada de agua sucia-. Vi tu cara cuando entré en ese almacén. Parecías realmente alucinada, como si hubieras visto un fantasma.

Clary pensó en Jace con sus ojos de león. Se echó un vistazo a la muñeca, circundada por una fina línea roja a modo de brazalete en el punto en el que el látigo de Isabelle se había enroscado. «No, un fantasma no -pensó-. Algo aún más fantástico que eso.»

– Fue sólo una equivocación -insistió en tono cansino.

Se preguntó por qué no le estaba contando la verdad. Excepto, claro, que él pensaría que estaba loca. Y había algo en lo que había sucedido; algo en la sangre negra borboteando alrededor del cuchillo de Jace, algo en su voz cuando le había dicho «¿Has conversado con los Hijos de la Noche?», que quería guardar para sí.

– Bueno, pues fue una equivocación de lo más embarazosa -repuso Simón, y echó una ojeada atrás, hacia el club, desde donde una fina cola todavía salía sigilosamente por la puerta y llegaba hasta mitad de la manzana-. Dudo que vuelvan a dejarnos entrar jamás en Pandemónium.

– ¿Qué te importa eso a ti? Odias Pandemónium.

Clary volvió a alzar la mano cuando una forma amarilla fue hacia ellos a toda velocidad por entre la niebla. En esta ocasión, no obstante, el taxi frenó con un chirrido en la esquina, con el conductor presionando la bocina como si necesitara atraer su atención.

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