Patrick Rothfuss - El temor de un hombre sabio. Crónicas del Asesino de Reyes - segundo día

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El temor de un hombre sabio. Crónicas del Asesino de Reyes: segundo día: краткое содержание, описание и аннотация

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Músico, mendigo, ladrón, estudiante, mago, héroe y asesino. Kvothe es un personaje legendario, el héroe o el villano de miles de historias que circulan entre la gente. Todos le dan por muerto, cuando en realidad se ha ocultado con un nombre falso en una aldea perdida. Allí simplemente es el taciturno dueño de Roca de Guía, una posada en el camino. Hasta que hace un día un viajero llamado Cronista le reconoció y le suplicó que le revelase su historia, la auténtica, la que deshacía leyendas y rompía mitos, la que mostraba una verdad que sólo Kvothe conocía. A lo que finalmente Kvothe accedió, con una condición: había mucho que contar, y le llevaría tres días. Es la mañana del segundo día, y tres hombres se sientan a una mesa de Roca de Guía: un posadero de cabello rojo como una llama, su pupilo Bast y Cronista, que moja la pluma en el tintero y se prepara a transcribir…
El temor de un hombre sabio empieza donde terminaba El nombre del viento: en la Universidad. De la que luego Kvothe se verá obligado a partir en pos del nombre del viento, en pos de la aventura, en pos de esas historias que aparecen en libros o se cuentan junto a una hoguera del camino o en una taberna, en pos de la antigua orden de los caballeros Amyr y, sobre todo, en pos de los Chandrian. Su viaje le lleva a la corte plagada de intrigas del maer Alveron en el reino de Vintas, al bosque de Eld en persecución de unos bandidos, a las colinas azotadas por las tormentas que rodean la ciudad de Ademre, a los confines crepusculares del reino de los Fata. Y cada vez parece que tiene algo más cerca la solución del misterio de los Chandrian, y su venganza.

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– ¡Aaah! -Sim levantó un dedo con gesto teatral-. Eso crees, ¿verdad?

– ¿Qué quieres decir? -pregunté.

Sim se inclinó hacia delante en la silla.

– Entraste en Fata, pasaste un tiempo allí y, cuando saliste, descubriste que solo habían transcurrido tres días -dijo Sim-. ¿Significa eso que solo eres tres días mayor? ¿O envejeciste mientras estabas allí?

Me quedé callado un momento.

– Eso no lo había pensado -confesé.

– En las historias -terció Wilem-, los niños entran en Fata y vuelven convertidos en hombres. Eso significa que cuando estás allí te haces mayor.

– Si te crees lo que dicen las historias -puntualizó Sim.

– Pues claro -dijo Wilem-. ¿Acaso vas a consultar el Compendio sobre los fenómenos fata de Marlock? Búscame ese libro y lo citaré.

Sim se encogió de hombros.

– Bueno -dijo Wil volviéndose hacia mí-, ¿cuánto tiempo pasaste allí?

– Es difícil calcularlo -dije-. No había día y noche. Y mis recuerdos son un poco imprecisos. -Cavilé un rato-. Hablamos, nadamos, comimos montones de veces, exploramos un poco. Y bueno… -Hice una pausa y carraspeé significativamente.

– Retozasteis -propuso Wil.

– Gracias. Y también retozamos un poco.

Conté las habilidades que Felurian me había enseñado, y calculé que no podía haberme enseñado más de dos o tres por día…

– Como mínimo un par de meses -dije-. Me afeité una vez. ¿O fueron dos? El tiempo suficiente para que me creciera un poco de barba.

Wil miró al techo y se pasó una mano por la oscura barba ceáldica.

– No, no una barba tan maravillosa como la tuya, cara de oso -dije-. Pero a mí me salió barba al menos dos o tres veces.

– Así pues, al menos dos meses -dijo Sim-. Pero ¿cuánto pudo durar?

– ¿Tres meses? -¿Cuántas historias habíamos compartido?-. ¿Cuatro o cinco meses? -Pensé en la lentitud con que habíamos llevado mi shaed de la luz de las estrellas a la luz de la luna y a la luz del fuego-. ¿Un año? -Pensé en el espantoso tiempo que había pasado recuperándome de mi encuentro con el Cthaeh-. Estoy seguro de que no pudo ser más de un año… -No sonaba tan convencido como me habría gustado.

Wilem arqueó una ceja.

– Pues entonces, feliz cumpleaños. -Levantó su copa-. O felices cumpleaños, depende.

Capítulo 146

Fracasos

Aquel bimestre de primavera sufrí diversos fracasos.

El primero fue un fracaso del que solo me percaté yo. Confiaba en que aprender íllico sería relativamente fácil. Pero nada podía estar más lejos de la verdad.

En pocos días había aprendido suficiente temán para defenderme ante el tribunal. Pero el temán era un idioma muy lógico, y yo ya tenía algunas nociones porque lo había estudiado en la Universidad. Aún más importante, el temán y el atur tenían mucho en común. Utilizaban el mismo alfabeto, y muchas palabras estaban relacionadas.

El íllico no compartía nada con el atur ni con el siaru, ni siquiera con el adémico. Era un revoltijo irracional y enredadísimo. Catorce modos indicativos. Unas extrañas desinencias de tratamiento.

No podías decir sencillamente «los calcetines del rector». Ah, no: eso era demasiado sencillo. Toda propiedad encerraba una extraña dualidad: como si el rector fuera dueño de sus calcetines, pero al mismo tiempo, de alguna forma, los calcetines también se convirtieran en dueños del rector. Eso alteraba y complicaba tremendamente el uso gramatical de ambas palabras. Como si el simple hecho de poseer unos calcetines alterara fundamentalmente la naturaleza de una persona.

Así pues, tras meses de estudio con el rector, la gramática íllica seguía pareciéndome un embrollo indescifrable. Lo único que había conseguido después de tantas horas de trabajo era un poco de vocabulario disperso. Mi comprensión de los nudos narrativos era aún peor. Intentaba mejorar practicando con Deoch. Pero Deoch no era muy buen maestro, y reconoció que la única persona que había conocido que sabía leer nudos narrativos había sido su abuela, que había muerto cuando él era muy pequeño.

Después vino mi fracaso en química avanzada, que estudiaba con el guíler de Mandrag, Einisat. Aunque la materia me fascinaba, no me llevaba nada bien con Einisat.

Me encantaba la posibilidad de descubrimiento que ofrecía la química. Me encantaba la emoción de los experimentos, el desafío de los ensayos. Me encantaba porque la entendía como un enigma. También he de admitir que sentía una atracción absurda por todo el material que conllevaba. Las botellas y los tubos. Los ácidos y las sales. El mercurio y la llama. La química tiene algo primario, algo que desafía toda explicación. Lo sientes o no.

Einisat no lo sentía. Para él, la química consistía en publicaciones escritas e hileras de números cuidadosamente anotados. Me hacía realizar la misma titración cuatro veces sencillamente porque mi notación era incorrecta. ¿Para qué escribir un número? ¿Para qué debía tomarme diez minutos para escribir lo que mis manos podían terminar en cinco?

Discutíamos. Al principio amablemente, aunque ninguno de los dos quería dar su brazo a torcer. Como consecuencia, apenas dos ciclos después de comenzar el curso, acabamos chillándonos el uno al otro en medio del Crisol delante de treinta alumnos que nos miraban boquiabiertos y consternados.

Einisat me echó de su clase y me llamó «resinillo irreverente que no respeta a la autoridad». Yo le dije que era un patán petulante que no había seguido su verdadera vocación de escribano de contaduría. Sinceramente, ambos teníamos parte de razón.

Mi otro fracaso fue con las matemáticas. Después de oír a Fela hablar emocionadamente durante meses de todo lo que estaba aprendiendo con el maestro Brandeur, me propuse ampliar mi sabiduría numérica.

Por desgracia, las cumbres más altas de las matemáticas no me sedujeron. No soy ningún poeta. No amo las palabras por las palabras. Amo las palabras por lo que son capaces de conseguir. Del mismo modo, no soy ningún aritmético. Los números que solo hablan de números me interesan muy poco.

Debido a mi abandono de la química y la aritmética, disponía de mucho tiempo libre. Parte de ese tiempo lo pasé en la Factoría, fabricando mi propio Sin Sangre, que se vendió prácticamente antes de que llegaran a ponerlo en los estantes. También pasé mucho tiempo en el Archivo y en la Clínica, investigando para un trabajo titulado «Sobre la ineficacia del arruruz». Arwyl se mostró escéptico, pero convino en que mi trabajo previo justificaba su atención.

También dediqué parte de mi tiempo a los asuntos románticos. Era una experiencia nueva para mí, porque hasta entonces nunca había recibido mucha atención de las mujeres. Y cuando la había recibido, no había sabido qué hacer con ella.

Pero ahora era mayor, y en cierto modo más sabio. Y gracias a las historias que circulaban, las mujeres de ambos lados del río empezaban a interesarse por mí.

Todos mis romances fueron agradables y breves. No puedo explicar por qué fueron breves, sino solo expresar algo evidente: que no hay nada en mí que pueda animar a una mujer a desear prolongadamente mi compañía. Simmon, por ejemplo, tenía mucho que ofrecer. Era un diamante en bruto. A primera vista no deslumbraba, pero había un gran valor bajo la superficie. Sim era todo lo tierno, bondadoso y atento que una mujer podía desear. Fela estaba loca de felicidad con él. Sim era un príncipe.

¿Qué podía ofrecer yo, en cambio? Nada, la verdad. Y menos ahora. Era como una piedra rara que coges del suelo, llevas un rato y al final vuelves a tirar al darte cuenta de que, pese a su apariencia interesante, no es más que un trozo de tierra duro.

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