Cuando nos lo hubimos terminado todo, Auri sacó un cuchillo pequeño y reluciente y partió el cínaro en tres trozos. En cuanto el cuchillo atravesó la piel del fruto, me llegó su olor, dulce e intenso. Se me hizo la boca agua. El cínaro venía de muy lejos y era demasiado caro para la gente como yo.
Auri me ofreció mi trozo, y yo lo cogí con cuidado.
– Muchas gracias, Auri.
– Muchas gracias, Kvothe.
Elodin nos miró a uno y a otro.
– ¿Auri?
Esperé a que el maestro terminara su pregunta, pero resultó que eso era todo.
Auri lo entendió antes que yo.
– Es mi nombre -dijo sonriendo con orgullo.
– Ah, ¿sí? -preguntó Elodin con curiosidad.
– Me lo regaló Kvothe -confirmó Auri asintiendo con la cabeza. Me lanzó una sonrisa-. ¿Verdad que es maravilloso?
– Es un nombre precioso -dijo el maestro con gentileza-. Y te sienta muy bien.
– Sí -coincidió ella-. Es como tener una flor en mi corazón. -Miró a Elodin con seriedad-. Si su nombre le pesa demasiado, puede pedirle a Kvothe que le dé uno nuevo.
Elodin volvió a asentir con la cabeza y comió un poco de cínaro. Mientras lo masticaba, se volvió hacia mí. La luz de la luna me permitió ver sus ojos. Unos ojos fríos, serios y completamente cuerdos.
Después de cenar, canté unas cuantas canciones y nos despedimos. Elodin y yo nos marchamos juntos. Yo sabía al menos media docena de rutas para bajar del tejado de la Principalía, pero dejé que me guiara él.
Pasamos al lado de un observatorio redondo de piedra que sobresalía del tejado y recorrimos un largo tramo de planchas de plomo bastante planas.
– ¿Cuánto tiempo llevas viniendo a verla? -me preguntó Elodin.
– ¿Medio año? -contesté tras reflexionar un momento-. Depende de desde cuándo empecemos a contar. Estuve tocando durante un par de ciclos hasta que se dejó ver, pero tardó más en confiar en mí lo suficiente para que pudiéramos hablar.
– Has tenido más suerte que yo -repuso el maestro-. Yo llevo años. Esta es la primera vez que se ha acercado a mí a menos de diez pasos. Los días buenos apenas nos decimos una docena de palabras.
Trepamos por una chimenea ancha y baja y descendimos por una suave pendiente de madera gruesa sellada con capas de brea. Mientras caminábamos, mi ansiedad iba en aumento. ¿Por qué quería Elodin acercarse a Auri?
Recordé el día que había ido al Refugio con Elodin a visitar a su guíler, Alder Whin. Me imaginé a Auri allí. La pequeña Auri, atada a una cama con gruesas correas de cuero para que no pudiera autolesionarse ni revolverse cuando le dieran la comida.
Me paré. Elodin dio unos pasos más antes de darse la vuelta y mirarme.
– Es mi amiga -dije lentamente.
– Eso es obvio -dijo él asintiendo con la cabeza.
– Y no tengo tantos amigos como para soportar la pérdida de uno -añadí-. A ella no quiero perderla. Prométame que no hablará a nadie de Auri y que no la llevará al Refugio. No es lugar para ella.-Tragué saliva, pese a lo seca que tenía la boca-. Necesito que me lo prometa.
Elodin ladeó la cabeza.
– ¿Me ha parecido oír un «y si no»? -preguntó con un deje de burla-. Aunque no hayas llegado a decirlo. «Necesito que me lo prometa, y si no…» -Levantó una comisura de la boca componiendo una sonrisa irónica.
Al verlo sonreír, sentí una oleada de ira mezclada con ansiedad y temor. A continuación noté el intenso sabor a ciruela y nuez moscada en la boca, y me acordé de la navaja que llevaba atada al muslo bajo los pantalones. Mi mano se deslizó lentamente hacia uno de mis bolsillos.
Entonces vi el borde del tejado detrás de Elodin, a solo dos metros, y noté que mis pies se desplazaban ligeramente, preparándose para echar a correr, hacerle un placaje y caernos los dos del tejado a los duros adoquines de abajo.
Noté un repentino sudor frío en todo el cuerpo y cerré los ojos. Inspiré hondo y despacio, y el sabor desapareció de mi boca.
– Necesito que me lo prometa -dije al abrir de nuevo los ojos-. Y si no, seguramente cometeré la mayor estupidez que pueda imaginar cualquier mortal. -Tragué saliva-. Y los dos acabaremos mal.
– Qué amenaza tan inusualmente sincera -dijo Elodin mirándome-. Por lo general son mucho más siniestras y crujulentas.
– ¿Crujulentas? -pregunté-. Querrá decir truculentas.
– Ambas cosas -me contestó-. Normalmente van acompañadas de frases como «te romperé las rodillas» o «te partiré el cuello». -Se encogió de hombros-. Eso me hace pensar en huesos crujiendo.
– Ya -dije.
Nos quedamos mirándonos un momento.
– No voy a mandar a nadie a buscarla -dijo Elodin por fin-. El Refugio es el lugar adecuado para determinadas personas. Para muchas es el único lugar posible. Pero no me gustaría ver encerrado allí a un perro rabioso si hubiera alguna otra opción.
Se volvió y echó a andar. Como no lo seguí, se dio la vuelta de nuevo para mirarme.
– Con eso no hay suficiente -declaré-. Necesito que me lo prometa.
– Lo juro por la leche de mi madre -dijo Elodin-. Lo juro por mi nombre y mi poder. Lo juro por la luna en constante movimiento.
Nos pusimos de nuevo en marcha.
– Necesita ropa de abrigo -dije-. Y zapatos y calcetines. Y una manta. Y tiene que ser todo nuevo. Auri no acepta nada de segunda mano. Ya lo he intentado.
– De mí no lo aceptará -dijo Elodin-. A veces le he dejado cosas. Ni las toca. -Se volvió y me miró-. Si te las doy a ti, ¿se las darás?
Hice un gesto afirmativo con la cabeza y añadí:
– En ese caso, también necesita unos veinte talentos, un rubí del tamaño de un huevo y un juego nuevo de herramientas de grabado.
Elodin soltó una carcajada sincera y campechana.
– Y ¿no necesita cuerdas de laúd?
Volví a asentir.
– Dos pares, si puede ser.
– ¿Por qué Auri? -preguntó Elodin.
– Porque no tiene a nadie más -respondí-. Y yo tampoco. Si no nos ocupamos el uno del otro, ¿quién lo hará?
– No, no -dijo él meneando la cabeza-. ¿Por qué elegiste ese nombre para ella?
– Ah -dije con cierto bochorno-. Porque es alegre y amable. No tiene motivos para serlo, pero lo es. Auri significa «luminosa».
– ¿En qué idioma?
Vacilé antes de contestar:
– Creo que en siaru.
Elodin negó con la cabeza.
– Leviriet es «luminoso» en siaru.
Traté de recordar dónde había aprendido esa palabra. ¿Había tropezado con ella en el Archivo?
Todavía estaba preguntándomelo cuando Elodin dejó caer con indiferencia:
– Estoy preparando un grupo para quienes estén interesados en el arte delicado y sutil de la nominación. -Me miró de reojo-. He pensado que quizá para ti no sería una absoluta pérdida de tiempo.
– Quizá me interese -dije con cautela.
Elodin asintió con la cabeza.
– Deberías leer los Principios subyacentes de Teccam para prepararte. No es un libro muy largo, pero sí espeso. No sé si me explico.
– Si me presta usted una copia, lo leeré con mucho gusto -repliqué-. Si no, tendré que apañármelas sin él. -Elodin me miró sin comprender-. Tengo prohibido entrar en el Archivo.
– ¿Cómo? ¿Todavía? -me preguntó, extrañado.
– Todavía.
– Pero ¿cuánto hace? ¿Medio año? -Parecía indignado.
– Dentro de tres días hará tres cuartos de año -concreté-. El maestro Lorren ha dejado claras sus intenciones respecto al levantamiento de mi castigo.
– Eso solo son sandeces -dijo Elodin con un tono que denotaba una extraña actitud protectora-. Ahora eres mi Re'lar.
Cambió de trayectoria y se dirigió hacia un trozo de tejado que yo solía evitar porque estaba cubierto de tejas de arcilla. Desde allí saltamos por encima de un estrecho callejón, cruzamos el tejado inclinado de una posada y pasamos a un terrado de piedra trabajada.
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