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Orson Card: El septimo hijo

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Orson Card El septimo hijo
  • Название:
    El septimo hijo
  • Автор:
  • Издательство:
    Ediciones B
  • Жанр:
  • Год:
    1990
  • Город:
    Barcelona
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-406-1269-9
  • Рейтинг книги:
    4 / 5
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El septimo hijo: краткое содержание, описание и аннотация

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Inicios del siglo XIX. Un Norteamérica alternativa en la que la magia y los conjuros del folklore popular son efectivos y en la que las colonias americanas no se han independizado todavía de la corona británica gobernada todavía por el lord Protector y cuyo rey está exiliado en Carolina del Sur. Un mundo en el que los pieles rojas se encuentran con los colonos que parten hacia el oeste. En ese mundo rural, mágico y complejo, transcurren las historias de Alvin (séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón) llamado por la magia de su prodigioso nacimiento y las circunstancias que en él concurren, a poseer un don poco corriente, el de ser un Hacedor. Ello le enfrenta, incluso sin él saberlo a los poderes aniquiladores del Deshacedor. Sólo logrará sobrevivir y cumplir su misión con el uso de su excepcional don si llega a dominar su poder y evade las fuerzas ocultas que buscan su muerte antes de llegar a la edad adulta.

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—¿Se encuentra bien?

—Perfectamente —respondió Thrower—. Sólo necesitaba un instante de oración silenciosa y un poco de meditación antes de emprender esta tarea…

Avanzó resueltamente hasta la habitación y se sentó en la silla, al lado del lecho donde yacía trémulo el hijo de Satán, a la espera del cuchillo. Thrower buscó los instrumentos del crimen sagrado. No estaban por ninguna parte.

—¿Y el cuchillo?—preguntó.

Fe miró a Mesura.

—¿No trajiste las cosas contigo? —le dijo.

—Eras tú quien las traía —le recordó Mesura.

—Pero cuando saliste a buscar al predicador, ¿no las cogiste?

—¿Yo hice eso? —Mesura parecía confundido—. Debo de haberlas dejado allí abajo… —Se puso de pie y abandonó la habitación.

Thrower comenzó a notar que allí estaba sucediendo algo extraño, aunque no podía determinar qué. Fue hasta la puerta a esperar el regreso de Mesura.

Allí estaba Cally de pie, sosteniendo su pizarra y mirando al ministro.

—¿Va a matar a mi hermano? —le preguntó.

—Ni siquiera pienses en algo semejante —le reconvino Thrower.

Mesura le entregó los instrumentos con aire amoscado.

—No puedo creer que haya dejado las herramientas sobre la solera de esa manera… —Y luego el joven hizo a un lado a Thrower y entró en el dormitorio…

Instantes después, Thrower lo siguió y ocupó su lugar al lado de la pierna expuesta, donde se veía el rectángulo tiznado de negro.

—Bueno, ¿dónde están? —preguntó Fe.

Thrower advirtió que no tenía el cuchillo ni la sierra. Estaba totalmente confundido. Mesura se los había entregado al otro lado de la puerta. ¿Cómo podía ser que los hubiese perdido?

Cally asomó por la puerta.

—¿Para qué quiero yo todo esto? —preguntó. En sus manos mostraba ambas herramientas.

—Buena pregunta —dijo Mesura, mirando al pastor con el ceño fruncido—. ¿Por qué se las ha dado a él?

—Pues yo no he sido —se defendió Thrower—. Se las habrás dado tú…

—Pero si las puse en sus manos…

—Me las dio el predicador —dijo el pequeño.

—Bueno, tráelas aquí—ordenó su madre.

Cally entró obedientemente en la habitación, blandiendo las hojas como si fueran trofeos de guerra. Como el ataque de un gran ejército. Ah, sí, de un gran ejército… Como el ejército de israelitas que Josué condujo a la tierra prometida. Así llevaban sus armas, en alto, por encima de sus cabezas, mientras marchaban alrededor de la ciudad de Jericó. Marchaban y marchaban. Marchaban y marchaban. Y al séptimo día se detuvieron, e hicieron tronar sus trompetas y dieron un grito estruendoso, y los muros se derribaron, y alzaron las espadas y los cuchillos por encima de sus cabezas y embistieron contra la ciudad, despedazando hombres, mujeres y niños, todos enemigos de Dios, para que la tierra prometida se viera libre de su inmundicia y se preparara para recibir al pueblo del Señor. Y al final del día todos yacían tendidos sobre el lecho de sangre, y Josué se detuvo entre ellos, el gran profeta de Dios, sosteniendo una espada sangrienta sobre su cabeza, y gritó. ¿Qué había gritado? No puedo recordar qué fue lo que exclamó. Si pudiera recordar cuáles fueron sus palabras, comprendería por qué estoy aquí de pie en el camino, rodeado por árboles cubiertos de nieve…

El reverendo Thrower miró sus manos y miró los árboles. Había caminado casi un kilómetro desde la casa de los Miller. Ni siquiera llevaba puesta su capa.

Entonces vio claramente la verdad. No había engañado al diablo en absoluto. Satán lo había llevado hasta allí, en menos de lo que canta un gallo, para impedirle acabar con la Bestia. Thrower había fracasado en su única oportunidad de grandeza. Se inclinó contra un tronco negro y frío y lloró amargamente.

Cally avanzó hacia la habitación, llevando las herramientas sobre la cabeza. Mesura se dispuso a aferrar la pierna, cuando de pronto, Thrower se puso de pie y salió de la habitación con tal prisa que parecía encaminarse al excusado.

—Reverendo Thrower —exclamó Mamá—. ¿Adonde va usté?

Pero Mesura ya lo había comprendido todo.

—Déjalo que se marche, Mamá.

Oyeron que se abría la puerta principal y oyeron los pasos pesados del ministro sobre el patio.

—Cally, ve a cerrar la puerta —ordenó Mesura.

Y por una vez, Cally obedeció sin decir esta boca es mía. Mamá miró a Mesura, luego a Papá y luego otra vez a Mesura.

—No comprendo por qué se ha ido de ese modo —dijo.

Mesura le sonrió ligeramente y miró a Papá.

—Tú sí lo sabes, ¿verdad, Papá?

—Quizá… —repuso Miller.

Mesura se explicó ante su madre.

—Los cuchillos y ese predicador no pueden estar en esta habitación con Alvin Júnior al mismo Tiempo…

—¿Por qué no? —preguntó ella—. Si iba a hacer la operación…

—Bueno, ten por cierto que ya no la hará —concluyó Mesura.

El cuchillo y la sierra aguardaban sobre la manta.

—Papá… —anunció Mesura.

—Yo no —se negó Papá.

—Mamá…—prosiguió Mesura.

—No puedo… —se disculpó la mujer.

—Pues bien entonces… —dijo Mesura—. Supongo que acabo de convertirme en cirujano. —Miró a Alvin.

El rostro del niño tenía una palidez peor que el tono mortecino de la fiebre. Pero se las arregló para esbozar una sonrisa y susurrar:

—Supongo que sí.

—Mamá, tendrás que sostener el colgajo de piel.

Fe asintió.

Mesura levantó el cuchillo y apoyó la hoja sobre la línea inferior.

—Mesura… —musitó el niño.

—Sí, Alvin… —respondió Mesura.

—Podré soportar el dolor y quedarme quieto si tú silbas.

—Pero si al mismo tiempo pretendo cortar derecho, no podré seguir ninguna melodía…

—No te pido ninguna melodía —dijo Alvin.

Mesura miró al niño a los ojos y no tuvo más remedio que hacer lo que le pedía. Era la pierna de Al, después de todo, y si quería una operación silbada, pues la tendría. Mesura se llenó los pulmones de aire y comenzó a silbar, sin seguir ninguna tonada en particular. Sólo silbar notas. Volvió a posar la hoja sobre la línea negra y cortó. Al principio fue un corte superficial, pero oyó que Al contenía la respiración.

—Sigue silbando —murmuró Alvin—. Y corta hasta el hueso.

Mesura silbó otra vez e hizo un tajo hondo y rápido. Hasta el hueso, en mitad de la línea. Dos cortes profundos a ambos lados, y luego deslizó el cuchillo por debajo de ambas esquinas y tiró atrás para separar la piel y el músculo. Al principio sangró bastante, pero la hemorragia cesó casi de inmediato. Mesura supuso que debía ser algo que Alvin estaba haciendo desde su interior, pues si no no entendía cómo la sangre podía dejar de manar de ese modo.

—Fe… —dijo Papá.

Mamá extendió su mano y la colocó bajo el trozo sangriento. Al acercó una mano temblorosa y dibujó una cuña sobre el hueso teñido de rojo, en su propia pierna. Mesura dejó el cuchillo a un lado y tomó la sierra. Se oyó un sonido espeluznante y horroroso. Pero Mesura siguió silbando y cortando, cortando y silbando. Y pronto, mostró en las manos una cuña de hueso. No parecía distinta del resto de la pierna.

—¿Estás seguro de que era el sitio correcto? —preguntó.

Al asintió lentamente.

—¿Lo he sacado todo? —preguntó Mesura.

Al permaneció unos segundos en silencio y luego volvió a asentir.

—¿Quieres que Mamá vuelva a coserte esto? —propuso su hermano.

Al no respondió.

—Se ha desmayado —señaló Papá.

La sangre comenzó a fluir nuevamente, muy despacio, manando de la herida. Mamá tenía hilo y aguja en el alfiletero que llevaba alrededor del cuello. En un santiamén había cosido en su sitio el colgajo de carne, con puntadas finas y firmes.

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