—No —musitó Alvin.
—El niño dice que no —repitió Truecacuentos.
—¿Qué sabe él, en medio de tanto dolor?
—Tanto como pueda, debe mantenerse consciente—explicó Truecacuentos. Se acuclilló al lado de la cama a la derecha de Fe, para estar bien cerca del rostro del pequeño—. Alvin… ¿me oyes?
Alvin gruñó, como diciendo que sí.
—Entonces escúchame. Tu pierna está gravemente herida. Los huesos están rotos, pero han sido puestos en su lugar. Se curarán. Pero la piel ha sido desgarrada, y a pesar de que tu madre la ha cosido, hay posibilidades de que el tejido muera y se gangrene. Y de que eso acabe con tu vida. Cualquier cirujano te cortaría la pierna para salvarte la vida.
Alvin echó atrás la cabeza, intentando gritar. Dejó escapar un gemido:
—¡No, no! ¡No!
—Está empeorando las cosas —dijo Fe con ofuscación.
Truecacuentos miró al padre. Buscaba permiso para poder proseguir.
—No atormente al niño —lo previno Miller.
—Un proverbio dice —sentenció Truecacuentos—: «El manzano nunca pregunta al haya cómo ha de crecer, ni el león al caballo cómo ha de cazar su presa.»
—¿Y eso qué significa? —preguntó Fe.
—Significa que no me incumbe tratar de enseñarle a él a usar poderes que apenas comienzo a comprender. Pero ya que no sabe cómo hacerlo por sí solo, debo intentarlo, ¿verdad?
Miller lo pensó un momento.
—Adelante, Truecacuentos. Es mejor que sepa lo mal que está, ya sea que pueda curarse o no.
Truecacuentos tomó suavemente la mano del niño entre las suyas.
—Alvin, ¿quieres conservar tu pierna, verdad? Entonces tienes que pensar en tu pierna tal como pensaste en la roca. Tienes que pensar que la piel de tu pierna vuelve a crecer y se adhiere al hueso como debiera. Tienes que pensar en ello. Dispones de tiempo de sobra, aquí en la cama. No pienses en el dolor. Piensa en la pierna como debe ser. Otra vez entera y fuerte.
Alvin yacía con los ojos cerrados contra el dolor.
—¿Lo estás haciendo, Alvin? ¿Puedes intentarlo?
—No —repuso Alvin.
—Debes luchar contra el dolor, para poder emplear tu don y hacer lo correcto.
—Jamás lo haré —dijo el niño.
—¿Por qué no? —exclamó Fe.
—El Hombre Refulgente… —respondió Alvin—. Se lo prometí.
Truecacuentos recordó la promesa que Alvin había hecho al Hombre Refulgente, y su corazón se abatió con pesar.
—¿Qué es el Hombre Refulgente? —quiso saber Miller.
—Es… una aparición que tuvo el niño —explicó Truecacuentos.
—¿Cómo es que no nos hemos enterado de ello? —preguntó Miller.
—Fue la noche en que se partió la viga —agregó Truecacuentos—. Alvin prometió al Hombre Refulgente que jamás utilizaría sus poderes para su propio beneficio.
—Pero Alvin —dijo Fe—. Esto no es para que te enriquezcas ni nada… Es para salvar tu vida.
El niño se limitó a fruncir el ceño de dolor y a sacudir la cabeza.
—¿Me dejarían con él? —pidió Truecacuentos— Sólo unos minutos, para poder hablar con Alvin.
Antes de que Truecacuentos pudiera terminar la frase, Miller ya estaba llevándose a su mujer de la habitación.
—Alvin —comenzó—. Debes escucharme. Con suma atención. Sabes que no te mentiría. Una promesa es algo importantísimo, y nunca aconsejaría a un hombre que rompiera su palabra, aun para salvar su propia vida. De modo que no te pediré que te valgas de tu poder en tu propio beneficio. ¿Me has oído?
Alvin asintió.
—Pero piensa. Piensa en el Deshacedor que recorre el mundo. Nadie lo ve mientras realiza su labor, mientras destruye y desmigaja las cosas. Nadie, salvo un niño solitario. ¿Quién es ese niño, Alvin?
Los labios de Alvin formaron la palabra, si bien de ellos no salió ningún sonido. Yo.
—Y a ese niño le ha sido dado un poder que ni siquiera puede comenzar a comprender. El poder de construir allí donde el enemigo destruye. Y más que eso, Alvin. El deseo de construir… Un niño que, haciendo, responde a cada imagen que percibe del Deshacedor. Ahora dime, Alvin. ¿Los que ayudan al Deshacedor son amigos o enemigos de la humanidad?
Enemigos, dijeron los labios de Alvin.
—De modo que si ayudas al Deshacedor a destruir a su enemigo más peligroso tú también eres un enemigo de la humanidad, ¿verdad?
La angustia hizo hablar al pequeño.
—Lo estás retorciendo todo…
—Lo estoy poniendo claro —repuso Truecacuentos—. Tu juramento fue no usar nunca el poder en tu propio beneficio. Pero si mueres, sólo el Deshacedor se beneficia, y si vives, si esa pierna se cura, es para el bien de toda la humanidad. No, Alvin, es para beneficio del mundo entero y de todo lo que existe en él.
Alvin gimió. Más le dolía la mente que el cuerpo.
—Pero tu juramento fue claro, ¿no es así? Jamás en tu propio beneficio. ¿Por qué no satisfacer un juramento con otro, Alvin? Haz otro juramento: que consagrarás toda tu vida, tu vida, a construir contra el Deshacedor. Si cumples con ese juramento, y lo harás, pues eres un niño que tiene palabra, si mantienes ese juramento, salvar tu vida es una acción en beneficio de los demás, y no en tu provecho personal.
Truecacuentos aguardó, aguardó, hasta que por fin Alvin asintió ligeramente.
—Alvin Júnior: ¿juras que dedicarás toda tu vida a derrotar al Deshacedor, a hacer que las cosas sean íntegras, buenas y correctas?
—Sí—murmuró el niño.
—Entonces te digo, en los términos de tu propia promesa, que debes curarte a ti mismo.
Alvin aferró el brazo de Truecacuentos.
—¿Cómo? —musitó.
—Eso no lo sé, niño —repuso Truecacuentos—. Tendrás que hallar en ti mismo la forma de emplear tu propio poder. Sólo puedo decirte que debes intentarlo, pues si no el enemigo logrará la victoria y tendré que terminar tu relato diciendo que tu cuerpo fue arrojado bajo tierra.
Para sorpresa de Truecacuentos, Alvin sonrió. Entonces el anciano comprendió la chanza. Su relato terminaría con la tumba hiciera lo que hiciere ese día.
—De acuerdo, niño —dijo Truecacuentos—. Pero me gustaría escribir unas páginas más sobre ti antes de dar fin al Libro de Alvin…
—Lo intentaré —prometió Alvin.
Si lo intentaba, sin duda lo lograría. El protector de Alvin no lo había hecho llegar hasta allí sólo para dejarlo morir. Truecacuentos estaba seguro de que Alvin tenía poder suficiente para curarse a sí mismo, si conseguía descubrir cómo. Su propio cuerpo era mucho más complicado que la roca. Pero si pensaba sobrevivir, debía aprender los senderos de su propia carne y reparar las fisuras de sus huesos.
Fuera, en la sala grande, prepararon una cama para Truecacuentos. Se ofreció a dormir sobre el suelo, al lado del lecho de Alvin, pero Miller sacudió la cabeza y respondió:
—Ése es mi lugar.
Pero a Truecacuentos le fue difícil conciliar el sueño. En mitad de la noche finalmente se dio porvencido, encendió una antorcha con un fósforo, se envolvió en su abrigo y salió afuera.
El viento soplaba cruelmente. Se avecinaba una tormenta, y a juzgar por el olor del aire, habría nieve. Los animales no hallaban sosiego en el corral. A Truecacuentos se le ocurrió que esa noche tal vez no estuviera solo a la intemperie. Podía haber pieles rojas en las sombras, o incluso merodeando por entre las dependencias de la granja, observándolo. Se estremeció y luego ahuyentó su propio temor. Era una noche muy fría. Aun los cree-eks o choc-taws más sanguinarios y enemigos del hombre blanco, que acechaban desde el sur, eran demasiado listos para salir con semejante tormenta en puertas.
La nieve no tardaría en caer. La primera de la temporada. Pero no sería una simple nevisca; Truecacuentos podía sentir que nevaría todo el día siguiente. Detrás de la tormenta, el aire sería todavía más frío, ese aire helado que vuelve la nieve seca y esponjosa, que la hace apilarse cada vez más, hora tras hora. Si Alvin no los hubiese apresurado durante el regreso, y si no hubieran cargado la rueda de molino en una sola jornada, habrían tenido que arrastrar el trineo bajo la nevada. Y el trayecto habría sido resbaladizo… Podría haber sucedido algo peor aún.
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