Patrick Rothfuss - El temor de un hombre sabio. Crónicas del Asesino de Reyes - segundo día

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El temor de un hombre sabio. Crónicas del Asesino de Reyes: segundo día: краткое содержание, описание и аннотация

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Músico, mendigo, ladrón, estudiante, mago, héroe y asesino. Kvothe es un personaje legendario, el héroe o el villano de miles de historias que circulan entre la gente. Todos le dan por muerto, cuando en realidad se ha ocultado con un nombre falso en una aldea perdida. Allí simplemente es el taciturno dueño de Roca de Guía, una posada en el camino. Hasta que hace un día un viajero llamado Cronista le reconoció y le suplicó que le revelase su historia, la auténtica, la que deshacía leyendas y rompía mitos, la que mostraba una verdad que sólo Kvothe conocía. A lo que finalmente Kvothe accedió, con una condición: había mucho que contar, y le llevaría tres días. Es la mañana del segundo día, y tres hombres se sientan a una mesa de Roca de Guía: un posadero de cabello rojo como una llama, su pupilo Bast y Cronista, que moja la pluma en el tintero y se prepara a transcribir…
El temor de un hombre sabio empieza donde terminaba El nombre del viento: en la Universidad. De la que luego Kvothe se verá obligado a partir en pos del nombre del viento, en pos de la aventura, en pos de esas historias que aparecen en libros o se cuentan junto a una hoguera del camino o en una taberna, en pos de la antigua orden de los caballeros Amyr y, sobre todo, en pos de los Chandrian. Su viaje le lleva a la corte plagada de intrigas del maer Alveron en el reino de Vintas, al bosque de Eld en persecución de unos bandidos, a las colinas azotadas por las tormentas que rodean la ciudad de Ademre, a los confines crepusculares del reino de los Fata. Y cada vez parece que tiene algo más cerca la solución del misterio de los Chandrian, y su venganza.

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Al final llegamos ante una gran ventana detrás de la que se veía el cálido resplandor de la luz de las velas. Elodin golpeó el cristal con los nudillos, tan fuerte como si fuera una puerta. Miré alrededor y comprendí que estábamos en lo alto de la Casa de los Maestros.

Al cabo de un momento vi la alta y delgada figura del maestro Lorren detrás de la ventana, tapando momentáneamente la luz de las velas. Quitó el pestillo, y la ventana se abrió entera sobre un solo gozne.

– ¿En qué puedo ayudarte, Elodin? -preguntó Lorren. Si la situación le pareció extraña, no se le notó nada.

Elodin me apuntó con un pulgar por encima del hombro.

– Este muchacho dice que todavía tiene prohibido entrar en el Archivo. ¿Es eso cierto?

Lorren desplazó hacia mí su mirada imperturbable y luego volvió a mirar a Elodin.

– Sí, es cierto.

– Pues levántale el castigo -exigió Elodin-. Necesita leer cosas. Ya has conseguido lo que querías.

– Es un imprudente -declaró Lorren sin cambiar el tono de voz-. Pensaba prohibírselo durante un año y un día.

Elodin suspiró.

– Sí, sí, muy tradicional -dijo-. ¿Por qué no le das una segunda oportunidad? Yo respondo por él.

Lorren me miró largamente. Intenté parecer todo lo prudente que pude, que no era mucho, teniendo en cuenta que me encontraba de pie en un tejado en plena noche.

– Muy bien -dijo Lorren-. Pero solo Volúmenes.

– La Tumba es para gilipollas sin propósito en la vida que ni siquiera saben masticar la comida -replicó Elodin con desdén-. Mi chico es un Re'lar. ¡Tiene más propósito que veinte hombres juntos! Necesita explorar las Estanterías y descubrir toda clase de cosas inútiles.

– El chico no me preocupa -aclaró Lorren con serenidad-. Lo que me preocupa es el Archivo.

Elodin me cogió por el hombro y me hizo acercarme un poco más.

– A ver qué te parece esto. Si vuelves a encontrarlo haciendo el tonto, dejaré que le cortes los pulgares. Sería una buena lección, ¿no te parece?

Lorren nos miró a los dos sosegadamente y asintió con la cabeza.

– Muy bien -dijo, y cerró la ventana.

– Ya está -dijo Elodin, satisfecho.

– ¿Cómo que ya está? -pregunté retorciéndome las manos-. Yo… ¿cómo que ya está?

Elodin me miró sorprendido.

– ¿Qué pasa? Ya puedes entrar. Problema resuelto.

– ¡Pero usted no puede proponerle que me corten los pulgares! -protesté.

– ¿Acaso piensas violar las normas otra vez? -me preguntó arqueando una ceja.

– ¿Qué…? No, pero…

– En tal caso, no tienes nada de qué preocuparte. -Se dio la vuelta y subió por la pendiente del tejado-. Probablemente. Sin embargo, yo en tu lugar tendría cuidado. Nunca sé cuándo Lorren está de broma.

Al día siguiente, nada más despertar, fui a la tesorería y arreglé cuentas con Riem, el cara agria encargado de atar los cordones de la bolsa de la Universidad. Desembolsé los nueve talentos con cinco que tanto me había costado ganar y me aseguré una plaza en la Universidad para un bimestre más.

Después fui a Registros y Horarios y me apunté a Observación en la Clínica, además de a Fisiognomía y a Fisiología. También me apunté a Metalurgia Ferrosa y Cúprica con Cammar en la Factoría. Por último, me apunté a Simpatía Experta con Elxa Dal.

Entonces reparé en que no sabía cómo se llamaba la asignatura de Elodin. Hojeé el libro hasta dar con el nombre de Elodin, y deslicé el dedo hasta la columna donde aparecía el nombre de la asignatura, escrito recientemente con tinta negra: «Introducción a cómo no ser un asno redomado».

Suspiré y anoté mi nombre en el único espacio en blanco que había debajo.

Capítulo 12

La mente dormida

Cuando desperté al día siguiente, la clase de Elodin fue lo primero que me vino al pensamiento. Noté un cosquilleo agradable en el estómago. Tras largos meses intentando que el maestro nominador me enseñara algo, por fin iba a tener la oportunidad de estudiar Nominación. Magia de verdad. Magia como la de Táborlin el Grande.

Pero antes del ocio, el negocio. La clase de Elodin no empezaba hasta mediodía. Con la amenaza de la deuda que había contraído con Devi pendiente sobre mi cabeza, necesitaba trabajar un par de horas en la Factoría.

Entré en el taller de Kilvin, y el estrépito de medio centenar de manos ocupadas me rodeó como la música. Aunque el taller era un lugar peligroso, yo lo encontraba curiosamente relajante. A muchos estudiantes les molestaba mi rápido ascenso en los rangos del Arcano, pero me había ganado el respeto, aunque fuera a regañadientes, de la mayoría de los otros artífices.

Vi a Manet trabajando cerca de los hornos y fui hacia él sorteando las mesas. Manet siempre sabía qué trabajos se pagaban mejor.

– ¡Kvothe!

La inmensa estancia se quedó en silencio; me di la vuelta y vi al maestro Kilvin en el umbral de su despacho. Me hizo señas para que me acercara y, sin esperarme, se metió dentro.

Poco a poco el sonido volvió a llenar la habitación cuando los alumnos reanudaron su actividad, pero sentía sus ojos clavados en mí mientras cruzaba de nuevo el taller, serpenteando entre las mesas de trabajo.

Al acercarme, vi a Kilvin a través de la amplia ventana de su despacho, escribiendo en una pizarra colgada en la pared. Era un palmo más alto que yo, y tenía un torso como un tonel. Su poblada y erizada barba y sus ojos oscuros le hacían parecer aún más corpulento de lo que era en realidad.

Golpeé educadamente el marco de la puerta con los nudillos, y Kilvin se dio la vuelta y dejó la tiza que tenía en la mano.

– Re'lar Kvothe. Pasa. Cierra la puerta.

Entré en el despacho, intrigado, y cerré la puerta detrás de mí. El jaleo y el estrépito del taller cesó por completo, e imaginé que Kilvin debía de haber puesto alguna astuta sigaldría para amortiguar el ruido. Como resultado, en la habitación reinaba un silencio casi sobrecogedor.

Kilvin cogió una hoja de papel que había en una esquina de su mesa de trabajo.

– Me he enterado de una cosa inquietante -dijo-. Hace unos días, se presentó en Existencias una muchacha que buscaba a un joven que le había vendido un amuleto. -Me miró a los ojos-. ¿Sabes algo de eso?

Negué con la cabeza y pregunté:

– ¿Qué quería?

– No lo sabemos -contestó Kilvin-. El E'lir Basil estaba trabajando en Existencias en ese momento. Dice que la muchacha era muy joven y que parecía muy consternada. Buscaba… -echó un vistazo a la hoja de papel- a un joven mago. No sabía su nombre, pero lo describió como joven, pelirrojo y atractivo.

Kilvin dejó la hoja en la mesa.

– Basil dice que la muchacha se fue alterando a medida que hablaban. Parecía asustada, y cuando él le preguntó cómo se llamaba, ella se marchó llorando. -Se cruzó de brazos y me miró con severidad-. Te lo preguntaré sin rodeos. ¿Has estado vendiendo amuletos a jovencitas?

La pregunta me pilló desprevenido.

– ¿Amuletos? ¿Amuletos para qué?

– Eso deberías decírmelo tú -dijo Kilvin misteriosamente-. Amuletos del amor, o de la buena suerte. Para ayudar a una mujer a quedarse embarazada, o para impedirlo. Amuletos contra los demonios y esas cosas.

– Pero ¿se pueden fabricar esas cosas? -pregunté.

– No -dijo Kilvin con firmeza-. Y por eso nosotros no los vendemos. -Aquellos ojos oscuros y penetrantes se clavaron en mí-. Te lo preguntaré otra vez: ¿has estado vendiendo amuletos a gentes ignorantes?

Esa acusación me cogió tan por sorpresa que no se me ocurrió nada sensato que decir en mi defensa. Entonces comprendí lo ridículo de la situación y me puse a reír.

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