Entonces, unos días más tarde, el maestro lingüista me llamó a su despacho. Se había enterado de que había estado haciendo averiguaciones, y resultó que él tenía buenos conocimientos de íllico. Se ofreció para darme clases particulares, y yo acepté de buen grado su ofrecimiento.
Desde mi llegada a la Universidad, solo había visto al maestro lingüista durante los exámenes de admisiones y cuando había tenido que presentarme ante las astas del toro por motivos disciplinarios. Cuando actuaba como rector, el maestro Herma era bastante severo y formal. Pero cuando no estaba sentado en la silla del rector, era un profesor asombrosamente hábil y amable. Era ingenioso y tenía un sentido del humor asombrosamente irreverente. La primera vez que me contó un chiste verde, me quedé petrificado.
Elodin no daba clases ese bimestre, pero empecé a estudiar nominación con él en privado. Ahora que ya entendía que su locura seguía un método, todo iba mucho mejor.
El conde Threpe se llevó una gran alegría al verme vivo y dio una fiesta de resurrección donde me exhibió con orgullo ante la nobleza de la región. Me encargué un traje a medida para la ocasión, y en un arrebato de nostalgia pedí que me lo hicieran de los colores de mi antigua troupe: el verde y gris de los hombres de lord Greyfallow.
Después de la fiesta, mientras nos tomábamos mano a mano una botella de vino en su salón, le conté mis aventuras a Threpe. No le hablé de la historia de Felurian, porque sabía que no me creería. Tampoco pude contarle gran parte de lo que había hecho al servicio del maer. Por lo tanto, Threpe creyó que Alveron había sido muy generoso al recompensarme, y yo no se lo discutí.
Historias
Ambrose había estado afortunadamente ausente durante el bimestre de invierno, pero cuando llegó la primavera, volvió como una especie de odiosa ave migratoria. No fue casualidad que el día después de su regreso me saltara todas las clases y me pasase toda la jornada fabricándome un nuevo gram.
Tan pronto como se derritió la nieve y el suelo volvió a estar firme, reanudé la práctica del Ketan. Como recordaba lo extraño que me había parecido la primera vez que lo había visto, me iba al bosque del norte de la Universidad, donde podía realizar los movimientos sin ser visto.
Al inicio del bimestre de primavera hubo otra ronda de admisiones. Me presenté al examen con una fuerte resaca y fallé varias preguntas. Me pusieron una matrícula de dieciocho talentos con cinco, con lo que gané cuatro talentos y algo de cambio tras pasar a visitar al tesorero.
Las ventas del Sin Sangre habían disminuido durante el invierno, porque había menos comerciantes que visitaban la Universidad. Pero cuando la nieve se derritió y los caminos se secaron, los pocos que quedaban en Existencias se vendieron rápidamente, procurándome otros seis talentos.
No estaba acostumbrado a disponer de tanto dinero, y he de admitir que se me subió un poco a la cabeza. Poseía seis trajes de mi talla, y más papel del que podía utilizar. Compré una tinta excelente de Arueh y mi propio juego de herramientas de grabado. Tenía dos pares de zapatos. Dos.
Encontré un panléxico íllico, viejísimo y destrozado, enterrado en una librería de Imre. Estaba lleno de dibujos de nudos, y el librero creía que era el diario de un marinero. Se lo compré por solo un talento y medio. Poco después adquirí un ejemplar de la Heroborica, y luego una copia del Termigus techina que podría usar como referencia mientras diseñaba esquemas en la privacidad de mi propia habitación.
Invitaba a cenar a mis amigos. Auri disponía de vestidos nuevos y cintas de colores para el pelo. Todo eso, y seguía teniendo dinero en la bolsa. Qué raro. Qué maravilloso.
Hacia la mitad del bimestre empecer a oír historias que me sonaban. Historias sobre cierto aventurero pelirrojo que había pasado la noche con Felurian. Historias sobre un joven y gallardo arcanista con todos los poderes de Táborlin el Grande. Habían tardado meses, pero mis hazañas en Vintas habían llegado por fin, de boca a oreja, hasta la Universidad.
Quizá sea cierto que cuando por fin oí esas historias, alargué un poco mi shaed y me lo puse más a menudo que antes. También podría ser que pasara más tiempo del debido en las tabernas los ciclos siguientes, merodeando en silencio y escuchando lo que se decía. Hasta es posible que llegara a aportar algún detalle.
Al fin y al cabo, era joven, y era natural que me deleitara con mi notoriedad. Creía que con el tiempo se pasaría. ¿Por qué no iba a divertirme un poco con las miradas de soslayo que me lanzaban mis compañeros de clase? ¿Por qué no disfrutar de ello mientras durara?
Muchas de las historias giraban en torno a la persecución de los bandidos y el rescate de las chicas. Pero ninguna se acercaba mucho a la verdad. No hay historia que pueda recorrer más de mil kilómetros de boca a oreja y guardar su forma original.
Los detalles variaban, pero la mayoría seguían una trama familiar: unas muchachas necesitaban que las rescataran. A veces un noble me contrataba. Otras, lo hacía un padre preocupado, un alcalde consternado o un alguacil incompetente.
La mayoría de las veces salvaba a dos muchachas. A veces solo a una, y a veces eran tres. Eran íntimas amigas. Eran madre e hija. Oí una que hablaba de siete mujeres, todas hermanas, todas princesas hermosas, todas vírgenes. Ya os imagináis a qué clase de historia me refiero.
También había gran diversidad respecto a quién había secuestrado a las chicas. La mayoría de las veces eran bandidos, pero también había tíos malvados, madrastras y engendros. Una historia daba un giro sorprendente y me hacía rescatarlas de unos mercenarios adem. Hasta hubo un par de ogros.
Aunque en alguna ocasión rescataba a las chicas de una troupe de artistas itinerantes, me enorgullece decir que nunca oí ninguna historia en que las hubieran secuestrado los Edena Ruh.
Normalmente la historia tenía uno de dos finales. En el primero, peleaba como un verdadero Príncipe Azul y combatía espada contra espada hasta que todos morían, huían o, de una manera muy apropiada, se arrepentían. El segundo final era más popular. En él invocaba al fuego y al rayo del cielo al más puro estilo de Táborlin el Grande.
En mi versión favorita de la historia, conocía a un bondadoso calderero en el camino. Compartía con él mi cena, y él me hablaba de dos niñas a las que habían secuestrado de una granja cercana. Antes de marcharme, el calderero me vendía un huevo, tres clavos de hierro y una capa andrajosa que me volvía invisible. Con esos tres artículos y mi considerable ingenio conseguía salvar a las niñas de las garras de un astuto y hambriento trol.
Pero aunque circulaban muchas versiones de esa historia, la de Felurian era mucho más popular. La canción que había compuesto también había hecho el viaje hasta el oeste. Y como las canciones conservan su forma mejor que las historias orales, los detalles de mi encuentro con Felurian se acercaban moderadamente a la verdad.
Cuando Wil y Sim me pincharon para sonsacarme más detalles, les conté todo. Tardé un buen rato en convencerlos de que les estaba diciendo la verdad. O mejor dicho, tardé un buen rato en convencer a Sim. Por algún extraño motivo, Wil aceptó sin reparos la existencia de los Fata.
No podía reprocharle a Sim su incredulidad. Hasta que la tuve ante mí, yo habría apostado todo mi dinero a que Felurian no existía. Una cosa es saber disfrutar con una buena historia, pero creértela es otra muy distinta.
– Lo que no sabemos -dijo Sim, pensativo- es cuántos años tienes.
– Yo sí lo sé -dijo Wilem con el sombrío orgullo de quien finge desesperadamente no estar borracho-. Diecisiete.
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