Simon Hawke - El desterrado

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Sorak es un mestizo, abandonado en el desierto, que es rescatado por una druida errante y educado después en la Disciplina del Druida y La Senda del Protector. Busca sus orígenes y al misterioso hechicero conocido como "El Sabio", cuya vida corre peligro. En esta aventura épica será acompañado por Ryana, la hermosa sacerdotisa villichi que ha quebrantado sus votos para acompañarlo, y por la encantadora y mimada hija de un rey-hechicero. Juntos desafiarán los peligros del desolador desierto arthesiano, en el mundo del Sol Oscuro. Por primera vez, en un solo volumen, la trilogía "La Tribu de Uno", de Simon Hawke, que en su día se publicó en tres libros: "El Desterrado", "El Peregrino" y "El Nómada".

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– Humm. Debiera haber pedido dos. ¿Con qué propósito quieres ese veneno?'

– Necesito algo que pueda untar en una saeta, como ésta -explicó él, tomando la ensangrentada flecha que el curandero había arrancado de su hombro-. Y tiene que ser potente, lo bastante potente como para tumbar a un kank en seco.

– Comprendo -dijo el hombre-. No soy experto en venenos, pero conocí a un bardo que me enseñó un poco. Yo recomendaría el veneno de la araña de cristal. Es lo bastante espeso para untarlo sobre una flecha, aunque yo no lo haría con los dedos, y paraliza al instante. La muerte ocurre a los pocos instantes.

– Veneno de una araña de cristal -repitió Rokan con una sonrisa que proporcionó a su rostro una expresión repugnante-. Qué apropiado. -Arrojó otra moneda de plata al curandero-. Ahora ya puedes volver a dormirte.

Timor atravesó la Puerta Principal montado en el kank y desapareció en la oscuridad que se extendía al otro lado de las murallas. Los centinelas de guardia en la puerta lo dejaron pasar sin hacer comentarios sobre su salida de la ciudad a una hora tan inusual. No eran ellos quiénes para interrogar a un templario y mucho menos al sumo templario en persona; y, si se preguntaron qué asunto se llevaba entre manos en mitad de la noche, se guardaron mucho de hacer la pregunta en voz alta.

Envuelto en su capa para protegerse del frío nocturno, Timor hizo girar al kank y siguió la muralla exterior de la ciudad; pasó junto a los jardines del rey y el barrio de los templarios, y dejó atrás el estadio y el zigurat de Kalak, en dirección a las fábricas de ladrillos y los antiguos corrales de esclavos, ahora vacíos. Se encaminó hacia el este, lejos de la muralla, y siguió por una carretera de tierra varios kilómetros más allá de las granjas correccionales hasta que el camino empezó a ascender en dirección a las colinas.

La carretera no seguía al interior de las montañas sino que se detenía a sus pies, en una vasta meseta que se extendía bajo las estribaciones de la cordillera. Durante el día casi nadie iba allí, y por la noche el lugar estaba siempre solitario. Los únicos sonidos eran el silbido del viento sobre el desierto y el escarbar de las zarpas de escarabajo del gigantesco kank sobre el duro suelo. Timor golpeó ligeramente las antenas del animal con un látigo y saltó de su lomo; tras soltar el látigo, ató las riendas de la criatura a una excrecencia rocosa. El kank se limitó a permanecer allí, dócil, las enormes pinzas abriéndose y cerrándose mientras examinaba el suelo a su alrededor en busca de comida.

Timor contempló el desierto cementerio. Era éste el lugar donde Tyr sepultaba a sus muertos, en sencillas tumbas en forma de túmulo señaladas tan sólo por lápidas de arcilla roja con los nombres de los difuntos grabados sobre ellas. Los túmulos de tierra amontonada se extendían por la vasta meseta y ascendían por la ladera de la colina. Una fresca nube de polvo que realizaba fantasmales ondulaciones a impulsos de la brisa nocturna ocultaba a muchos de ellos.

El sumo templario descubrió un montículo rocoso y se subió a él; echó hacia atrás la capucha de su capa y sacó el libro de conjuros. Si no podía encontrar hombres vivos que realizaran el trabajo de matar al elfling, sacaría a los muertos de sus tumbas para que lo hicieran. Paseó la mirada a su alrededor cautelosamente. No tenía motivos para esperar que hubiera nadie por allí a aquellas horas, pero no le convenía ser visto no tan sólo practicando la magia profanadora, sino profanando tumbas además. Únicamente los guardas de la Puerta Principal lo habían visto abandonar la ciudad, y, a su regreso, él les lanzaría un hechizo para que lo olvidaran, asegurando de este modo que su parte en todo esto permanecería ignorada. Los muertos no hablarían.

Abrió el libro por la página apropiada y repasó con rapidez los pasos que debía seguir. Luego alzó o los ojos al cielo y empezó a salmodiar las palabras del conjuro en voz sonora. El viento ganó fuerza, y se escuchó un lejano retumbar como reacción a la perturbación del éter; la nube de polvo que flotaba sobre el suelo empezó a girar sobre sí misma, como agitada por una corriente surgida de debajo de ella.

El kank levantó la quitinosa cabeza e hizo girar las antenas de un modo curioso en respuesta a las extrañas vibraciones que de improviso impregnaban la atmósfera. El viento fue subiendo de intensidad; tiró de la capa de Timor, provocando que se agitara a su alrededor, y al tornarse más fuerte empujó la capa hacia atrás como si se tratara de un manto. Se oyeron truenos, y relámpagos difusos iluminaron el cielo. Flotaba un olor a ozono en el aire… y algo más: el creciente hedor penetrante del azufre. La nube de polvo a ras del suelo, contraviniendo toda ló ó gica, el sentido común y las leyes de la naturaleza, empezó a hacerse más espesa, a pesar de que el fuerte viento debiera haberla disipado.

Timor levantó la mano derecha por encima de la cabeza como si extrayera extrajera poder del cielo, luego la bajó despacio con una aureola de chisporroteante energía azul recorriendo sus dedos, y apuntó con el brazo extendido, la mano colocada de manera que la palma mirara al suelo y los dedos bien separados, en dirección al suelo a sus pies. Su voz se elevó más potente, el viento aumentó, y la aureola de energía que crepitaba alrededor de sus dedos extendidos fue tornándose alternativamente más potente y más apagada. La energía empezó a palpitar con regularidad, en una sucesión de latidos cada uno más brillante que el anterior, cada uno extrayendo más cantidad de energía de la vegetación que lo rodeaba.

Los ondulantes pastos marrones que habían crecido encima y alrededor de los túmulos y por toda la meseta se ennegrecieron y consumieron hasta convertirse en estiércol vegetal. Las flores silvestres que crecían en las laderas de las colinas y obsequiaban con una colección de brillantes colores a este mundo yermo se marchitaron y murieron al serles absorbida la energía vital.

El sumo templario se estremecía a medida que la energía robada a la vegetación de los alrededores fluía al interior de su mano extendida y se distribuía por todo su cuerpo. Se sentía vivificado, vibrante de poder. La energía vital de las plantas lo inundaba, lo recorría, lo llenaba de un calor y vitalidad que creaban adicción; deseaba más. No quería que se detuviera jamás.

Las carnosas plantas del desierto, los cactus de largas espinas que eran cuatro veces más altos que un hombre y necesitaban al menos dos siglos para alcanzar la madurez total, se ablandaron y se tornaron fláccidos, y acabaron por desplomarse sobre el suelo con fuertes golpes sordos para descomponerse en cuestión de segundos. Los arbustos de color verde jade se encorvaron y se despojaron de sus hojas carnosas en forma de aleta al adquirir primero un tono pardusco parduzco, luego negro y finalmente desmoronarse sobre el suelo como montoncitos de ceniza. Los árboles azules de pagafa que crecían en las laderas, sus gruesos y espesos troncos y ramas casi tan duros como la roca, perdieron las diminutas hojas azul verdoso y empezaron a resquebrajarse a medida que les era arrebatada la humedad, y, en medio de sonoros chasquidos, se astillaron y cayeron como golpeados por rayos invisibles. En una amplia extensión de terreno alrededor del templario, todo se marchitó, murió y se descompuso, dejando atrás una desolación aún más terrible que los arenosos territorios del altiplano.

Timor no pensó en absoluto en la destrucción sin sentido que acababa de provocar. En aquellos momentos estaba totalmente concentrado en el puro y lascivo placer de sentir toda aquella cálida energía vivificadora recorriendo su ser. Éste era el atractivo de la auténtica hechicería, se dijo, el embriagador torrente de poder sensual que los protectores, con su patética y débil filosofía, jamás comprenderían. ¡Esto era lo que significaba sentirse realmente vivo!

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