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Orson Card: El septimo hijo

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Orson Card El septimo hijo
  • Название:
    El septimo hijo
  • Автор:
  • Издательство:
    Ediciones B
  • Жанр:
  • Год:
    1990
  • Город:
    Barcelona
  • Язык:
    Испанский
  • ISBN:
    84-406-1269-9
  • Рейтинг книги:
    4 / 5
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El septimo hijo: краткое содержание, описание и аннотация

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Inicios del siglo XIX. Un Norteamérica alternativa en la que la magia y los conjuros del folklore popular son efectivos y en la que las colonias americanas no se han independizado todavía de la corona británica gobernada todavía por el lord Protector y cuyo rey está exiliado en Carolina del Sur. Un mundo en el que los pieles rojas se encuentran con los colonos que parten hacia el oeste. En ese mundo rural, mágico y complejo, transcurren las historias de Alvin (séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón) llamado por la magia de su prodigioso nacimiento y las circunstancias que en él concurren, a poseer un don poco corriente, el de ser un Hacedor. Ello le enfrenta, incluso sin él saberlo a los poderes aniquiladores del Deshacedor. Sólo logrará sobrevivir y cumplir su misión con el uso de su excepcional don si llega a dominar su poder y evade las fuerzas ocultas que buscan su muerte antes de llegar a la edad adulta.

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—Me robó la fe —dijo Thrower—. Entré en esa habitación como hombre de Dios y salí presa de la duda.

—Realmente… —dijo a sus espaldas una voz. Una voz que conocía.

Una voz que ahora, en ese momento de fracaso, deseaba y temía. Oh, mi Visitante, mi amigo, consuélame y perdóname. Pero no dejes también de castigarme con la ira formidable de un Dios celoso.

—¿Castigarte? —le preguntó el Visitante—. ¿Cómo podría castigar a semejante espécimen glorioso de la humanidad?

—No soy glorioso —dijo Thrower con pesar.

—Bueno, para el caso, eres apenas humano —repuso el Visitante—. ¿A semejanza de quién fuiste hecho? Te envié a transmitir mi palabra a esa casa, y en cambio casi te han convertido. ¿Cómo he de llamarte ahora? ¿Hereje? ¿O sólo escéptico?

—¡Cristiano! —exclamó Thrower—. Perdóname y llámame cristiano una vez más.

—Tuviste el cuchillo en tus manos, pero lo apartaste.

—No quise hacerlo…

—Débil, débil, débil, débil, débil… —Cada vez que el Visitante repetía la palabra, la estiraba más y más, hasta que al fin cada repetición fue un canto en sí misma. Y mientras cantaba, empezó a caminar alrededor de la iglesia. No corría: caminaba deprisa. Con más premura de la que cualquier hombre podía ser capaz—. Débil… débil… —Se movía tan rápido que Thrower debía girar constantemente para no perderlo de vista. El Visitante ya no caminaba sobre el suelo. Se deslizaba sobre las paredes, y su movimiento era suave y veloz como el de una cucaracha. Y luego, más deprisa aún, hasta convertirse en una mancha que Thrower no llegaba a enfocar con claridad por mucho que girara. Se inclinó sobre el altar, frente a los bancos vacíos, observando la carrera del Visitante una y otra vez. Y otra vez. Y otra vez.

Gradualmente, Thrower comprendió que el Visitante había mudado de forma, que se había estirado, como una bestia larga y esbelta, como una lagartija, como un lagarto, de escamas lustrosas y brillantes, más y más largo. Finalmente, el cuerpo del Visitante se estiró tanto que cercó el recinto, como una vasta serpiente que girara con la cola entre los dientes.

Y, en su mente, Thrower comprendió lo pequeño e insignificante que era, comparado con este ser glorioso que refulgía con mil colores distintos, que se encendía con un fuego interior, que respiraba penumbras y exhalaba luz. ¡Os adoro!, exclamó para sus adentros. ¡Sois todo lo que deseo! ¡Besadme con vuestro amor, para que pueda saborear vuestra gloria!

De pronto, el Visitante se detuvo y sus grandes fauces avanzaron hacia él. No para devorarlo, pues Thrower sabía que era demasiado indigno para ser engullido. Y vio la terrible aporía del hombre: vio que pendía sobre el hoyo del infierno, como una araña del hilo más débil, y que la única razón por la cual Dios no lo dejaba caer era porque ni siquiera merecía la destrucción. Dios no lo odiaba. Era tan vil que Dios lo desdeñaba.

Thrower miró a los ojos al Visitante y desesperó. Allí no había amor, ni perdón, ni ira, ni desprecio. Sólo un vacío mayúsculo. Las escamas centellaron, dispersando la luz de su fuego interior. Pero ese fuego no ardía a través de sus ojos. Ni siquiera eran negros. Simplemente, esos ojos no existían: eran una nada que temblaba, que no se quedaba quieta. Thrower supo que estaba ante su propio reflejo, que no era nada, que la misma continuación de su existencia era una cruel pérdida de valioso espacio, que la única salida que le quedaba era ser aniquilado, destruido, para que el mundo pudiera retornar a la gloria que habría sido si Filadelfia Thrower nunca hubiera nacido.

Lo que despertó a Soldado de Dios fue la plegaria de Thrower. Estaba hecho un ovillo al lado de la estufa de Franklin. Tal vez hubiese cargado demasiado la estufa, pero era la única forma de quitarse el frío de dentro. Caracoles, cuando llegó a la iglesia, su camisa era un manto de hielo. Traería más carbón para retribuir el favor al clérigo.

Soldado pensó en hablar para hacerle saber a Thrower que se encontraba allí, pero cuando oyó las palabras que pronunciaba el pastor, no supo qué decir.

Thrower hablaba de cuchillos y arterias, y de que debía haber cercenado a los enemigos de Dios. Al cabo de un minuto lo vio con claridad: ¡Thrower no había ido a salvar al niño, sino a matarlo! Algo debe de andar mal, pensó Soldado de Dios, cuando un hombre cristiano golpea a su mujer, una esposa cristiana embruja a su esposo y un ministro cristiano planea una muerte e implora perdón por no haber podido cometer el crimen.

Pero de pronto, Thrower dejó de orar. Tenía el rostro tan rojo y la voz tan ronca que Soldado pensó que le había dado una apoplejía. Pero no. Thrower alzó la cabeza como si estuviera escuchando a alguien.

Soldado trató de escuchar también y alcanzó a oír algo, como cuando la gente habla durante un temporal y no se entiende lo que dicen. Sé de qué se trata, pensó Soldado. El reverendo Thrower está teniendo una visión.

Sí. Thrower hablaba y la débil voz le respondía, y Thrower no tardó en ponerse a dar vueltas y vueltas sobre sí mismo, cada vez más rápido, como si estuviera observando algo sobre las paredes. Soldado trató de ver lo que el pastor contemplaba, pero no consiguió distinguirlo. Era como una sombra que pasaba frente al sol: no podía verse cuando entraba y cuando se iba pero, durante un segundo, el cielo se oscurecía y hacía más frío. Eso fue lo que vio Soldado de Dios.

Y luego se detuvo. Soldado vio un estremecimiento en el aire, un destello aquí y allá, como cuando la luz queda atrapada en un trozo de vidrio. ¿Acaso Thrower estaba viendo la gloria de Dios, como le ocurrió a Moisés? A juzgar por el rostro del pastor, no era probable. Soldado de Dios jamás había visto una expresión así en su vida. Así debía de ser el rostro de un hombre que tuviese que ver cómo mataban a su propio hijo.

El destello y el estremecimiento desaparecieron. La iglesia quedó en silencio. Soldado quiso correr hasta Thrower y preguntarle: «¿Qué ha visto? ¿Qué era su visión? ¿Una profecía?»

Pero Thrower no parecía muy dispuesto a responder preguntas. En su rostro se leía el deseo de morir. A paso más que lento, el predicador se alejaba del altar. Deambuló por entre los bancos, a veces golpeándose contra ellos, sin mirar ni fijarse en dónde ponía sus pies.

Finalmente se detuvo junto a la ventana, frente al vidrio, pero Soldado sabía que no veía nada en especial. Sólo estaba allí, de pie, con los ojos bien abiertos, con el aspecto de la misma muerte.

El reverendo Thrower levantó la mano derecha, con los dedos abiertos, y posó la palma de la mano sobre uno de los cristales. E hizo presión. Empujó con tal fuerza que Soldado vio cómo el vidrio se arqueaba hacia afuera.

—¡Deténgase! —gritó—. ¡Se cortará!

Thrower no dio señales de haber oído siquiera. Siguió haciendo presión.

Soldado echó a andar hacia él. Tenía que detener a ese hombre antes de que rompiera el vidrio y se cortara el brazo.

El vidrio se partió con un estallido. El brazo de Thrower siguió de largo, hasta el hombro. El predicador sonrió. Tiró del brazo y lo volvió a introducir en el recinto. Y luego comenzó a restregarlo contra el marco de la ventana, a frotarlo contra las astillas de vidrio que pendían de la masilla.

Soldado de Dios trató de apartar a Thrower de la ventana, pero el hombre tenía una fuerza que antes jamás había visto en él. Por último, Soldado tuvo que tomar carrerilla y derribarlo de un empellón. La sangre chorreaba por doquier. Soldado de Dios tomó el brazo de Thrower, que no cesaba de sangrar. Pero Thrower trató de zafarse de él. Soldado de Dios no tuvo elección. Por primera vez desde que se había convertido al Cristianismo, su mano se cerró en un puño para descargarse sobre el mentón de un predicador. La cabeza de Thrower se estrelló contra el suelo, donde quedó tendido e inconsciente.

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