Simon Hawke - El desterrado

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Sorak es un mestizo, abandonado en el desierto, que es rescatado por una druida errante y educado después en la Disciplina del Druida y La Senda del Protector. Busca sus orígenes y al misterioso hechicero conocido como "El Sabio", cuya vida corre peligro. En esta aventura épica será acompañado por Ryana, la hermosa sacerdotisa villichi que ha quebrantado sus votos para acompañarlo, y por la encantadora y mimada hija de un rey-hechicero. Juntos desafiarán los peligros del desolador desierto arthesiano, en el mundo del Sol Oscuro. Por primera vez, en un solo volumen, la trilogía "La Tribu de Uno", de Simon Hawke, que en su día se publicó en tres libros: "El Desterrado", "El Peregrino" y "El Nómada".

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– No, sencillamente te estoy diciendo la verdad.

– Entonces… ¿es que estás loco? -preguntó ella con incredulidad-. ¿Es esto lo que intentas decirme?

– Tal vez sí estoy loco, en cierto modo -respondió Sorak-. La mayoría de la gente, al saber lo que soy, sin duda pensaría así; pero mi cerebro no está desequilibrado, Krysta, sólo dividido entre una diversidad de personalidades diferentes. Al menos una docena que yo sepa. Ésa es una de las principales razones por las que las vi – llichis me acogieron. Ya se han tropezado con esta clase de situación en otras ocasiones, aunque resulta extremadamente rara. Ellas llaman a lo que yo soy una «tribu de uno».

Krysta permaneció inmóvil, meneando la cabeza, contemplándolo con asombro.

– Pero… ¿cómo puede ser?

– Las villichis creen que ocurre durante la infancia -explicó él-. A causa de un sufrimiento y unos malos tratos tan intensos que resultan insoportables, la mente busca refugio fraccionándose para crear entidades nuevas y diferenciadas salidas de ella misma, personalidades que son tan reales y manifiestas como lo soy yo. Por eso hice el juramento de castidad, Krysta: porque no soy únicamente un varón. Soy al menos doce personas distintas, algunas masculinas y otras femeninas, que comparten todas la misma mente y el mismo cuerpo; y no todas ellas ven las cosas igual, como Kivara acaba de demostrar por desgracia. Lo siento. No estaba presente cuando sucedió. Dor… dormía. De haberlo sabido, lo habría detenido antes de que empezara. Por favor… perdóname.

Krysta lo observó con expresión herida.

– ¿Me estás diciendo realmente la verdad? -preguntó.

– No te mentiría. Hubo alguien una vez… una joven villichi, que significaba más para mí de lo que puedo expresar. Crecimos juntos como hermano y hermana, aunque no corría la misma sangre por nuestras venas; pero, con el tiempo, los sentimientos entre nosotros se hicieron más fuertes, se convirtieron en amor… una especie de amor, supongo. Yo, Sorak, la quería, al menos, y aún la quiero; pero jamás consumamos ese amor. La Guardiana es mujer, y no podía hacer el amor con una mujer, ni tampoco la Centinela, que también es mujer. En este sentido, mis aspectos masculino y femenino conviven en un eterno conflicto que no tiene solución.

– Pero… has dicho que esta Kivara es una mujer… -empezó a decir Krysta con expresión confusa.

– Sí, pero Kivara es una criatura que no comprende en realidad. Para ella, todo todas las cosas nuevas relacionadas con los sentidos son excitantes, y no puede evitar investigarlas. Sin embargo, se aburre muy deprisa. Si no la estimula cualquier novedad tiende a perder el interés enseguida.

– ¡Pero… fue a ti a quien besé! -insistió ella desconcertada-. ¡No era ninguna… jovencita lo que tenía en mis brazos!

– No, no si te refieres al cuerpo -dijo Sorak-. El cuerpo es de hombre, claro está. Pero el intelecto que lo guiaba, en ese momento concreto, era el de una hembra inmadura. Yo no estaba allí, Krysta. Yo no estaba presente; no era yo. Ni siquiera sé cómo empezó todo. No participaré en ese recuerdo a menos que Kivara o la Guardiana me lo concedan.

– ¿Quieres decir…? Pero ¿cómo… la Guardiana?

– Es ella quien intenta mantener un equilibrio en la tribu interior -explicó Sorak-. Fue la Guardiana la que controló los dados la primera noche que llegué. Yo, por mí mismo, carezco de poderes paranormales.

– Hace que me duela la cabeza sólo de pensar en ello -manifestó Krysta, contemplándolo con asombro-. ¿Cómo puedes vivir así?

– Jamás conocí una manera de vivir diferente a ésta -contestó él, encogiéndose de hombros-. No recuerdo cómo era yo, ni quién era, antes de que me sucediera esto.

– ¡Qué terrible para ti! -se compadeció la semielfa, con tí sincera preocupación-. Si lo hubiera sabido…

– ¿De qué habría servido? -inquirió Sorak-. Ahora mismo, aún no lo entiendes del todo. Tal vez captes la idea general, pero jamás podrás saber realmente lo que se siente. Nadie podría. Por eso debo permanecer solo, aunque, por otra parte, nunca podré estar realmente a solas porque soy una tribu de uno.

– Y es por eso por lo que buscas al Sabio -concluyó Krysta-. Esperas que pueda curarte.

– Busco al Sabio por los motivos que os expliqué a ti y a Rikus. No sé si se me puede curar o si la palabra «cura» es el término adecuado para utilizar en estas circunstancias. No estoy enfermo. Soy sencillamente… diferente; aunque no estoy muy seguro de querer ser de otro modo.

– Pero… si el Sabio pudiera ayudarte, ¿no aceptarías su ayuda?

– No lo sé. Si yo me convirtiera simplemente en Sorak, ¿qué pasaría con todos los otros?, ¿qué sería de ellos, adónde irían? Son parte de mí, Krysta. No podría dejarlos morir.

– Comprendo -repuso ella, bajando la vista- Creo que sí lo entiendo. -Cuando volvió a levantar la mirada, tenía los ojos húmedos-. ¿No hay nada que yo pueda hacer?

– Ya me has dado dos cosas que son mucho más valiosas que cualquier bienestar material: tu amistad y tu comprensión.

– Sólo deseo que hubiera… -Una alarido horrible rompió la quietud de la noche-. ¿Qué fue eso?

– Vino de fuera -anunció Sorak.

– ¡El portero!

Atravesaron el comedor a la carrera y penetraron en la vacía sala de juego. Sorak desenvainó la espada y, mientras lo hacía, la pesada puerta principal salió despedida de sus goznes y tres apariciones espectrales cruzaron el umbral tambaleantes. Estaban cubiertos de tierra, y les colgaban harapos hechos jirones acompañados de carne putrefacta. Unas cuencas vacías, en las que se retorcían innumerables gusanos, se volvieron hacia Sorak. La brisa que penetraba por la puerta arrastró hasta la habitación el hedor rancio de la carne en descomposición. Krysta palideció.

– ¡Son no muertos! -jadeó.

– A mí me parecen muy muertos -dijo Sorak.

Los cuerpos en descomposición avanzaron torpemente hacia ellos.

– ¡Guardas! -gritó Krysta, corriendo hacia las escaleras.

Ninguno de los tres cadáveres le prestó atención y fueron directos hacia el elfling.

– ¡Tigra! -llamó Sorak.

El tigone rugió y de un salto derribó al primer cadáver, que se debatió violentamente mientras el animal lo despedazaba. Los pedazos desperdigados siguieron retorciéndose y agitándose sobre el suelo.

Sorak blandió su espada contra el segundo cadáver que se acercaba dando traspiés, los dedos putrefactos, con los huesos asomando, extendidos hacia él. Galdra silbó en el aire y partió al zombi en dos mitades, y de los lugares por donde había pasado la hoja empezó a desprenderse un humo acre procedente de los convulsos huesos y trozos de carne.

El tercer zombi se acercó a él dando bandazos, la mortaja convertida en jirones podridos, los pies simples huesos, el rostro poco más que una calavera sonriente. Sorak volvió a blandir la espada y le arrancó limpiamente la cabeza de los hombros; una columna de humo brotó del cuello del ser, o más bien de lo que quedaba de su cuello, pero el cuerpo siguió avanzando a trompicones, los brazos extendidos, los esqueléticos dedos intentando agarrarlo. Sorak lanzó un nuevo mandoble que le cercenó un brazo. Éste cayó al suelo envuelto en humo y retorciéndose, pero el cadáver siguió adelante, para desplomarse finalmente al saltar Tigra sobre su espalda y despedazarlo con sus zarpas y colmillos.

Sorak oyó el sonido de pies que corrían; eran guardas que descendían por la escalera. Iba a decirles que ya había terminado todo cuando vio que otros dos zombis atravesaban bamboleantes el umbral, seguidos por un tercero, y luego un cuarto cadáver.

Mientras miraba, los restos desperdigados del primer cuerpo que Tigra había hecho pedazos se arrastraron unos hacia otros por el suelo y empezaron a unirse otra vez.

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