– Krysta no me traicionaría a los templarios -afirmó Sorak.
– En ese caso no puedo explicar por qué querrían verte muerto -repuso el hombre-. Está claro que te consideran una amenaza, pero no sé la razón. No obstante, procuraré descubrir sus motivos. El enemigo de nuestro enemigo es nuestro amigo. A veces.
– ¿Y es é e sta una de esas veces?
– Quizá. En tiempos de Kalak, las alineaciones eran mucho más claras. Sin embargo, en estos tiempos, las cosas no son tan simples. Volveremos a hablar.
El desconocido pasó junto a él y se encaminó hacia la verja. Sorak lo observó alejarse y luego se volvió de nuevo en dirección a la entrada de la casa de juego. Se le ocurrió entonces que quizá debiera dar las gracias a aquel hombre, y giró en redondo para hacerlo, pero el sendero que llevaba hasta la puerta estaba repentinamente desierto. El desconocido había sido muy rápido. Corrió de vuelta a la verja, con la esperanza de alcanzarlo.
– El hombre que acaba de pasar por aquí -dijo Sorak al portero-, ¿por dónde se fue?
– ¿Qué hombre? -inquirió el portero, arrugando la frente.
– El hombre encapuchado. Pasó por tu lado hace un instante.
El portero sacudió la cabeza.
– Estás equivocado -respondió-. Nadie ha pasado por aquí desde que tú cruzaste la verja.
– ¡Pero tuvo que pasar por tu lado! -exclamó Sorak-. ¡No existe otra salida!
El desconcertado portero volvió a menear la cabeza.
– No he abandonado mi puesto, y nadie ha pasado por aquí desde que tú cruzaste la verja -insistió.
– Ya veo -repuso Sorak despacio-. Bueno, no te preocupes. Debo de haberme equivocado.
Se volvió de nuevo hacia la entrada. Magia, pensó, con cierta inquietud. Él sabía muy poco sobre la magia, pero tenía la sensación de que su educación estaba a punto de empezar.
Timor dirigió una mirada furibunda al templario que permanecía de pie, tembloroso, ante él.
– ¿Me estás diciendo que cinco hombres, todos ellos asesinos expertos, fueron incapaces de liquidar a un miserable campesino mestizo?
– No es ningún campesino, mi señor -respondió el otro, mordiéndose el labio inferior en su ansiedad; deseó fervientemente que Timor no fuera a culparlo a él del fracaso de los bandidos-. Yo mismo lo vi abatir a dos de los salteadores con tal rapidez y ferocidad que resultaba impresionante. Sólo Rokan escapó con vida. Huyó, como un cobarde.
– Eso hace tres -dijo Timor-. ¿Qué hay de los otros dos?
– Encontré sus cuerpos en el callejón donde se habían ocultado, esperando para caer sobre el elfling. A uno lo habían decapitado, y al otro lo habían matado de una sola estocada en el corazón.
– Pero tú me has dicho que viste cómo el elfling salía de la taberna y avanzaba por la calle, como si no supiera nada de la emboscada -repuso Timor.
– Es cierto, mi señor.
– Entonces, ¿quién mató a los dos hombres del callejón?
El templario adoptó una expresión de perplejidad.
– No… no lo sé, señor. Había dado por supuesto que el elfling había…
– ¿Cómo pudo hacerlo el elfling si no lo perdiste de vista desde el momento en que abandonó la taberna hasta el momento en que lo atacaron? ¿Cuándo podría haber despachado a los dos hombres del callejón?
– No lo sé, mi señor -respondió el templario, sacudiendo la cabeza-. A lo mejor sospechó de alguna forma que le tenderían una emboscada y abandonó la taberna por la puerta trasera, se acercó a los dos asesinos por la espalda en la calleja y los sorprendió.
– En ese caso ¿por qué regresar a la taberna y salir por la puerta delantera otra vez? ¿Por qué incitar a la emboscada? -Timor volvió a arrugar la frente-. No, no tiene sentido. Si lo que me dices es la verdad…
– ¡Lo es, mi señor, lo juro!
– Entonces alguien más mató a aquellos dos hombres del callejón. Es la única explicación posible. Parece que el elfling tiene un protector. Tal vez más de uno.
– No veo por qué habría de necesitar uno -manifestó el templario-. Por la forma en que manejó esa espada suya, y el modo en que las otras espadas se rompieron al tocarla…
– ¿Qué?
– Dije que por la forma en que manejó esa espada…
– No, no… ¿Dijiste que las otras hojas se rompieron al tocar su espada?
– Sí, mi señor. Sencillamente se hicieron añicos cuando golpearon contra el arma del elfling.
– ¿Qué quieres decir con que se hicieron añicos? ¡Eran espadas de hierro! Yo mismo me ocupé de que Rokan y sus hombres fueran equipados con ellas.
– De todos modos, mi señor, se rompieron. Quizás había algún defecto en su estructura…
– Tonterías -dijo Timor-. En una espada, puede ser, pero desde luego no en ambas. Además, incluso aunque hubiera un defecto, la hoja se resquebrajaría y partiría, no se haría pedazos. ¿Estás seguro de que se hicieron añicos?
– Estallaron como si estuvieran hechas de cristal -insistió el templario.
Timor volvió la cabeza y se dedicó a mirar por la ventana, absorto en sus pensamientos.
– Entonces la espada del elfling debe de estar hechizada -concluyó-. Uno de mis informadores comunicó algo sobre cómo el elfling había matado a un hombre en La Araña de Cristal. En el informe también constaba que la hoja de su oponente se había hecho añicos al chocar con la de é e l, pero podría haber sido de obsidiana, y la obsidiana puede hacerse pedazos contra una hoja de metal bien templada. También se mencionaba algo sobre haber partido en dos una mesa, y volver el cuchillo del hombre contra éste… Todo exageraciones sin duda, o al menos eso pensé entonces.
– Sé lo que vi, mi señor -dijo el templario-. El elfling es un luchador muy experto y peligroso. Apostaría a que puede enfrentarse a cualquier gladiador de la ciudad.
Timor se frotó la barbilla distraídamente.
– Creo haber oído algo, hace muchos años, sobre una espada contra la que todas las otras espadas se hacían añicos… Una espada muy especial. -Hizo una mueca-. No puedo recordarlo ahora. Pero ya lo haré. -Se volvió para mirar a su esbirro-. Al menos, esto es una prueba evidente de que el elfling no es un simple pastor como afirma ser, y también demuestra que, sea lo que sea lo que trama, no está solo. No puedo seguir adelante con mis planes hasta estar seguro de que no se han visto comprometidos. Y cada vez queda menos tiempo. No confío en Rikus ni en esa maldita hechicera; planean algo, estoy seguro, y este elfling está involucrado de alguna manera.
– ¿Qué queréis que haga, mi señor? -preguntó el templario.
– Por el momento continúa con tu vigilancia del elfling -respondió él, y el templario suspiró aliviado al darse cuenta de que al parecer no iban a culparlo a él del fracaso de la emboscada-. Manténme informado de todos los movimientos que haga. Ya te avisaré si tengo nuevas instrucciones.
El hombre hizo una reverencia y se retiró agradecido, dejando a Timor solo en sus aposentos.
«Esa taberna es un conocido punto de contacto para los miembros de la Alianza del Velo -pensó el sumo templario, examinando esta nueva información-. Y el elfling lleva una espada mágica.» Todo parecía demasiado conveniente para ser simple coincidencia; estaba involucrado con ellos, con la Alianza, sin el menor asomo de duda. Y se había entrevistado en secreto con Rikus. ¿Qué significaba todo ello?
Sin duda, se trataba de una especie de conspiración, y Sadira tenía que estar detrás de ello; Rikus era su confidente, igual que Kor lo era de él. ¿Sería posible que la mujer fuera un miembro secreto de la Alianza del Velo? Pero, no, se dijo. Ella había sido una profanadora, y, aunque había abjurado de la magia profanadora y se había arrepentido de haberla utilizado, el hecho de haber profanado en una ocasión sería suficiente para impedir que la Alianza la aceptara. Sin embargo, eso no significaba necesariamente que no pudiera trabajar de tapadillo, en beneficio de ambas partes. ¿Con qué fin? ¿Qué podían desear tanto Sadira como la Alianza del Velo?
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