Patrick Rothfuss - El temor de un hombre sabio. Crónicas del Asesino de Reyes - segundo día

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El temor de un hombre sabio. Crónicas del Asesino de Reyes: segundo día: краткое содержание, описание и аннотация

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Músico, mendigo, ladrón, estudiante, mago, héroe y asesino. Kvothe es un personaje legendario, el héroe o el villano de miles de historias que circulan entre la gente. Todos le dan por muerto, cuando en realidad se ha ocultado con un nombre falso en una aldea perdida. Allí simplemente es el taciturno dueño de Roca de Guía, una posada en el camino. Hasta que hace un día un viajero llamado Cronista le reconoció y le suplicó que le revelase su historia, la auténtica, la que deshacía leyendas y rompía mitos, la que mostraba una verdad que sólo Kvothe conocía. A lo que finalmente Kvothe accedió, con una condición: había mucho que contar, y le llevaría tres días. Es la mañana del segundo día, y tres hombres se sientan a una mesa de Roca de Guía: un posadero de cabello rojo como una llama, su pupilo Bast y Cronista, que moja la pluma en el tintero y se prepara a transcribir…
El temor de un hombre sabio empieza donde terminaba El nombre del viento: en la Universidad. De la que luego Kvothe se verá obligado a partir en pos del nombre del viento, en pos de la aventura, en pos de esas historias que aparecen en libros o se cuentan junto a una hoguera del camino o en una taberna, en pos de la antigua orden de los caballeros Amyr y, sobre todo, en pos de los Chandrian. Su viaje le lleva a la corte plagada de intrigas del maer Alveron en el reino de Vintas, al bosque de Eld en persecución de unos bandidos, a las colinas azotadas por las tormentas que rodean la ciudad de Ademre, a los confines crepusculares del reino de los Fata. Y cada vez parece que tiene algo más cerca la solución del misterio de los Chandrian, y su venganza.

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Sin embargo, no podía evitar sentirme escasamente premiado. Había salvado a Alveron del envenenamiento, había descubierto a un traidor en su corte, le había conseguido una esposa y había limpiado sus caminos de un número no poco considerable de personajes peligrosos.

Y pese a todo eso, seguía sin tener un mecenas. Peor aún: en su carta, Alveron no mencionaba a los Amyr, ni el apoyo que había prometido darme para llevar a cabo mis investigaciones.

Pero enfadándome no iba a conseguir nada, y en cambio podía perder mucho. Volví a llenar la bosa y me guardé las cartas de Alveron en el compartimento secreto del estuche de mi laúd.

También afané tres libros que me había llevado de la biblioteca de Caudicus, pues nadie sabía que los tenía, y metí los anillos del cuenco en un saquito. En el armario había dos docenas de elegantes trajes hechos a medida. Valían sus buenos peniques, pero no habría sido fácil transportarlos. Cogí dos de los más bonitos y dejé los otros en su sitio.

Por último, me colgué Cesura al cinto y me ceñí el shaed con forma de capa larga. Esos dos objetos me confirmaban que el tiempo que había pasado en Vintas no había sido del todo infructuoso, aunque los hubiera obtenido por mí mismo y no con la ayuda de Alveron.

Cerré la puerta, soplé la llama de las lámparas y salté al jardín por una ventana. Luego, con un trozo de alambre, cerré la ventana y los postigos.

¿Una travesura? ¿Un delito menor? Quizá, pero no estaba dispuesto a salir del palacio del maer escoltado por sus guardias. Además, me divertía pensar en lo desconcertados que los dejaría mi huida, y reír es bueno para la digestión.

Salí del palacio sin que me viera nadie. El shaed era ideal para pasar desapercibido en la oscuridad. Tras buscar durante una hora, encontré a un encuadernador en Bajo Severen.

Era un tipo desaliñado y desagradable con la moral de un perro salvaje, pero mostró auténtico interés por el montón de historias calumniosas que los nobles habían ido enviándome a mis habitaciones. Me ofreció cuatro carretes a cambio del lote entero, y la promesa de diez peniques por cada ejemplar del libro que vendiera una vez que estuvieran impresos. Regateé hasta conseguir seis carretes y seis peniques por ejemplar, y nos estrechamos la mano. Salí de la tienda, quemé el contrato y me lavé las manos dos veces. Pero me quedé el dinero.

A continuación, vendí los dos trajes y dos de los libros de Caudicus. Con el dinero que había acumulado, me dirigí a los muelles, donde pasé varias horas hasta que encontré un barco que zarpaba al día siguiente hacia Junpui.

Cuando la noche cubrió la ciudad, me paseé por la zona alta de Severen con la esperanza de tropezarme con Denna. No fue así, naturalmente. Sabía que se había marchado hacía mucho. Las ciudades parecen diferentes cuando Denna está en ellas, y Severen parecía hueca como un huevo vaciado.

Tras varias horas de búsqueda infructuosa, paré en un burdel del muelle y me tomé unas copas en la taberna. No había mucho trabajo esa noche, y las mujeres estaban aburridas, así que las invité a todas a beber, y charlamos. Les conté unas cuantas historias, y ellas me escucharon. Toqué unas cuantas canciones, y me aplaudieron. Luego les pedí un favor, y rieron y rieron y rieron.

Así pues, vacié el saquito de anillos en un cuenco y los dejé encima de la barra. Las mujeres empezaron a probárselos y a discutir sobre quiénes se quedarían los de plata. Pagué otra ronda y me marché; mi humor había mejorado considerablemente.

Después paseé un rato sin rumbo fijo, y al final encontré un pequeño parque cerca del borde del Tajo, con vistas a Bajo Severen. Abajo, las lámparas titilaban con una luz anaranjada, mientras que aquí y allá una lámpara de gas o una lámpara simpática ardían con luz verde azulada o carmesí. El espectáculo me pareció tan impresionante como la primera vez que lo había visto.

Llevaba un tiempo contemplando las luces cuando me di cuenta de que no estaba solo. Había un hombre apoyado en un árbol, a escasos metros de mí, contemplándolas igual que yo. Desprendía un leve olor a cerveza, no del todo desagradable.

– Es bonita, ¿eh? -dijo, y por su acento supe que era un estibador.

Le di la razón. Seguimos contemplando aquellos fuegos parpadeantes un rato. Me quité el anillo de madera del dedo y me planteé tirarlo por el precipicio. Pero al saberme observado, no pude evitar pensar que habría sido un gesto un tanto infantil.

– Dicen que un noble puede mear sobre medio Severen desde aquí -comentó el estibador.

Me guardé el anillo en un bolsillo del shaed. De recuerdo.

– Esos son los perezosos -repliqué-. Los que yo he conocido pueden mear mucho más allá.

Capítulo 141

Un viaje de regreso

El destino me sonrió en el viaje de regreso a la Universidad. Tuvimos buen viento y no surgieron incidentes. Los marineros habían oído hablar de mi encuentro con Felurian, así que durante toda la travesía disfruté de una modesta fama. Les toqué la canción que había escrito sobre aquella experiencia, y les conté la historia la mitad de las veces que me lo pidieron.

También les relaté mi estancia con los Adem. Al principio no se creyeron nada, pero entonces les enseñé la espada y derribé tres veces a su mejor luchador. Después de eso, me mostraron otra clase de respeto y me ofrecieron una amistad más sincera y más tosca.

Aprendí mucho de ellos durante mi viaje de vuelta a casa. Me contaron historias del mar y me enseñaron los nombres de las estrellas. Me hablaron del viento, del agua y de mujeres. Intentaron enseñarme a hacer nudos marineros, pero aunque no tenía un don para eso, sí demostré talento para deshacerlos.

Fue todo muy agradable. La amistad de los marineros, la música del viento en las jarcias, el olor a sudor y a sal y a brea. Con el paso de los días, esas cosas paliaron poco a poco la amargura que sentía por lo mal que me habían tratado el maer Alveron y su adorada esposa.

Capítulo 142

A casa

Finalmente atracamos en Tarbean, donde los marineros me ayudaron a buscar una litera barata en un barco de vela que se dirigía a Anilin, río arriba. Dos días más tarde desembarqué en Imre y fui a pie hasta la Universidad mientras la primera luz azulada del amanecer coloreaba el cielo.

Jamás en la vida he tenido un hogar. Pasé la infancia en el camino, viajando constantemente con mi troupe. El hogar no era un sitio, sino la gente y los carromatos. Más tarde, en Tarbean, tuve un lugar secreto donde confluían tres tejados que me resguardaban de la lluvia. Allí dormía y escondía unos cuantos objetos valiosos, pero no era un hogar.

Ese es el motivo de que jamás hubiera disfrutado de la sensación de regresar a casa tras un viaje. Pero aquel día la sentí al cruzar el Omethi; las piedras del puente, bajo mis pies, tenían un tacto familiar. Cuando llegué a lo más alto del arco del puente, divisé la silueta gris del Archivo alzándose entre los árboles.

Me reconfortó pisar las calles de la Universidad. Había pasado tres cuartas partes de un año fuera. En ciertos aspectos, parecía que hiciera mucho más, pero al mismo tiempo, allí todo tenía un aire tan familiar que era como si no hubiera transcurrido ni un solo día.

Todavía era muy temprano cuando llegué a Anker's, y la puerta estaba cerrada. Consideré la posibilidad de trepar hasta mi ventana, pero me lo pensé mejor porque llevaba el estuche del laúd y el macuto, y también a Cesura.

Opté por ir a las Dependencias y llamé a la puerta de Simmon. Era temprano, y sabía que lo despertaría, pero estaba impaciente por ver un rostro conocido. Tras esperar un minuto y no oír nada, volví a llamar, más fuerte, y ensayé mi sonrisa más desenvuelta.

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