—¿Cómo puede estar sentado encima de algo que no tiene dónde apoyarse? —preguntó el niño—. ¿Cómo puede entrar en mi corazón algo tan grande?
Obviamente, el pequeño era demasiado poco instruido y simple para aprehender las complejas paradojas teológicas. Pero allí había en juego algo más que una vida o un alma. El Visitante había dicho que si no lograba convertirlo a la fe verdadera, este niño echaría a perder todas las almas.
—He ahí su belleza —dijo Thrower, dejando que la emoción invadiera su voz—. Dios está más allá de nuestra comprensión, pero, en su infinito amor, El condesciende a salvarnos, a pesar de nuestra ignorancia y necedad.
—¿No es una pasión el amor? —razonó Alvin.
—Si te causa problema la idea de Dios —dijo Thrower—, permíteme plantearte otra pregunta, que tal vez sea más pertinente. ¿Crees en el abismo sin final del infierno, donde los perversos se retuercen entre las llamas, sin consumirse jamás? ¿Crees en Satán, enemigo de Dios, que desea apoderarse de tu alma y llevarte cautivo a su reino, para atormentarte por toda la eternidad?
El niño pareció incorporarse un poco, y volver la cabeza hacia Thrower, aunque tampoco esta vez abrió los ojos.
—Podría creer en algo así—reconoció.
Ah, sí, pensó Thrower. El niño tiene cierta experiencia con el diablo.
—¿Lo has visto, pequeño?
—¿Qué aspecto tiene su diablo? —susurró Alvin.
—No es mi diablo —repuso Thrower—. Y si hubieras prestado atención a los sermones lo sabrías, pues lo he descrito muchas veces. Allí donde el hombre tiene cabello sobre la cabeza, el diablo tiene los cuernos de un toro. Donde un hombre tiene manos, el diablo tiene las garras de un oso. Posee las pezuñas de una cabra y su voz es como el rugido de un león enfurecido.
Para azoramiento de Thrower, el niño sonrió y su pecho se sacudió en una risa silenciosa.
—Y usted nos llama supersticiosos a nosotros…—dijo.
Thrower jamás habría creído cuan firme podía ser el dominio del diablo sobre el alma de un niño si no hubiera visto a Alvin reír de placer al escuchar la descripción del monstruo Lucifer. Esa risa debía ser acallada. ¡Era una ofensa contra Dios!
Thrower plantó la Biblia sobre el pecho del pequeño, lo cual lo dejó sin respiración. Entonces, con la mano firmemente posada sobre el libro, el mismo Thrower se sintió insuflado de palabras inspiradas y clamó con más pasión que nunca antes en su vida:
—¡Satán, en nombre del Señor, te condeno! Te ordeno que abandones a este niño, que te marches de esta habitación y de esta casa para siempre. Nunca vuelvas a intentar apoderarte de alma alguna en este sitio, o el poder de Dios sembrará la destrucción en los más profundos confines del infierno.
Luego, el silencio. Salvo por la respiración del niño, que parecía trabajosa. Había tanta paz en la habitación, tanta rectitud extenuada en el propio corazón de Thrower, que se sintió convencido de que el diablo había obedecido su perorata y que se había retirado.
—Reverendo Thrower… —dijo el niño.
—¿Sí, hijo mío?
—¿Puede ya sacarme la Biblia del pecho? Calculo que si había algún diablo allí ya debe haberse ahogado.
Y luego el pequeño echó a reír nuevamente, haciendo que la Biblia se balanceara bajo la mano de Thrower.
En ese momento, la exaltación de Thrower se tornó franca desilusión. Ciertamente, el hecho de que el niño pudiera reír tan diabólicamente mientras la mismísima Biblia reposaba sobre su pecho era prueba de que ningún poder podría expulsar el mal de su interior. El Visitante tenía razón. Thrower nunca tendría que haber rehusado desempeñar la labor titánica que el Visitante había puesto en sus manos. Había tenido el poder de ser quien acabara con la Bestia del Apocalipsis, y él se había mostrado demasiado débil, demasiado sentimental para aceptar el llamamiento divino. Podría haber sido un Samuel y dar muerte al enemigo de Dios. En cambio, soy un Saúl, un débil, incapaz de matar aquello que debe morir según el mandamiento del Señor, Ahora veré cómo este niño crece con el poder de Satán dentro de sí, y sabré que si se extienden sus demonios, sólo habrá sido por mi debilidad.
La habitación estaba demasiado caldeada y lo asfixiaba. No se había dado cuenta hasta entonces de que sus ropas estaban empapadas de sudor. Era difícil respirar. ¿Pero qué debía esperar? En esa habitación se notaba el sofocante hálito del infierno. Boqueando, tomó la Biblia, la interpuso entre él y ese niño satánico que yacía riendo febrilmente bajo las frazadas y huyó. Se detuvo en la sala principal, respirando pesadamente. Había interrumpido una conversación, pero apenas lo había notado. ¿Qué importaba la conversación de esa gente ignorante comparada con lo que acababa de experimentar? He estado en presencia del esbirro de Satán, enmascarado tras la imagen de un niño; pero sus blasfemias lo han revelado a mis ojos. Debería haber comprendido quién era este niño hace muchos años, cuando posé mis manos sobre su cabeza y la encontré tan perfectamente equilibrada. Sólo un impostor podría ser tan perfecto. El niño nunca fue real. Ah, si tuviera la fortaleza de los grandes profetas de la antigüedad para poder derrotar al enemigo y llevar el trofeo ante mi Señor…
Alguien tironeaba de su manga.
—¿Está usté bien, reverendo?
Era la buena de Fe, pero el reverendo Thrower no pensó en responderle. Su insistencia le hizo darse la vuelta y volver el rostro hacia la chimenea. Allí, sobre la piedra, vio una imagen tallada, y en su estado de confusión no pudo determinar de inmediato de qué se trataba. Parecía el rostro de un alma atormentada, rodeada por tentáculos que se retorcían. Llamas, pensó. Eso debe ser, es un alma hundiéndose en el azufre, ardiendo en las llamaradas del infierno. La imagen le resultaba una tortura, pero a la vez lo reconfortaba, pues su presencia en la casa demostraba los estrechos lazos que la familia guardaba con el infierno. Estaba entre enemigos. A su mente vino una frase del Salmista: «Fuertes toros de Basan me han cercado. Abrieron sobre mí su boca, como león rampante y rugiente. Heme escurrido como aguas, y todos mis huesos se descoyuntaron. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
—Venga —dijo la buena de Fe—. Siéntese.
—¿El niño se encuentra bien? —preguntó Miller.
—¿El niño? —repitió Thrower. Las palabras apenas podían salir de su boca. El niño es una arpía de Sheol, y usted me pregunta cómo se encuentra…—. Tan bien como cabría esperar—repuso.
Luego volvieron a la conversación. Al poco rato empezó a comprender de qué estaban hablando. Al parecer, Alvin quería que alguien cortase la parte enferma del hueso. Mesura había traído una sierra de dientes finos del cobertizo que servía de matadero. La discusión era entre Mesura y Fe, puesto que la mujer no quería que nadie cortara a su hijo, y entre Miller y los dos, pues Miller se negaba a hacerlo y Fe sólo consentiría si era el padre de Alvin quien hacía la operación.
—Si crees que debe haserse —decía Fe—, no veo por qué prefieres que lo haga cualquiera menos tú.
—No lo haré yo —fue la respuesta de Miller.
A Thrower le sorprendió que el hombre tuviera miedo. De alzar el cuchillo contra la carne de su propio hijo.
—Pidió que fueras tú, Papá. Dijo que él dibujaría las marcas sobre la pierna para que hicieras bien los cortes. Sólo cortarás una capa de piel y la retirarás hacia atrás, y allí debajo estará el hueso. Tienes que hacer una cuña y extirpar la parte enferma…
—No soy de las que se desmayan —afirmó Fe—, pero siento que la cabeza me empieza a dar vueltas…
—Si Al Júnior dice que hay que haserlo, pues se hará—dijo Miller—. Pero no seré yo quien lo haga.
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