Tal vez fuera una razón cierta en parte, pensó Truecacuentos. Pero no era toda la verdad. De eso estaba seguro.
Poco más tarde, Truecacuentos atizó el fuego para que el tronco prendiera bien. Y Miller le contó la historia que Truecacuentos había venido a buscar.
—Tengo una historia —comenzó— que podría figurar en su libro.
—A ver…
—Pero no me sucedió a mí. —Tiene que ser algo que usted haya visto —dijo Truecacuentos—. He escuchado las historias más insensatas que alguien oyó contar sobre un amigo de su amigo…
—Ah, pero yo lo vi suceder. Ya hace años de esto, y he tenido ciertas conversaciones con el sujeto en cuestión. Es uno de los suecos que viven sobre el río, y habla inglés tan bien como yo. Lo ayudamos a levantar su choza y su granero nada más llegar aquí, unos años después de nosotros. Y desde entonces que lo vengo observando. Tiene un niño, sabe. Un rubito, ya sabe cómo son… —¿Esos de cabello casi blanco? —Como la escarcha de la mañana, así de blanco y sedoso. Un primor de niño.
—Me lo imagino como si lo viera —dijo Truecacuentos.
—Y el padre adoraba al pequeño. Más que a su vida. ¿Conoce esa historia de la Biblia, del padre que dio a su hijo un abrigo de muchos colores? —He oído hablar de ella. —Bueno. Así amaba al niño este hombre. Pero yo los vi caminando por la orilla del río, y el padre, de buenas a primeras, se agazapó, dio un empellón a la criatura y lo lanzó de cabeza al Wobbish. Hete aquí que el niño se cogió a un madero, y entre su padre y yo lo ayudamos a salir de las aguas, pero era algo espeluznante pensar que el padre pudiese haber matado a su propio hijo tan amado. No adrede, ya sabe, pero eso no habría significado que el hijo estuviera menos muerto ni que el padre fuera menos culpable.
—Creo que ese padre jamás se habría repuesto de algo semejante.
—Bueno, desde luego que no… Pero poco después lo vi un par de veces más. Partía leña, y manejaba el hacha con tal imprudencia que si el niño hubiese resbalado y caído en ese preciso momento, el filo se habría hundido en su misma cabecita, y nunca vi que alguien sobreviviera a un golpe así.
—Ni yo.
—Y traté de imaginarme qué podía estar sucediendo. Qué debía de pensar el padre. Conque un día me le acerqué y le dije: Neis, debe tener más cuidado con ese niño. Un día de éstos le sacará la cabeza si sigue manejando el hacha con tal imprudencia.
»¿Y sabe qué me contesta ese Neis? Me dice: Señor Miller, no fue ningún accidente. Bueno, me quedé que me podrían haber tumbado con el eructo de un niño de pecho. ¿Cómo que no había sido un accidente? Y entonces me dice: No se imagina lo terrible que es. Creo que debo estar embrujado, o que el diablo debe de haberse apoderado de mí. Sin embargo, estoy trabajando, pensando en cómo quiero a este niño, y de pronto siento el deseo de matarlo. La primera vez fue cuando aún lo amamantaba su madre. Estaba en lo alto de las escaleras, con él en los brasos, y dentro de mi cabeza sentí que una voz me decía arrójalo, y quise haserlo, aunque al mismo tiempo sabía que sería lo más atroz del mundo. Estaba desesperado por arrojarlo, como se pone un niño cuando quiere aplastar un insecto con una piedra. Quería ver su cabeza partida contra el suelo…
»Y bien, luché contra ese sentimiento, me lo tragué, y sostuve al niño con tal fuerza que casi lo estrujo. Finalmente, cuando lo posé sobre su cuna, supe que desde ese día nunca más volvería a llevarlo conmigo por las escaleras.
»Pero no podía abandonarlo, ¿se da cuenta? Era mi hijo, y crecía tan radiante, tan bueno y tan hermoso que no pude menos que amarlo. Si me mantenía apartado, el pequeño lloraba porque su padre no jugaba con él. Pero si me quedaba con él, volvían esos sentimientos, una y otra vez. No todos los días, sino varias veces al día, y a veces con tal velocidad que me encontraba hasiendo cosas antes de poder pensarlo siquiera. Como ese día en que lo arrojé al río. Pisé mal y lo empujé, pero incluso mientras daba ese paso sabía que sería un tropezón y que lo empujaría. Lo sabía, pero no tuve tiempo de detenerme. Y un día sé que no podré detenerme, que no querré hacerlo, y que cuando el niño esté en mis manos acabaré por matarlo.
Truecacuentos vio que el brazo de Miller se movía, como si quisiera enjugar las lágrimas de sus mejillas.
—¿No es de lo más extraño? —preguntó Miller—. Que un hombre tenga esa clase de sentimientos hacia su propio hijo.
—¿Tiene otros hijos ese hombre?
—Algunos más. ¿Por qué?
—Me preguntaba si también tendría deseos de matar a los demás…
—Nunca. Ni gota. En verdá yo también se lopregunté. Y me dijo que en absoluto.
—Y bien, señor Miller… ¿Qué le dijo usted?
Miller suspiró un par de veces.
—No sabía qué decirle. Hay cosas demasiado grandes para que pueda comprenderlas un hombre como yo. Me refiero a la forma en que el agua intenta matar a mi hijo Alvin. Y luego este sueco y su hijo. Tal vez haya niños que nunca deban llegar a mayores. ¿Lo cree usté, Truecacuentos?
—Creo que hay niños tan importantes que alguien… alguna fuerza del mundo… tal vez desee su muerte. Pero siempre habrá otras fuerzas, acaso más poderosas, que los deseen vivos.
—¿Y entonces por qué no se dan a conocer, Truecacuentos? ¿Por qué no aparece ese poder del cielo y dice… por qué no se le aparece a ese sueco y le dise no tema más, que su hijo está a salvo, incluso de usté?
—Tal vez esas fuerzas no hablen en voz alta. Acaso sólo muestren sus efectos…
—La única fuerza que se muestra en este mundo es la que mata.
—Nada sé sobre ese niño sueco —dijo Truecacuentos—, pero me atrevo a decir que sí hay una protección especial sobre su hijo. A juzgar por lo que usted dice, es un milagro que no haya muerto diez veces.
—Es sierto.
—Creo que alguien lo custodia.
—No lo suficiente.
—El agua nunca se lo llevó, ¿verdad?
—Pero estuvo tan cerca, Truecacuentos…
Y en lo que respecta a ese suequito, sé que alguien lo guarda.
—¿Quién? —preguntó Miller.
—Pues su propio padre.
—Su padre es el enemigo —lo corrigió Miller.
—No lo creo —dijo Truecacuentos—. ¿Sabe usted cuántos padres matan a sus hijos por accidente? Van de cacería y un tiro se escapa. O una carreta aplasta al niño, o éste se cae. Sucede muy a menudo. Quizás esos padres no vieron lo que sucedía. Pero este sueco está alerta y ve lo que sucede, y se observa a sí mismo y se contiene a tiempo.
Miller dejó entrever algo de esperanza.
—Tal como usté lo dise, parece como si el padre no fuera tan malo.
—Si lo fuera, señor Miller, el hijo estaría muerto desde hace mucho tiempo…
—Tal vez. Tal vez.
Miller lo pensó un tiempo. Tanto tiempo, en realidad, que Truecacuentos se durmió. Despertó al escuchar las palabras de Miller.
—… y cada vez es peor. Se le hase más y más difícil luchar contra esos sentimientos. No hace mucho estaba en el altillo de su… de su granero, apilando heno. Y allí abajo estaba su hijo, y todo era cuestión de arrojar la horquilla, lo más fácil del mundo, y podía decir que la horquilla se le escapó, y quién se enteraría. Sólo dejarla caer y atravesar al niño. Iba a haserlo, ¿me entiende? Le era tan difícil luchar contra esos sentimientos, más difícil que nunca, y fue así que bajó los brazos. Decidió dejar de luchar y ceder a sus impulsos. Y en ese mismo momento, en ese mismísimo instante, aparesió un desconosido en la puerta y gritó: ¡No!, y entonces bajé la horquilla, es lo que dijo, bajé la horquilla, pero temblaba tanto que no podía apenas caminar, sabiendo que el desconosido había visto el crimen en mis ojos, debe pensar que soy el hombre más terrible del mundo para querer matar a mi propio hijo, sin sospechar todo lo que he estado luchando durante tantos años…
Читать дальше