– Sé lo de su hermana. La trágica vergüenza de su familia. Se fugó y se enamoró de un artista de troupe. Qué calamidad -dije con tono mordaz. La rabia hacía que me hormigueara todo el cuerpo-. El sentido común de su hermana habla muy bien de su familia; la actitud de su esposa, no tanto. Mi sangre vale tanto como la de cualquier hombre, y más que la de la mayoría. Y aunque no fuera así, ella no tiene derecho a tratarme como lo ha hecho.
La expresión de Alveron se endureció.
– Yo creo que tiene derecho a tratarte como le parezca -dijo-. Lo que pasa es que le ha sobresaltado tu repentina revelación. Dados sus sentimientos hacia vosotros, los liantes, creo que ha mostrado una circunspección considerable.
– Pues yo creo que a ella le escuece la verdad. Con la lengua de otro artista de troupe se la han llevado a la cama, y más deprisa que a su hermana.
En cuanto lo hube dicho supe que me había sobrepasado. Apreté los dientes para no soltar algo peor.
– Eso es todo -dijo Alveron con fría formalidad y la rabia reflejada en sus ojos.
Salí con toda la dignidad de que fui capaz. No porque no tuviera nada más que decir, sino porque si me hubiera quedado un solo momento más, Alveron habría llamado a los guardias, y no era así como yo deseaba hacer mutis.
Justas recompensas
A la mañana siguiente, cuando me estaba vistiendo, un mensajero me trajo un grueso sobre que llevaba el sello de Alveron. Me senté junto a la ventana y descubrí que dentro había varias cartas. La primera rezaba:
Kvothe:
He reflexionado y he decidido que tu sangre importa poco a la luz de los servicios que me has prestado.
Sin embargo, me debo a otra persona cuya felicidad me importa más que la mía propia. Confiaba en poder mantener tus servicios, pero no puedo. Es más, dado que tu presencia es causa de una considerable aflicción para mi esposa, debo pedirte que me devuelvas mi anillo y te marches de Severen cuanto antes te resulte conveniente.
Paré de leer, me levanté y abrí la puerta de mis habitaciones. En el pasillo había una pareja de guardias de Alveron en posición de firmes.
– ¿Señor? -dijo uno de ellos, extrañado al verme medio desnudo.
– Solo quería hacer una comprobación -dije, y cerré la puerta.
Volví a mi asiento y cogí de nuevo la carta.
Respecto al asunto que ha precipitado estas desafortunadas circunstancias, creo que en general has actuado para proteger mis intereses y los de Vintas. De hecho, esta misma mañana me han informado de que un «caballero» pelirrojo llamado Kvothe devolvió sanas y salvas a dos jóvenes de Levinshir a sus familias.
Como recompensa por tus diversos servicios, te ofrezco lo siguiente:
En primer lugar, el perdón por los asesinatos cometidos cerca de Levinshir.
En segundo lugar, una carta de crédito que te permitirá cargar a mis arcas el coste de tu matrícula en la Universidad.
En tercer lugar, un título que te autoriza a viajar, actuar y representar lo que quieras dentro de mis tierras.
Y por último, mi agradecimiento.
Maershon Lerand Alveron
Me quedé varios minutos sentado viendo revolotear a los pájaros en el jardín a través de la ventana. El sobre contenía todo lo que había mencionado Alveron. La carta de crédito era una verdadera obra de arte, firmada y sellada cuatro veces por Alveron y su tesorero.
El título era, si cabe, aún más precioso. Estaba redactado sobre una gruesa hoja de papel de vitela de color crema, firmado por el maer y estampado con el sello de su familia y el suyo propio.
Pero no era un título de mecenazgo. Lo leí concienzudamente. Por omisión, ponía de manifiesto que ni yo estaba al servicio del maer, ni teníamos ningún compromiso el uno con el otro. Con todo, me permitía viajar libremente y actuar bajo la protección de su nombre. Era un documento que recogía un acuerdo extraño.
Ya había terminado de vestirme cuando volvieron a llamar a mi puerta. Suspiré creyendo que serían otros guardias que venían a echarme de mis habitaciones.
Pero al abrir vi a otro mensajero. Llevaba una bandeja de plata con otra carta. Esa llevaba el sello de los Lackless. Junto a ella había un anillo. Lo cogí y le di vueltas con los dedos, desconcertado. No era de hierro, como yo esperaba, sino de una madera clara. El nombre de Meluan estaba grabado rudimentariamente con fuego en la cara interna.
Me fijé en que el chico nos miraba alternadamente al anillo y a mí con los ojos como platos. Y aún más importante: me fijé en que los guardias no lo miraban, o mejor dicho: hacían un gran esfuerzo por no mirarlo. Era esa forma de no mirar de cuando algo muy interesante te llama mucho la atención.
Le di mi anillo de plata al chico.
– Llévale esto a Bredon -dije-. Y no te entretengas.
Bredon estaba mirando a los guardias cuando le abrí la puerta.
– Seguid así, muchachos -dijo, y, juguetón, le dio unos golpecitos con el bastón en el pecho a uno de ellos. La cabeza de lobo de plata repicó débilmente contra el peto del guardia, y Bredon sonrió como un tío bromista-. Todos nos sentimos más seguros sabiendo que estáis vigilando.
Entró, cerró la puerta y me miró arqueando una ceja.
– Dios misericordioso, chico, asciendes en el escalafón a pasos agigantados. Ya sabía que gozabas del favor del maer, pero que te haya asignado a dos de sus guardias personales… -Se llevó una mano al corazón y dio un suspiro teatral-. Pronto estarás demasiado ocupado para relacionarte con alguien como el pobre, desdichado y anciano de Bredon.
Esbocé una sonrisa.
– Me temo que no es tan sencillo. -Le mostré el anillo de madera-. Necesito que me expliques qué significa esto.
La jovialidad de Bredon se evaporó más deprisa que si le hubiera mostrado un cuchillo ensangrentado.
– Divina pareja -dijo-. Dime que esto te lo ha dado algún granjero anticuado.
Negué con la cabeza, y le puse el anillo en la mano.
Bredon lo examinó.
– ¿Meluan? -preguntó en voz baja. Me devolvió el anillo y se sentó en una butaca, con el bastón sobre las rodillas. Había palidecido ligeramente-. ¿Te lo ha enviado la nueva esposa del maer? ¿Para citarte?
– No, para todo lo contrario -respondí-. También me ha enviado una carta encantadora. -Se la mostré con la otra mano.
Bredon alargó un brazo.
– ¿Me dejas verla? -preguntó, y al instante retiró rápidamente la mano-. Lo siento. Ha sido muy grosero por mi parte pedirte…
– Me harías un gran favor si la leyeras -dije, y se la puse en la mano-. Necesito desesperadamente que me des tu opinión.
Bredon cogió la carta y empezó a leerla moviendo los labios. A medida que avanzaba, iba palideciendo más.
– La dama tiene un don para las frases elegantes -comenté.
– Eso no puede negarse -repuso Bredon-. Podría haber escrito esto con sangre.
– Creo que le habría gustado -dije-. Pero habría tenido que matarse para llenar la segunda página. -Se la entregué.
Bredon la cogió y siguió leyendo, cada vez más pálido.
– Que los dioses se apiaden de nosotros -dijo-. Pero ¿«excrecencia» es una palabra? -preguntó.
– Sí -confirmé.
Bredon terminó de leer la segunda página; volvió al principio y releyó despacio la carta. Por último me miró.
– Si hubiera una mujer -declaró- que me amara con una décima parte de la pasión que esta dama siente por ti, me consideraría el hombre más afortunado del mundo.
– ¿Qué significa esto? -pregunté sosteniendo el anillo en alto. Olía a humo. Meluan debía de haberle grabado su nombre esa misma mañana.
– ¿Proviniendo de un granjero? -Bredon se encogió de hombros-. Muchas cosas, dependiendo de la madera. Pero aquí… Proviniendo de un noble… -Sacudió la cabeza sin saber qué decir.
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