Los siete hablamos, discutimos, lo intentamos, fracasamos y volvimos a intentarlo. Transcurridos quince minutos, todos nos sentíamos frustrados. Yo el que más. Odio los problemas que no puedo resolver.
– Y bien, ¿qué podéis decirme? -inquirió Elodin mirándonos a todos.
Algunos empezamos a ofrecer medias respuestas o nuestras mejores conjeturas, pero él nos hizo callar con un ademán.
– ¿Qué podéis decirme con certeza?
Tras una pausa, habló Fela:
– Que no sabemos cómo caerá la piedra.
Elodin dio una palmada en señal de aprobación.
– ¡Muy bien! Esa es la respuesta correcta. Y ahora, mirad.
Fue hasta la puerta y asomó la cabeza.
– ¡Henri! -gritó-. Sí, tú. Ven un momento. -Se apartó de la puerta e hizo entrar a uno de los recaderos de Jamison, un niño de no más de ocho años.
Elodin se apartó media docena de pasos y se volvió poniéndose de cara al chico. Cuadró los hombros y esgrimió una sonrisa de loco.
– ¡Cógela! -dijo, y le lanzó la piedra a Henri.
El niño, desprevenido, atrapó la piedra al vuelo.
Elodin aplaudió con entusiasmo, y luego felicitó al desconcertado Henri antes de pedirle que le devolviera la piedra y ordenarle que se marchara.
El maestro se volvió hacia nosotros.
– ¿Y bien? -preguntó-. ¿Cómo lo ha hecho? ¿Cómo ha podido calcular en un segundo lo que siete brillantes miembros del Arcano no han podido resolver en un cuarto de hora? ¿Acaso sabe más geometría que Fela? ¿Sabe calcular más deprisa que Uresh? ¿Deberíamos pedirle que venga y nombrarlo Re'lar?
Todos reímos un poco, más relajados.
– A ver si me explico. En todos nosotros hay una mente que utilizamos para todos nuestros actos conscientes. Pero también hay otra mente, una mente dormida. Es tan poderosa que la mente dormida de un niño de ocho años puede lograr en un segundo lo que las mentes despiertas de siete miembros del Arcano no han logrado en quince minutos.
Describió un arco con un brazo.
– Vuestra mente dormida es lo bastante vasta y virgen para contener los nombres de las cosas. Eso lo sé porque a veces ese conocimiento aflora a la superficie. Inyssa ha pronunciado el nombre del hierro. Su mente despierta no lo sabe, pero su mente dormida es más sabia. En algún rincón dentro de ella, Fela entiende el nombre de la piedra. -Elodin me señaló-. Kvothe ha llamado al viento. Si hemos de dar crédito a los textos de aquellos que murieron antaño, el suyo es el camino tradicional. El del viento era el nombre que los aspirantes a nominadores buscaban y encontraban cuando aquí se estudiaban cosas, hace mucho tiempo.
Se quedó callado un momento, mirándonos con seriedad, con los brazos cruzados.
– Quiero que cada uno de vosotros piense qué nombre le gustaría encontrar. Debería ser un nombre pequeño. Algo sencillo: hierro o fuego, viento o agua, madera o piedra. Debería ser algo con lo que sintáis afinidad.
Elodin fue dando zancadas hasta la gran pizarra colgada en la pared y empezó a escribir una lista de títulos. Su caligrafía era asombrosamente pulcra.
– Estos libros son importantes -dijo-. Leed uno.
Al cabo de un momento, Brean levantó una mano. Entonces comprendió que era un gesto inútil, puesto que Elodin todavía nos daba la espalda.
– Maestro Elodin -dijo, titubeante-. ¿Cuál tenemos que leer?
Elodin giró la cabeza sin dejar de escribir.
– No me importa -dijo con fastidio-. Escoged uno. Los otros podéis leerlos por encima por partes. Podéis mirar las ilustraciones. Oledlos, como mínimo. -Giró de nuevo la cabeza hacia la pizarra.
Los siete nos miramos. Lo único que se oía en el aula eran los golpecitos de la tiza de Elodin.
– ¿Cuál es el más importante? -pregunté.
Elodin hizo un ruidito de desagrado.
– No lo sé. Yo no los he leído. -Escribió En temerant voistra en la pizarra y encerró las palabras en un círculo-. Ni siquiera sé si este está en el Archivo. -Anotó un signo de interrogación a su lado y siguió escribiendo-. Pero os diré una cosa. Ninguno está en Volúmenes. De eso me he asegurado bien. Tendréis que buscarlos en Estanterías. Tendréis que ganároslos.
Terminó de escribir el último título y se apartó de la pizarra, asintiendo con la cabeza para sí. En total había veinte libros. Puso estrellitas junto a tres de ellos, subrayó otros dos y dibujó una cara triste junto al último de la lista.
Y entonces salió del aula sin decir nada más, y nos dejó pensando en la naturaleza de los nombres y preguntándonos dónde nos habíamos metido.
La cacería
Decidido a hacer un buen papel en la clase de Elodin, fui a buscar a Wilem y negocié con él un intercambio: copas en el futuro a cambio de ayuda para orientarme en el Archivo.
Recorrimos juntos las calles adoquinadas de la Universidad; soplaba un fuerte viento, y la silueta sin ventanas del Archivo se alzaba sobre nosotros al otro lado del patio. Las palabras vorfelan rhinata morie estaban cinceladas en la fachada, sobre la puerta de piedra de doble hoja.
Cuando estuvimos cerca, me di cuenta de que tenía las manos sudadas.
– Divina pareja, espera un momento -dije, y me paré.
Wil arqueó una ceja.
– Estoy nervioso como una prostituta inexperta -expliqué-. Dame un momento.
– Dices que Lorren te levantó el castigo hace dos días -dijo Wilem-. Creía que entrarías en cuanto te dieran el permiso.
– He esperado para que puedan actualizar los registros. -Me sequé las manos húmedas en la camisa-. Estoy seguro de que pasará algo -añadí con nerviosismo-. Mi nombre no aparecerá en el registro. Ambrose estará en el mostrador y sufriré una recaída de la droga y acabaré arrodillándome sobre su cuello y chillando.
– Me encantaría verlo -dijo Wil-, pero hoy Ambrose no trabaja.
– Bueno, ya es algo -admití, y me relajé un poco. Señalé las palabras escritas sobre la puerta-. ¿Sabes qué significa eso?
Wil alzó la vista.
– El deseo de conocimiento forma al hombre -dijo-. O algo parecido.
– Me gusta. -Inspiré hondo-. Bueno. Vamos allá.
Tiré de la enorme puerta de piedra y entré en una pequeña antecámara; Wil abrió las puertas interiores de madera y entramos en el vestíbulo. En medio de la habitación había un gran mostrador de madera con varios registros grandes y encuadernados en piel. Unas puertas, también imponentes, llevaban en diferentes direcciones.
Fela, con el rizado cabello recogido en una cola, estaba sentada detrás del mostrador. La luz rojiza de las lámparas simpáticas la hacía parecer diferente, pero no menos hermosa. Nos sonrió.
– Hola, Fela -la saludé intentando disimular mi nerviosismo-. Me han dicho que Lorren me ha inscrito de nuevo en los libros buenos. ¿Puedes comprobarlo, por favor?
Fela asintió y empezó a hojear el registro que tenía delante. Se le iluminó la cara y señaló en una hoja. Pero entonces su expresión se ensombreció.
Noté un vacío en el estómago.
– ¿Qué pasa? ¿Algo malo?
– No, no pasa nada -me contestó Fela.
– Pues nadie lo diría -refunfuñó Wil-. ¿Qué pone?
Fela vaciló, pero le dio la vuelta al libro para que pudiéramos leerlo: «Kvothe, hijo de Arliden. Pelirrojo. Tez clara. Joven». Al lado, anotado en el margen con una caligrafía distinta, ponía: «Miserable Ruh».
– Todo está correcto -dije sonriendo a Fela-. ¿Puedo entrar?
Ella asintió.
– ¿Necesitáis lámparas? -nos preguntó, y abrió un cajón.
– Yo sí -respondió Wil, que ya estaba escribiendo su nombre en otro libro.
– Yo ya llevo una -dije sacando mi lamparita de un bolsillo de la capa.
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