Al cabo de una hora, había conseguido forzar la cerradura del baúl que había a los pies de la cama y había sacado todo lo que había guardado allí. Volví a descubrir mi reloj armónico a medio desmontar y jugueteé un poco con él, tratando de recordar si antes de marcharme me disponía a desmontarlo o a montarlo.
Luego, como no tenía ningún asunto más urgente, volví a cruzar el río. Pasé por el Eolio, donde Deoch me recibió con un entusiasta abrazo de oso que me levantó del suelo. Después de tanto tiempo en el camino, tanto tiempo entre extraños y enemigos, había olvidado cómo era estar rodeado del calor de caras conocidas. Deoch, Stanchion y yo nos bebimos unas copas e intercambiamos historias hasta que fuera empezó a oscurecer, y entonces dejé que se ocuparan de sus asuntos.
Me paseé un poco por la ciudad y fui a algunas casas de huéspedes y tabernas que conocía. Pasé por dos o tres parques. Por un patio con un banco bajo un árbol. Deoch me dijo que llevaba un año sin ver ni la sombra de Denna. Pero incluso buscarla y no encontrarla era reconfortante, en cierto modo. En cierto modo, ese parecía ser el fundamento de nuestra relación.
Esa noche, más tarde, trepé a los tejados de la Principalía y me paseé por aquel laberinto de chimeneas y parches de pizarra, teja y chapa que tan bien conocía. Al doblar una esquina, vi a Auri sentada en una chimenea, con el largo y fino cabello flotando alrededor de su cabeza, como si estuviera debajo del agua. Miraba fijamente la luna y balanceaba los pies descalzos.
Carraspeé débilmente, y Auri giró la cabeza. Saltó de la chimenea y vino correteando por el tejado para detenerse a escasos pasos de mí. Su sonrisa brillaba más que la luna.
– ¡En Grillito se ha instalado toda una familia de erizos! -me dijo, emocionada.
Dio dos pasos más y me tomó una mano entre las suyas.
– ¡Tienen unos bebés del tamaño de una bellota! -Tiró suavemente de mí-. ¿Quieres venir a verlos?
Asentí con la cabeza, y Auri me guió por el tejado hasta el manzano que usábamos para bajar al patio. Cuando llegamos allí, Auri miró el árbol, y luego me miró la mano, larga y bronceada, que ella todavía sujetaba con sus manitas blancas. No me la apretaba, pero me la asía con firmeza, y no me pareció que tuviera intención de soltarme.
– Te he echado de menos -dijo en voz baja, sin levantar la cabeza-. No vuelvas a marcharte.
– No tengo ninguna intención de marcharme -dije con ternura-. Tengo demasiadas cosas que hacer aquí.
Auri ladeó la cabeza y me escudriñó a través de la nube que formaba su pelo.
– ¿Como venir a visitarme?
– Como venir a visitarte -confirmé.
Sin Sangre
Sabía una última sorpresa esperándome a mi regreso a la Universidad.
Ya llevaba unos días allí cuando volví a la Factoría. Aunque ya no necesitaba tanto el dinero, echaba de menos el trabajo. Dar forma a un objeto con las manos produce una extraña satisfacción. La buena artificería es como una canción solidificada. Es un acto de creación.
Me dirigí a Existencias con la idea de empezar algún proyecto sencillo, porque estaba desentrenado. Al acercarme a la ventana, vi una cara conocida.
– Hola, Basil -dije-. ¿Qué has hecho esta vez para que te pongan aquí?
– Manejo incorrecto de reactivos -murmuró Basil agachando la cabeza.
– Bah, eso no es grave -dije riendo-. Te soltarán dentro de un ciclo.
– Sí. -Levantó la cabeza y sonrió, abochornado-. Ya me había enterado de que habías vuelto. ¿Has venido a buscar tus beneficios?
Estaba haciendo una lista mental de todo lo que necesitaba para fabricar un embudo de calor, pero me paré en seco.
– ¿Cómo dices?
Basil ladeó la cabeza.
– Tus beneficios -repitió-. Por el Sin Sangre. -Se quedó mirándome un momento, y luego lo entendió-. Claro, no sabes nada… -Se apartó un momento de la ventana y volvió con un objeto que parecía una lámpara de ocho caras hecha toda de hierro.
No era exactamente igual que el atrapaflechas que yo había construido. El mío era un prototipo, y no estaba tan pulido. Aquel, en cambio, era perfecto. Todas las piezas encajaban a la perfección, y estaba recubierto con una fina capa de esmalte alquímico transparente que lo protegería de la lluvia y de la herrumbre. Era un detalle muy acertado; debí incluirlo en mi diseño original.
Por una parte me halagaba que a alguien le hubiera gustado lo suficiente mi diseño para copiarlo, pero por otra, me fastidiaba ver un atrapaflechas mucho más bonito y pulido que mi original. Me fijé en que las piezas tenían una uniformidad reveladora.
– ¿Han hecho un juego de moldes? -pregunté.
– Sí, hace mucho tiempo. Dos juegos. -Me sonrió-. He de reconocer que es una obra muy inteligente. Me costó un poco entender cómo funcionaba el disparador de inercia, pero ahora que lo sé… -Se dio unos golpecitos en la frente-. Yo ya he construido dos. Se gana un buen dinero para el tiempo que llevan. No se pueden comparar con las lámparas marineras.
Eso me arrancó una sonrisa.
– Cualquier cosa es mejor que las lámparas marineras -coincidí, y cogí el atrapaflechas-. ¿Este es tuyo?
Basil negó con la cabeza.
– El mío se vendió hace un mes. No duran mucho. Fuiste muy astuto al ponerles un precio tan bajo.
Le di vueltas y vi una palabra grabada en el metal. Las letras estaban muy hundidas en el hierro, y eso indicaba que formaban parte del molde. Rezaban: «Sin Sangre».
Miré a Basil, que sonreía.
– Te marchaste sin ponerle un nombre adecuado -dijo-. Entonces Kilvin formalizó el esquema y lo registró. Necesitábamos llamarlo de alguna manera antes de empezar a venderlo. -Su sonrisa se desdibujó un poco-. Pero más o menos al mismo tiempo, llegó la noticia de que habías muerto en un naufragio. Kilvin acudió al maestro Elodin…
– Para que le pusiera un nombre adecuado -dije sin dejar de darle vueltas con las manos-. Claro.
– Kilvin protestó un poco -continuó Basil-. Opinaba que eran bobadas dramáticas. Pero se quedó con ese nombre. -Encogió los hombros, se agachó y revolvió un poco antes de reaparecer con un libro-. En fin, ¿quieres tus beneficios? -Empezó a pasar las hojas-. Ya debe de haberse acumulado una cantidad considerable. Muchos alumnos los fabrican.
Encontró la página que buscaba y pasó un dedo por la línea.
– Aquí está. Hasta ahora se han vendido veintiocho…
– Basil -lo interrumpí-, no sé de qué me estás hablando, de verdad. Kilvin ya me pagó por el que fabriqué yo.
Basil frunció el entrecejo.
– Es tu comisión -dijo con naturalidad. Entonces, al ver que yo no entendía nada, añadió-: Cada vez que Existencias vende algo, la Factoría obtiene un treinta por ciento de comisión, y el propietario del esquema obtiene el diez por ciento.
– Yo creí que Existencias se quedaba el cuarenta -dije, sorprendido.
Basil encogió un hombro.
– Sí, casi siempre. Porque la mayoría de los esquemas viejos son propiedad de Existencias. Casi todos los artículos ya están inventados. Pero cuando se trata de algo nuevo…
– Manet nunca lo mencionó -dije.
Basil esbozó una sonrisa de disculpa.
– El viejo Manet es un percherón -dijo educadamente-. Pero no es la persona más innovadora del mundo. Lleva… ¿cuánto?, ¿unos treinta años aquí?, y no creo que tenga ni un solo esquema a su nombre. -Hojeó un poco el libro, leyendo las páginas por encima-. Casi todos los artífices serios tienen al menos uno, aunque solo sea por orgullo y aunque sea algo prácticamente inútil.
Empecé a calcular mentalmente.
– Pues el diez por ciento de ocho talentos por pieza… -murmuré, y levanté la cabeza-. ¿Tengo veintidós talentos esperándome?
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