Me animó a averiguar cuánto tiempo podía permanecer despierto. Y como podía permitirme todo el café que quisiera, aguanté casi cinco días. Aunque al final me puse muy frenético y empezaba a oír voces.
Y entonces ocurrió el incidente del tejado del Archivo. Por lo visto, todo el mundo ha oído hablar de ello, en una u otra versión.
Se estaba preparando una tormenta monumental, y Elodin decidió que me convenía pasar un rato a la intemperie. Cuanto más cerca de la tormenta, mejor, dijo. Elodin sabía que Lorren jamás nos permitiría acceder al tejado del Archivo, así que le robó la llave.
Por desgracia, cuando la llave salió volando, nadie supo que estábamos atrapados allí arriba. Y por eso nos vimos obligados a pasar toda la noche en el tejado de piedra, atrapados en medio de una tormenta violentísima.
A media mañana el tiempo se apaciguó lo suficiente para que pudiéramos gritar pidiendo ayuda a los del patio. Entonces, como al parecer no había ninguna otra llave, Lorren tomó el camino más corto e hizo que unos cuantos secretarios robustos derribaran la puerta que llevaba al tejado.
Nada de todo eso habría supuesto ningún problema grave si, justo cuando había empezado a llover, Elodin no se hubiera empeñado en que nos desnudáramos, envolviéramos nuestra ropa en una tela encerada y la bajásemos hasta el patio atada a un ladrillo. Según Elodin, eso nos ayudaría a experimentar la tormenta en toda su plenitud.
El viento azotaba más fuerte de lo que Elodin había previsto, y se llevó el ladrillo y nuestro hatillo de ropa, lanzándolos por el cielo como si fueran un puñado de hojas. Así fue como perdimos la llave. Estaba en el bolsillo de los pantalones de Elodin.
Por eso fue que el maestro Lorren, Distrel, el guíler de Lorren, y tres secretarios musculosos nos encontraron a Elodin y a mí, desnudos y empapados como dos ratas ahogadas, en el tejado del Archivo. Al cabo de quince minutos, toda la Universidad sabía lo ocurrido. Elodin se partía de risa con todo aquello, y aunque ahora le encuentro el lado cómico, en aquel momento no me hizo ninguna gracia.
No os aburriré con toda la lista de nuestras actividades. Baste decir que Elodin puso un gran empeño en despertar mi mente dormida. Un empeño ridículo, la verdad.
Y para gran sorpresa mía, nuestro trabajo aportó beneficios. Aquel bimestre llamé al viento tres veces.
La primera vez detuve el viento durante el tiempo que se tarda en hacer una inspiración lenta; fue en lo alto del Puente de Piedra, en plena noche. Elodin estaba conmigo, dirigiéndome. Con eso quiero decir que me empujaba con una fusta. Yo estaba descalzo y bastante borracho.
La segunda vez fue inesperadamente, mientras estudiaba en Volúmenes. Estaba leyendo un libro de historia de Yll cuando de pronto el aire de la cavernosa habitación me susurró. Escuché como Elodin me había enseñado, y entonces pronuncié el nombre en voz baja. Con la misma suavidad, el viento oculto se agitó hasta convertirse en brisa, asustando a los alumnos y provocando el pánico entre los secretarios.
Unos minutos más tarde, el nombre desapareció de mi mente, pero mientras aquello duró, tuve la certeza de que si quería, podía provocar una tormenta o un trueno con la misma facilidad. Tuve que contentarme con esa certeza. Si hubiera llamado impetuosamente al viento dentro del Archivo, Lorren me habría colgado por los pulgares sobre la puerta principal.
Quizá no os parezcan grandes proezas de nominación, y supongo que tenéis razón. Pero llamé al viento por tercera vez esa primavera, y a la tercera va la vencida.
Deudas
Como disponía de mucho tiempo libre, hacia mediados del bimestre alquilé un carro ligero de dos caballos y me fui a Tarbean a distraerme un poco.
Tardé toda la Captura en llegar allí, y pasé casi todo el Prendido visitando los sitios a los que solía ir y pagando viejas deudas: un zapatero que había sido amable con un chico descalzo, un posadero que me había dejado dormir junto a su chimenea algunas noches, un sastre al que había aterrorizado.
Muchas partes de la Ribera me resultaban familiares, mientras que otras no las reconocí en absoluto. Eso no me sorprendió mucho. Una ciudad tan bulliciosa como Tarbean cambia constantemente. Lo que sí me sorprendió fue la extraña nostalgia que sentí por aquel lugar que había sido tan cruel conmigo.
Me había marchado de allí hacía dos años, pero tenía la impresión de que había transcurrido toda una vida.
Llevaba un ciclo entero sin llover, y la ciudad estaba seca como un hueso. El arrastrar de pies de cien mil personas levantaba una nube de polvo fino que llenaba las calles de la ciudad. El polvo me cubría la ropa y se me metía en el pelo y en los ojos, que me escocían. Procuré no pensar en que aquel polvo era básicamente mierda de caballo pulverizada, aderezada con unos toques de pescado, hollín y orina.
Si respiraba por la nariz, me asaltaba el olor. Pero si respiraba por la boca, notaba su sabor, y el polvo me llenaba los pulmones y me hacía toser. No recordaba que fuera tan desagradable. ¿Siempre había estado tan sucia la ciudad? ¿Siempre había olido tan mal?
Llevaba media hora buscando cuando por fin encontré el edificio quemado con un sótano debajo. Bajé la escalera y recorrí el pasillo que conducía hasta una habitación húmeda. Trapis seguía allí, descalzo y con la misma túnica andrajosa, cuidando a sus niños desgraciados en aquel refugio frío y oscuro bajo las calles de la ciudad.
Me reconoció. No como me habrían reconocido otros; no como al héroe en ciernes salido de un cuento. Trapis no tenía tiempo para esas cosas. Me recordaba como el niño sucio y hambriento que bajó por su escalera, afiebrado y lloroso, una noche de invierno. Supongo que lo quise aún más por eso.
Le di todo el dinero que quiso aceptar: cinco talentos. Intenté ofrecerle más, pero se negó. Si gastaba demasiado dinero, dijo, podía llamar la atención. Sus niños y él estaban más seguros si nadie se fijaba en ellos.
Admití que tenía razón y pasé el resto del día ayudándolo. Bombeé agua y fui a comprar pan. Examiné rápidamente a los niños, fui a una botica y volví con unas cuantas cosas que podrían serles de ayuda.
Por último me ocupé de Trapis, tanto como él me dejó. Le froté los hinchados pies con alcanfor y balsamaría, y luego le regalé unas medias ajustadas y unos zapatos para que no tuviera que ir descalzo por el húmedo sótano.
Antes del anochecer, empezaron a llegar al sótano niños harapientos. Venían en busca de algo de cena, o porque estaban heridos o buscaban un lugar seguro donde dormir. Todos me miraron con recelo. Llevaba ropa nueva y limpia. No encajaba allí. No era bien recibido.
Si me quedaba, habría problemas. Como mínimo, mi presencia haría que alguno de aquellos niños hambrientos se sintiera tan incómodo que no quisiera quedarse a pasar la noche. Así que me despedí de Trapis y me marché. A veces, lo único que puedes hacer es marcharte.
Como faltaban unas horas para que las tabernas empezaran a llenarse, compré una hoja de papel de carta de color crema y un sobre a juego de grueso pergamino. Eran de excelente calidad, mucho más bonitos que nada que yo hubiera tenido hasta entonces.
Busqué un café tranquilo y pedí chocolate deshecho y un vaso de agua. Puse el papel sobre la mesa y saqué una pluma y tinta de mi shaed. Con caligrafía elegante y fluida, escribí:
Ambrose:
El niño es tuyo. Tú lo sabes y yo también.
Temo que mi familia me repudie. Si no te portas como un caballero y cumples tus obligaciones, iré a ver a tu padre y se lo contaré todo.
No quieras ponerme a prueba, estoy decidida.
No firmé con un nombre, sino que me limité a escribir una sola inicial que tanto podía ser una ornamentada «R» como una temblorosa «B».
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