Orson Card - El septimo hijo

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El septimo hijo: краткое содержание, описание и аннотация

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Inicios del siglo XIX. Un Norteamérica alternativa en la que la magia y los conjuros del folklore popular son efectivos y en la que las colonias americanas no se han independizado todavía de la corona británica gobernada todavía por el lord Protector y cuyo rey está exiliado en Carolina del Sur. Un mundo en el que los pieles rojas se encuentran con los colonos que parten hacia el oeste.
En ese mundo rural, mágico y complejo, transcurren las historias de Alvin (séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón) llamado por la magia de su prodigioso nacimiento y las circunstancias que en él concurren, a poseer un don poco corriente, el de ser un Hacedor. Ello le enfrenta, incluso sin él saberlo a los poderes aniquiladores del Deshacedor. Sólo logrará sobrevivir y cumplir su misión con el uso de su excepcional don si llega a dominar su poder y evade las fuerzas ocultas que buscan su muerte antes de llegar a la edad adulta.

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—Apuesto a que por aquel entonces los holandeses debían odiar a esos tipos —dijo David.

—Bueno. No creas que eran tan malos políticos —repuso Truecacuentos—. Los dos aprendieron a hablar holandés mejor que muchos nativos, e hicieron que sus hijos se educaran hablando holandés en colegios holandeses. Eran holandeses hasta el tuétano, hijos, hasta el punto que cuando Alex Hamilton se presentó a gobernador de Nueva Ámsterdam, y John Adams, para presidente de los Estados Unidos, ambos obtuvieron más votos entre los holandeses de Nueva Holanda que entre los escoceses e irlandeses.

—Es decir, que si me presento a alcalde podría conseguir que los suecos y los holandeses que hay sobre el río me votaran —dijo David.

—Ni yo te votaría —repuso Calma.

—Pues yo sí—afirmó Mesura—. Y espero que algún día te presentes de verdad…

—No puede hacerlo —indicó Calma—. Éste ni siquiera es un pueblo como Dios manda…

—Lo será —aseguró Truecacuentos—. Lo he visto antes. Cuando este molino se ponga en marcha, no pasará mucho tiempo antes de que haya trescientas familias viviendo entre vuestro molino y la iglesia de Vigor.

—¿Lo cree usted así?

—Ahora ya hay nuevos viajeros que se acercan a la tienda de Soldado de Dios tres o cuatro veces al año —dijo Truecacuentos—. Pero cuando puedan comprar harina vendrán mucho más a menudo. Durante algún tiempo preferirán vuestro molino a cualquier otro que se instale aquí, puesto que tenéis un camino llano y buenos puentes.

—Si el molino da dinero —dijo Mesura—, Papá encargará seguro a Francia una piedra Buhr. Teníamos una en West Hampshire, antes de que la inundación rompiera el molino. Y una piedra Buhr significa harina blanca y fina.

—Y harina blanca significa buenos negocios —agregó David—. Nosotros, los mayores, nos acordamos. —Sonrió con aire de conocedor—. Allí casi fuimos ricos…

—Así —prosiguió Truecacuentos—, con semejante tráfico, no sólo habrá una tienda, una iglesia y un molino. Sobre el Wobbish hay buena arcilla blanca. Seguramente algún alfarero se instalará y fabricará vasijas para todo el territorio.

—Ojalá se dieran prisa con eso —dijo Calma—. Mi esposa me tiene enfermo con todo lo que le fastidia tener que servir la comida en platos de latón.

—Así es como crece un pueblo —sentenció Truecacuentos—. Una buena tienda, una iglesia, luego un molino y entonces una alfarería. Y también ladrillos, para el caso. Y cuando esto sea un pueblo…

—David podrá ser alcalde —concluyó Mesura.

—Yo no —dijo David—. Para mí es demasiado todo ese asunto de la política. Ésas son las aspiraciones de Soldado de Dios…

—La aspiración de Soldado es ser rey —comentó Calma.

—No seas descortés —repuso David.

—Es la verdá —insistió Calma—. Si pensara que el puesto está vacante, también trataría de ser Dios.

Mesura se explicó a Truecacuentos:

—Calma y Soldado de Dios no hacen buenas migas.

—No es buen marido quien llama bruja a su mujer —dijo Calma con acritud.

—¿Y por qué habría de hacer semejante cosa? —preguntó Truecacuentos.

—Bueno, sin duda ya no lo hace —intervino Mesura—. Ella le prometió no hacerlo más. Utiliza sus dones en la cocina. Es una vergüenza obligar a una mujer a que lleve adelante su hogar con sólo sus dos manos.

—Es suficiente —dijo David. Truecacuentos alcanzó a ver su mirada alerta por el rabillo del ojo.

Obviamente, no confiaban aún en Truecacuentos para dejarle saber la verdad. De modo que el anciano confesó estar en posesión del secreto.

—A mí me parece que ella emplea más que lo que Soldado sospecha… —dijo Truecacuentos—. En el porche de su casa hay un ingenioso conjuro hecho de cestas. Y ante mis propios ojos hizo un conjuro de tranquilidad el día que llegué al pueblo.

Entonces el trabajo se interrumpió un instante. Nadie lo miró, pero durante un segundo tampoco se hizo nada. Sólo pensaron en que Truecacuentos sabía el secreto de Eleanor y que no lo había contado a ningún extraño. Ni a Soldado de Dios Weaver. Pero una cosa era que él lo supiera y otra que ellos se lo confirmaran. De modo que no dijeron una sola palabra y regresaron a las muescas y a los troncos.

Truecacuentos rompió el silencio retornando al asunto principal.

—No pasará mucho tiempo antes de que estas tierras occidentales tengan población suficiente para llamarse estados, y de que soliciten unirse al Pacto Americano. Cuando eso suceda, hará falta gente honesta que ocupe los cargos.

—Aquí en las tierras inhóspitas no encontrará ningún Hamilton, ni Adams ni Jefferson… —comentó David.

—Tal vez no —dijo Truecacuentos—, pero si vosotros, los jóvenes del lugar, no establecéis vuestro propio gobierno, podéis apostar a que habrá un sinfín de hombres de la ciudad deseosos de hacerlo por vosotros. Así fue como Aaron Burr llegó a ser gobernador de Suskwahenny antes de que Daniel Boone lo matara de un disparo en el noventa y nueve…

—Tal como lo dice usté —juzgó Mesura—, parece un asesinato. Pero fue un duelo justo.

—Tal como yo lo veo —repuso Truecacuentos—, un duelo no es más que dos asesinos que convienen en turnarse para tratar de asesinar al otro.

—No cuando uno de ellos es un justo hombre de tierra adentro y el otro es un embustero advenedizo de la ciudá—dijo Mesura.

—No quiero que ningún Aaron Burr trate de ser gobernador del territorio de Wobbish —dijo David—. Y si hay alguien como él, es ese Bill Harrison, allá en Ciudad Cartago. Antes que votarle a él votaría a Soldado de Dios.

—Y antes que votar a Soldado de Dios yo te votaría a ti —aseguró Truecacuentos.

David gruñó. Siguió pasando cuerdas por entre las muescas de los troncos del trineo para ajustarlos entre sí. Truecacuentos hacía lo mismo del otro lado. Cuando llegó al sitio donde debía hacer los nudos, Truecacuentos se dispuso a atar ambos extremos de la cuerda.

—Aguarde —lo interrumpió Mesura—. Iré a buscar a Al Júnior. —Mesura subió al trote la ladera de la colina.

Truecacuentos dejó caer los extremos de la cuerda.

—¿Alvin ata los nudos? Habría pensado que unos hombres como vosotros podríais hacerlo mejor…

David sonrió.

—Tiene un don…

—¿Y vosotros no tenéis ningún don?

—Algunos.

—David tiene cierto don con las damas… —dijo Calma.

—Calma tiene pies de bailarín en los rodeos. Y nadie toca el violín como él, tampoco —dijo David—. No siempre afina, pero hay que ver cómo le da al arco…

—Mesura, donde pone el ojo pone la bala —opinó Calma—. Ve las cosas a mucha más distancia que cualquiera de nosotros.

—Todos tenemos lo nuestro —agregó David—. Los mellizos tienen el don de saber dónde van a surgir los problemas y el de estar allí justo a tiempo.

—Y Papá sabe unir cosas. Cuando hay que hacer muebles, le pedimos a él que se ocupe de las junturas de madera.

—Y las mujeres tienen dones de mujer…

—Pero, con todo —concluyó Calma—, no hay otro como Alvin Júnior.

David asintió gravemente.

—La verdá, Truecacuentos, es que parece no darse cuenta de ello. Lo que quiero decir es que siempre que algo le sale bien se muestra sorprendido. Cuando le encargamos alguna labor, no sabe cómo ocultar su agrado. Jamás le he visto avasallar a nadie por tener más dones que él.

—Es un buen niño —afirmó Calma.

—Algo torpe… —agregó David.

—No es torpe —le corrigió Calma—. Las más de las veces no es culpa suya…

—Digamos que a su alrededor suceden accidentes con más frecuencia de lo normal.

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