Pero mientras tanto, Miller no tomaba muy en serio la chachara sobre la guerra.
—Todos sabemos que hay pieles rojas en los bosques. No se puede impedir que anden merodeando, pero a mí jamás me faltó ni un pollo. Por ahora, no veo que sean un problema…
—¿Más tocino? —preguntó Miller. Empujó la tabla con el tocino sobre la mesa, hacia Truecacuentos.
—No estoy acostumbrado a comer tanto por las mañanas —dijo Truecacuentos—. Desde que estoy aquí, en cada comida me he embuchado más de lo que antes comía en todo un día.
—Estaba en los huesos… —comentó Fe. Le acercó un par de bollos calientes untados con miel.
—No puedo dar un solo bocado más —se disculpó Truecacuentos.
Los bollos desaparecieron del plato de Truecacuentos.
—Pues ya son míos —intervino Al Júnior.
—No te abalances así sobre la mesa —lo reconvino Miller—. Y además, no podrás comerte esos dos bollos.
Pero en tiempo relativamente corto, Alvin se encargó de demostrar que su padre se equivocaba. Luego se limpiaron la miel de las manos, se calzaron los guantes y partieron hacia la carreta. Y mientras Calma y David se acercaban cabalgando desde el pueblo, asomó la primera luz de la alborada. Al Júnior trepó por la parte trasera de la carreta, junto con las herramientas, sogas, tiendas y provisiones. Tardarían unos días en regresar.
—¿Esperamos a los mellizos y a Mesura? —preguntó Truecacuentos.
Miller subió de un salto al asiento de la carreta.
—Mesura ya está en camino, derribando troncos para construir el trineo de carga. Y Previsión y Moderación se quedarán aquí, para turnarse de casa en casa. —Sonrió—. No podemos dejar indefensas a las mujeres con todo lo que se rumorea sobre los salvajes pieles rojas, ¿verdad?
Truecacuentos le devolvió la sonrisa. Era bueno saber que Miller no era tan confiado como parecía.
El trecho hasta la cantera era bastante largo. Durante la marcha dejaron atrás los restos de una carreta con una rueda de molino partida en el mismo centro.
—Ése fue nuestro primer intento —explicó Miller—. Pero al bajar por esta colina escarpada se partió un eje y toda la carreta cayó bajo el peso de la piedra.
Se acercaron a un arroyo de buen caudal, y Miller contó que en dos ocasiones habían tratado de llevar las ruedas de molino flotando sobre una balsa, pero que las dos veces la balsa se hundió.
—Hemos tenido mala suerte —dijo Miller, pero en su rostro se veía que para él era algo personal, como si alguien se hubiera esforzado para que las cosas resultaran un fracaso.
—Por eso esta vez usaremos un trineo y rodillos —explicó Alvin Júnior desde la parte de atrás—. Nada puede caerse, nada puede romperse, y aunque así fuera sólo serán troncos, y podremos conseguir con qué reemplazarlos.
—Mientras no llueva —dijo Miller—. Ni nieve…
—El cielo se ve despejado —comentó Truecacuentos.
—El cielo es un embustero —dijo Miller—. Siempre que quiero hacer algo, el agua se interpone en mi camino…
Llegaron a la cantera cuando el sol estaba en lo alto, pero aún lejos del mediodía. Desde luego, el viaje de regreso sería mucho más prolongado. Mesura ya había derribado seis gruesos troncos jóvenes y unos veinte más pequeños. David y Calma pusieron manos a la obra y se dedicaron a arrancarles las ramas y dejarlos lo más lisos posible. Para sorpresa de Truecacuentos, fue Al Júnior quien tomó el saco con las herramientas de cantero y se encaminó hacia las rocas.
—¿Dónde vas? —le preguntó.
—Ah, tengo que encontrar un buen sitio donde cortar—fue la respuesta del pequeño.
—Tiene ojo para la piedra —comentó Miller. Pero sabía más de lo que decía.
—Y cuando encuentres la piedra, ¿qué harás? —preguntó Truecacuentos.
—Pues la cortaré. —Alvin avanzó por el camino con la arrogancia del niño que se sabe capaz de hacer la tarea de un hombre.
—Es que también tiene mano para la piedra —agregó Miller.
—Sólo tiene diez años —le recordó Truecacuentos.
—Su primera rueda la cortó a los seis —repuso el padre.
—¿Me está diciendo que se trata de un don?
—No estoy diciendo nada.
—¿Me responderá a esto, Alvin Miller? Dígame si por casualidad es usted séptimo hijo varón.
—¿Por qué me lo pregunta?
—Los que saben de estas cosas dicen que el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón nace sabiendo cómo se ven las cosas por debajo de la superficie. Por eso son tan buenos para descubrir manantiales.
—¿Eso dicen?
Mesura se acercó, se plantó frente a su padre, se puso las manos en las caderas y no ocultó su exasperación.
—Papá, ¿qué hay de malo en decírselo? En toda la región no hay nadie que no lo sepa…
—Quizá piense que Truecacuentos ya sabe más de lo que me gustaría que supiera por ahora…
—Eso es muy poco amable, Pa. ¿Cómo puede decir eso a un hombre que ha demostrado ser todo un amigo en más de una ocasión…?
—No tiene que decirme nada que no quiera que sepa —le detuvo Truecacuentos.
—Pues entonces seré yo quien se lo diga —dijo Mesura—. Papá es séptimo hijo varón. Ahilo tiene.
—Como Al Júnior. ¿O me equivoco? —aventuró Truecacuentos—Jamás lo habéis dicho, pero imagino que cuando un hombre da su propio nombre a un hijo que no es su primogénito es porque ha de ser el séptimo varón.
—Nuestro hermano mayor, Vigor, murió en el río Hatrack minutos después de que Alvin naciera —dijo Mesura.
—Hatrack… —repitió Truecacuentos.
—¿Conoce el lugar? —preguntó Mesura. —Conozco todos los lugares. Pero por alguna razón ese nombre me hace pensar que tendría que haberlo recordado antes, y no sé por qué. Séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón. ¿Extrae la rueda de molino de la roca con un conjuro? —Nadie diría eso… —repuso Mesura. —La corta —dijo Miller—. Como cualquier tallador de piedra.
—Es un niño corpulento, pero sigue siendo un niño, de todas formas —comentó Truecacuentos.
—Digamos —intervino Mesura— que cuando él corta la piedra es más blanda que cuando lo hago yo.
—Le agradecería que se quedara aquí y ayudara con las muescas y los troncos. Necesitaremos un trineo bien firme y rodillos lisos de verdad. —Lo que no dijo, pero Truecacuentos entendió tan claro como el día, fue: quédese aquí y no haga demasiadas preguntas sobre Al.
Y así, Truecacuentos trabajó con David, Mesura y Calma toda la mañana y buena parte de la tarde. Y mientras tanto, todo el tiempo oía el repiqueteo del hierro sobre la piedra. El trabajo de Alvin Júnior sobre la roca marcaba a los demás el ritmo de la labor, si bien nadie lo comentó.
Pero Truecacuentos no era de los que saben trabajar en silencio. Ya que los demás al principio no se mostraban muy inclinados a conversar, fue él quien contó historias todo el rato. Y como no eran niños sino adultos, no les contó sólo historias de aventuras, héroes y muertes trágicas.
De hecho, dedicó casi toda la tarde a contar la saga de John Adams: cómo fue que una muchedumbre de Boston quemó su casa después de que hubiera logrado la absolución de diez mujeres acusadas de brujería. Cómo Alex Hamilton lo invitó a la isla de Manhattan, donde ambos se dedicaron al ejercicio del Derecho. Cómo en diez años se las ingeniaron para que el gobierno holandés tuviera que permitir la inmigración ilimitada de gentes que no hablaran el holandés, hasta que en Nueva Ámsterdam y Nueva Orange los ingleses, escoceses, galeses e irlandeses fueron mayoría, y en Nueva Holanda, la principal minoría. Cómo lograron que en 1780 el inglés fuera declarado segunda lengua oficial, justo a tiempo para que las colonias holandesas se convirtieran en tres de los siete estados originales que firmaron el Pacto Americano.
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