La visión concluyó. Alvin estaba allí sentado, con las manos sobre los ojos, sollozando desesperadamente. Sufrieron, gemía en silencio, sufrieron y fue por mi culpa, yo las traicioné. Y el Hombre Refulgente ha venido a mostrármelo. Hice que las cucarachas confiaran en mí, y luego las engañé y las envié a la muerte. Soy un asesino.
¡No!, ¿cómo un asesino? ¿Quién había oído decir que pudiera asesinarse a una cucaracha? Nadie podía referirse a una criatura así hablando de asesinato.
Pero qué importaba lo que el resto de la gente pudiese pensar. Al lo sabía. El Hombre Refulgente había venido a demostrarle que un asesinato era un asesinato.
El Hombre Refulgente había desaparecido. La luz ya no estaba en la habitación, y cuando Al abrió los ojos, en el cuarto sólo estaba Cally, profundamente dormido. Era demasiado tarde ya para pedir perdón. En la congoja más absoluta, Al cerró los ojos y siguió llorando un rato más.
¿Cuánto tiempo habría pasado? ¿Unos segundos? ¿O acaso habría dormido sin notar el transcurso del tiempo? Pero de todas formas, la luz estaba allí otra vez. Volvió a sentirla dentro de él, no a través de sus ojos, sino horadándole el corazón. La luz le hablaba en susurros, le consolaba. Alvin volvió a abrir los ojos, miró el rostro del Hombre Refulgente y esperó a que dijera algo. Pero como no hablaba, Alvin pensó que era su turno de hacerlo, y pronunció las palabras en un balbuceo tan débil que apenas podía compararse con la intensidad de sus sentimientos.
—Lo siento, jamás volveré a hacerlo. Yo… Las palabras se atoraban en su garganta, lo sabía, y su aflicción era tal que no conseguía escucharse hablar. Pero la luz se hizo más poderosa durante un instante, y sintió que en su mente surgía una pregunta. Una pregunta sin palabras, por así decirlo, pero sabía que el Hombre Refulgente deseaba que dijera de qué se arrepentía. Y lo pensó, pero no sintió que hubiese hecho algo enteramente incorrecto. No debía serla muerte en sí… Si uno no mataba un cerdo de tanto en tanto, seguro que acabaría muerto de hambre. Y cuando una comadreja mataba algún roedor no podía decirse que hubiera asesinado, ¿verdad?
Luego la luz volvió a invadirlo y percibió otra visión. Esta vez no fueron cucarachas. Vio la imagen de un piel roja de rodillas ante una cierva, llamándola para que se acercara a morir, Y la cierva se acercaba, temblorosa y con ojos desorbitados, como hacen los ciervos cuando tienen miedo. Sabía que iba a morir. El piel roja lanzó una flecha que se hundió trémula en la grupa de la cierva. Sus piernas flaquearon. Cayó. Y Alvin supo que en esa visión no había pecado alguno, ya que morir y matar eran parte de la vida. El piel roja estaba haciendo algo correcto, y también la cierva. Ambos actuaban según su ley natural.
Pero, si el mal que había cometido no era la muerte de las cucarachas, ¿cuál era entonces? ¿Era su poder? ¿Su don de hacer que las cosas sucedieran tal como quería, de que se rompieran en el sitio preciso, de comprender cómo debían ser las cosas y ayudarlas a que sucedieran de ese modo? Había descubierto que le resultaba muy útil para hacer y reparar todo lo que es tarea de un niño en una casa de campo donde la vida es dura. Podía unir las dos mitades de un asa partida con tal fuerza que quedaban unidas para siempre sin cola ni tachuelas. O dos pedazos rotos de cuero sin dar una puntada. Cuando él hacía un nudo en una cuerda, jamás se soltaba. Era el mismo don que había empleado con las cucarachas. Les hacía comprender cómo debían ser las cosas, y luego hacían lo que él quería. ¿Acaso este don que tenía constituía un pecado?
El Hombre Refulgente escuchó su pregunta antes de que hallara palabras con qué expresarla. Y nuevamente sintió la oleada de luz y tuvo otra visión. Esta vez se vio oprimiendo sus manos contra la piedra, y la piedra se derretía bajo su contacto, como mantequilla, hasta adquirir la forma exacta que él deseaba, suave e íntegra. Y luego caía de la ladera de la montaña y echaba a rodar. Era una esfera perfecta, una bola perfecta que crecía y crecía hasta ser un mundo, de la forma que sus manos le habían dado, con árboles y hierba sobre su faz y animales que corrían y saltaban, volaban y nadaban y reptaban y se asomaban dentro y fuera de la bola de piedra que él había creado. No, no era un poder atroz sino glorioso, si sabía usarlo.
Bueno, pero si lo que hice de malo no fue el don ni la matanza, ¿en dónde erré entonces?
Esta vez el Hombre Refulgente no le mostró nada. Esta vez Alvin no vio ningún estallido de luz ni imagen alguna. En cambio, surgió la respuesta, no del Hombre Refulgente, sino de su propio ser. En un momento se sentía tan torpe que ni siquiera podía comprender su propia perversidad, y al instante siguiente lo vio todo, más claro imposible.
No fue que las cucarachas murieran, ni que el hubiera hecho que eso sucediera. Pero sí que las hubiese hecho morir por su propio placer. Les dijo que era por su bien, pero no era así. Sólo lo hizo e beneficio propio. Más que lastimar a las cucarachas había lastimado a sus hermanas, y todo para poder tenderse en la cama muerto de risa por haber podido vengarse…
El Hombre Refulgente escuchó los pensamientos que surcaban el corazón de Alvin, sí señor, y Al Júnior vio que de su ojo centelleante saltaba una llamarada que le acertó en el pecho. Lo había adivinado. Era eso.
Entonces Alvin hizo la promesa más solemne de toda su vida, en ese mismo momento. Tenía un don, y lo usaría, pero debería acatar ciertas reglas que estaba dispuesto a seguir aun cuando en ello le fuera la vida.
—Jamás volveré a usarlo para mí mismo —juró Alvin Júnior. Y cuando habló, sus palabras fueron como un fuego en su corazón, de tanto que ardieron.
El Hombre Refulgente desapareció una vez más.
Alvin quedó tendido bajo las sábanas, exhausto de tanto llorar, muerto de alivio. Había hecho algo malo, sin duda. Pero mientras fuera fiel al juramento que acababa de pronunciar, mientras sólo empleara su don para ayudar a los demás y jamás lo usara para ayudarse a sí mismo, sería un buen niño y no tendría de qué avergonzarse. Se sintió ligero como cuando uno sale de una fiebre, y así debía ser, pues había sido curado de la perversidad que un hechizo había sembrado dentro de él. Recordó cómo se había reído al matar por su propio placer y sintió vergüenza, pero fue una vergüenza atenuada, atemperada, pues sabía que nunca más volvería a hacer nada semejante.
Y allí tendido, Alvin volvió a sentir que la luz se apoderaba de la habitación. Pero esta vez no provenía de una sola fuente. Ni tampoco del Hombre Refulgente. Esta vez, al abrir los ojos comprendió que la luz partía de su propio cuerpo. Sus propias manos brillaban, su rostro debía estar brillando, como antes lo había hecho el Hombre Refulgente. Apartó las sábanas y vio que todo su cuerpo destellaba de luz, con tal resplandor que apenas podía tolerar el reflejo en los ojos, aunque en verdad casi no podía tolerar la visión de ninguna otra cosa. ¿Soy yo?, se preguntó.
No. No soy yo. Estoy brillando de este modo porque yo también debo hacer algo. Así como el Hombre Refulgente hizo algo por mí, también yo tengo algo que hacer. ¿Pero para quién debo actuar?
Y allí apareció el Hombre Refulgente, nuevamente a los pies de su cama, pero esta vez ya no brillaba. Al Júnior se dio cuenta de que el hombre le resultaba conocido. Era Lolla-Wossiky, ese indio tuerto y borracho que se había hecho bautizar días atrás y que aún vestía las ropas de hombre blanco que le habían dado cuando se convirtió al Cristianismo. Ahora que la luz brillaba dentro de sí, Alvin lo veía de otro modo. Supo que no era el alcohol lo que envenenaba a ese pobre piel roja, y que no era la pérdida de su ojo lo que lo baldaba. Era algo mucho más oscuro, que crecía dentro de su cabeza como un túmulo enmohecido.
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