Orson Card - El septimo hijo

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El septimo hijo: краткое содержание, описание и аннотация

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Inicios del siglo XIX. Un Norteamérica alternativa en la que la magia y los conjuros del folklore popular son efectivos y en la que las colonias americanas no se han independizado todavía de la corona británica gobernada todavía por el lord Protector y cuyo rey está exiliado en Carolina del Sur. Un mundo en el que los pieles rojas se encuentran con los colonos que parten hacia el oeste.
En ese mundo rural, mágico y complejo, transcurren las historias de Alvin (séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón) llamado por la magia de su prodigioso nacimiento y las circunstancias que en él concurren, a poseer un don poco corriente, el de ser un Hacedor. Ello le enfrenta, incluso sin él saberlo a los poderes aniquiladores del Deshacedor. Sólo logrará sobrevivir y cumplir su misión con el uso de su excepcional don si llega a dominar su poder y evade las fuerzas ocultas que buscan su muerte antes de llegar a la edad adulta.

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A los diez segundos escuchó el primer alboroto en la habitación vecina. Y al cabo de un minuto había tal batahola en toda la casa que cualquiera habría dicho que había un incendio. Las niñas gritaban, los chicos aullaban y, luego, las viejas botas impresionantes de Papá devoraban los escalones y pisoteaban cucarachas. Al estaba feliz como cerdo en el fango.

Finalmente, en el dormitorio contiguo las cosas se fueron aquietando. No tardarían en venir a fijarse en él y en Calvin, así que sopló la vela, se hundió bajo las sábanas y susurró a las cucarachas que se escondieran. Y, en efecto, ya se escuchaban los pasos de Mamá por el corredor de afuera. En el último momento, Alvin recordó que no llevaba puesto su camisón. Sacó una mano fuera para buscarlo a tientas y lo introdujo dentro de las sábanas en el preciso momento en que se abría la puerta. Se concentró en respirar como corresponde a alguien que duerme.

Los escuchó apartar las mantas de Calvin para ver si había cucarachas y temió que hicieran lo mismo en su cama. Sería una vergüenza que lo vieran durmiendo sin nada encima. Pero las niñas sabían que no podía estar dormido tan pronto después de haber sido pinchado por tantos alfileres y naturalmente temían que Alvin le contara todo a Papá y Mamá, y fue así que se apresuraron a apartarlos fuera del dormitorio antes de que tuvieran tiempo más que para acercar una vela al rostro de Alvin. Éste mantuvo el rostro absolutamente inmóvil, sin mover un párpado. La vela se apagó y las puertas se cerraron suavemente.

Pero siguió aguardando y, dicho y hecho, la puerta volvió a abrirse. Escuchó los pies desnudos sobre el suelo. Y luego sintió contra el rostro el aliento de Ana y la oyó susurrar en su oído:

—No sabemos cómo lo hiciste, Alvin Júnior, pero sabemos que fuiste tú quien mandó las cucarachas a nuestra habitación.

Alvin simuló no escuchar. Hasta se atrevió a roncar un poco.

—No me engañas, Alvin Júnior. Más te valdrá no dormir esta noche, porque si te duermes, nunca despertarás. ¿Me has oído?

Fuera, Papá decía:

—¿Dónde se ha metido Ana?

Está aquí, Papá, intentando amenazarme, pensó Alvin. Pero por supuesto, no lo dijo en voz alta. De todas formas, sólo trataba de asustarlo.

—Haremos que parezca un accidente —reveló Ana—. Tú siempre tienes accidentes, de modo que nadie pensará en un asesinato.

Pero Alvin comenzaba a creer en sus palabras.

—Nos llevaremos tu cadáver y lo arrojaremos por el pozo del retrete, y todos creerán que fuiste a hacer tus necesidades y caíste dentro.

Eso daría resultado, calculó Alvin. Ana era perfectamente capaz de tramar algo tan diabólicamente ingenioso: nadie como ella para pellizcar en secreto a los demás y estar a diez pasos de distancia cuando las víctimas gritaban. Por eso siempre llevaba las uñas tan afiladas y largas. Incluso en ese momento, Alvin podía sentir una de esas uñas filosas arañándole la mejilla.

La puerta se abrió de par en par.

—Ana —murmuró Mamá—. Sal de esta habitación en este mismo instante.

La uña dejó de arañar.

—Estaba asegurándome de que el pequeño Alvin estuviera bien. —Sus pies desnudos se alejaron del dormitorio.

Pronto las puertas se cerraron y escuchó que Papá y Mamá descendían por las escaleras.

Supo que lo más lógico sería que estuviera muerto de miedo por las amenazas de Ana, pero no era así. Había ganado la batalla. Imaginó las cucarachas trepando por encima de las niñas y se echó a reír. Epa, no debía hacer eso. Tenía que contenerse y respirar lo más tranquilo posible. Todo su cuerpo se sacudió tratando de sofocar la risa.

Había alguien en la habitación.

No oía nada, y al abrir los ojos tampoco vio a nadie. Pero sabía que alguien estaba allí. No había entrado por la puerta, de modo que tenía que haberse introducido por la ventana. Qué tontería, se dijo Alvin. Aquí no hay un alma. Pero permaneció inmóvil, sin el menor asomo de risa, pues podía sentir que sí había alguien en su habitación. No, es una pesadilla. Sólo eso. Todavía estoy asustado por lo de los pieles rojas que me persiguen, o por las amenazas de Ana, o a saber por qué. Si cierro los ojos, desaparecerá.

La negrura de su interior tornó rosados sus párpados. En la habitación había luz. Luz brillante, como la del día. No había vela ni antorcha en el mundo que pudiera brillar así. Al abrió los ojos y todos sus temores se trocaron en pavor, pues veía ante silo que había temido que fuese realidad.

A los pies de su cama había un hombre de pie. Un hombre que brillaba como si estuviese hecho de luz o de sol. La luz que iluminaba la habitación provenía de su piel, de su pecho, donde su camisa estaba abierta a jirones, de su rostro y de sus manos. Y en una de esas manos, un cuchillo, un afilado cuchillo de acero. Moriré, pensó Al Júnior. Como Ana me prometió, sólo que no había forma de que sus hermanas pudiesen conjurar una aparición tan espantosa como ésa. Este brillante Hombre Refulgente había venido por sus propios medios, de eso no cabía duda, y planeaba matar a Alvin Júnior por sus propios pecados y no porque nadie se lo hubiese encomendado.

Entonces fue como si la luz del hombre atravesara la piel de Alvin y se internara dentro de él, y el temor desapareció. El Hombre Refulgente bien podía tener un cuchillo o haber entrado en la habitación sin siquiera abrir la puerta, pero no pensaba hacer daño a Alvin. Por lo que Alvin se serenó un tanto y decidió incorporarse en su cama hasta casi quedar sentado, con la espalda reclinada contra la pared, para mirar al Hombre Refulgente y ver qué haría con él.

El Hombre Refulgente tomó su brillante hoja de acero y la acercó a la otra palma de su mano. Cortó. Alvin vio que la ardiente sangre escarlata brotaba de la herida del Hombre Refulgente y corría por su brazo hasta llegar al codo, de donde comenzó a gotear hacia el suelo. Pero antes de que cayeran cuatro gotas, en su mente surgió una visión. Vio la habitación de sus hermanas, reconoció el lugar, pero esta vez había algo diferente. Las camas estaban elevadas y sus hermanas eran gigantescas, y lo único que distinguía con claridad eran pies y piernas. Luego entendió que estaba viendo la habitación con los ojos de una criatura diminuta. De una cucaracha. En su visión se arrastraba, devorado por el hambre, sin el menor temor, pues sabía que si trepaba por esos pies y esas piernas habría comida, toda la que pudiese desear. Así, subió, trepó, se arrastró, buscó. Pero no encontró nada que comer, ni una migaja. En cambio, unas manos inmensas se abalanzaron sobre él y lo barrieron de un golpe, y entonces apareció sobre su cuerpo una sombra enorme que le hizo sentir la agonía aplastante, dura, súbita de la muerte.

No una, sino muchas veces, docenas de veces, la esperanza de la comida, la confianza en que nadie le haría daño; y luego el desencanto —nada que comer, nada de nada—, y tras la desilusión, el terror, el dolor y la muerte. Cada vida diminuta albergando esperanzas, traicionada, aplastada, derribada.

Y entonces, en su visión, él vivía y escapaba de las botas pesadas y mortíferas por debajo de las camas, por entre las rendijas de los muros. Huía de la sala de la muerte, pero ya no rumbo a la habitación segura de antaño, pues ya no era segura. De allí provenían las mentiras. Era el sitio del traidor, del mentiroso, del asesino que las había enviado a ese lugar a morir. Desde luego, en su visión no había palabras. No podía haberlas. Qué claridad podía esperarse en el cerebro de una cucaracha… Pero Al tenía palabras y pensamientos, y sabía más que cualquier cucaracha lo que ellas habían aprendido. Él les había prometido algo sobre el mundo, se lo había asegurado, pero era mentira. La muerte era algo temible, sí, mejor huir de esa habitación, pero en la otra sala había algo peor que la muerte. Allí el mundo había perdido toda compostura: era un sitio donde cualquier cosa podía suceder, donde no podía confiarse en nada, donde nada era seguro. Un sitio atroz. El peor de los sitios.

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