Orson Card - El septimo hijo

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El septimo hijo: краткое содержание, описание и аннотация

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Inicios del siglo XIX. Un Norteamérica alternativa en la que la magia y los conjuros del folklore popular son efectivos y en la que las colonias americanas no se han independizado todavía de la corona británica gobernada todavía por el lord Protector y cuyo rey está exiliado en Carolina del Sur. Un mundo en el que los pieles rojas se encuentran con los colonos que parten hacia el oeste.
En ese mundo rural, mágico y complejo, transcurren las historias de Alvin (séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón) llamado por la magia de su prodigioso nacimiento y las circunstancias que en él concurren, a poseer un don poco corriente, el de ser un Hacedor. Ello le enfrenta, incluso sin él saberlo a los poderes aniquiladores del Deshacedor. Sólo logrará sobrevivir y cumplir su misión con el uso de su excepcional don si llega a dominar su poder y evade las fuerzas ocultas que buscan su muerte antes de llegar a la edad adulta.

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—Alvin Júnior, tenía la esperanza de que al menos uno de mis hijos varones fuese un caballero de nacimiento, pero ahora veo que mi vida ha sido en vano. —Y eso bastaba para que se sintiera todo lo mal que podía llegar a sentirse alguien que aún conservaba la vida.

De modo que casi sintió alivio cuando la puerta se abrió y apareció Papá, todavía abotonándose los pantalones y no con cara de felicidad, precisamente.

—¿Puedo trasponer esta puerta sin peligro? —preguntó fríamente.

—Sss—repuso Alvin Júnior.

—¿Qué?

—Sí, señor.

—¿Estás seguro? Por aquí andan bestias salvajes que creen que está bien dejar sus desperdicios en el suelo, delante de la puerta de los retretes. Y te digo que si existe un animal semejante, le tenderé una trampa y lo atraparé por la cola una de estas noches. Y cuando lo encuentre por la mañana, le coseré el agujero por donde sale su inmundicia y lo soltaré para que se hinche hasta reventar y muera en el bosque.

—Lo siento, Papá.

Papá sacudió la cabeza y comenzó a andar hacia la casa.

—No sé qué ocurre con tu vientre, niño. Hace un minuto no necesitabas ir, y al minuto siguiente estás que te mueres…

—Bueno, si construyeras otro retrete no tendría ningún problema —masculló. Pero Papá no lo oyó, porque Alvin lo dijo cuando ya había cerrado la puerta del retrete y Papá estaba dentro de la casa. Y, además, tampoco lo había dicho en voz alta.

Alvin se entretuvo mucho rato lavándose las manos en la bomba de agua, pues temía lo que pudiera estar aguardándole en la casa. Pero entonces, afuera, en la oscuridad, comenzó a temer por otra razón. Todos decían que los hombres blancos no eran capaces de distinguir a un piel roja cuando caminaba por el bosque, y sus hermanos mayores se divertían de lo lindo diciendo a Alvin que cuando estuviera afuera, solo, especialmente de noche, habría pieles rojas en el bosque, observándolo, jugueteando con sus hachas de pedernal y ardiendo en deseos de arrancarle el cuero cabelludo. Bajo la luz del día, Alvin no les creía, pero de noche, con las manos frías por el agua, sentía que un escalofrío lo atravesaba y hasta creyó ver el punto desde el cual lo espiaba. Justo sobre su hombro, cerca del chiquero, y se movía tan suavemente que ni aun los cerdos gruñían. Ni aun los perros ladraban. Y encontrarían el cuerpo de Al, todo ensangrentado y sin cabello, y entonces sería demasiado tarde. Por muy malas que fuesen sus hermanas —y eso que eran malas— Al consideró que eran preferibles antes que morir de un hachazo en la cabeza a manos de un piel roja. Salió disparado hacia la casa y ni siquiera se volvió para ver si el indio realmente estaba allí.

Apenas hubo cerrado la puerta, olvidó sus temores sobre pieles rojas invisibles y silenciosos. En la casa todo estaba en calma, lo cual para empezar ya daba que pensar. Las niñas jamás guardaban silencio antes de que Papá les gritara tres veces cada noche. De modo que Alvin subió muy, pero que muy despacio, miró antes de pisar cada escalón y volvió la cabeza tantas veces que casi se le torció el cuello. Cuando finalmente estuvo en su habitación, con la puerta cerrada, temblaba tanto que casi deseó que hicieran de una vez lo que hubiesen tramado y acabar con el asunto.

Pero no lo hacían, no señor. Recorrió toda la habitación bajo la luz de la vela, revisó debajo de su cama, escudriñó cada rincón, pero nada. Calvin dormía con el pulgar en la boca, lo cual indicaba que si habían revuelto su habitación, de eso ya hacía largo rato. Comenzó a preguntarse si por azar las niñas habrían decidido por una vez dejarlo en paz o reservar sus sucios ardides para los mellizos. Para él sería una nueva vida si las niñas decidieran ser amables con él. Sería como si un ángel descendiera y lo rescatara de los infiernos.

Se quitó las ropas lo más rápido que pudo, las dobló y las dejó sobre el banco, al lado de su cama, para que por la mañana no estuvieran llenas de cucarachas. Había hecho una especie de pacto con las cucarachas: podían meterse donde quisieran mientras fuera en el suelo, pero no treparían al lecho de Calvin, ni al de Alvin, ni a su banco. Como retribución, Alvin jamás las pisoteaba. Y como resultado,.a habitación de Alvin venía a ser el reducto de todas las cucarachas de la casa, pero ya que respetaban el pacto, él y Calvin eran los únicos que jamás despertaban gritando por culpa de cucarachas que hubieran trepado a sus camas.

Tomó su camisón de la percha y se lo puso por la cabeza.

Algo le picó debajo del brazo. El dolor le hizo gritar.

Algo le picó sobre el hombro. Sea lo que fuere, estaba dentro de su camisón, y mientras se lo quitaba a manotazos siguió aguijoneándole por todas partes. Finalmente cesó, y el niño quedó de pie, completamente desnudo, frotándose y palmeándose para quitarse del cuerpo los insectos o lo que fuere.

Luego extendió la mano y tomó el camisón con cuidado. No vio que nada se escabullera de su interior. Lo sacudió una y otra vez, pero ni un solo bicho cayó de él. En cambio, si cayó otra cosa. Titiló un segundo bajo la luz de la vela y al dar contra el suelo hizo un ruidito metálico.

Sólo entonces escuchó Alvin Júnior las risas contenidas del otro lado de la pared. Ay, se la hicieron, claro que se la hicieron. Se sentó sobre el borde de la cama, retirando alfileres de su camisón y clavándolos en la esquina inferior del colchón. Jamás pensó que pudieran estar tan enojadas como para arriesgarse a perder uno solo de los valiosos alfileres de Mamá con tal de vengarse de él. Pero ya lo sabía para otra vez. Las niñas jamás tenían en cuenta el deber de jugar limpio, como sí hacían los varones. Cuando un chico te arrojaba al suelo durante una pelea, o bien saltaba sobre ti o bien esperaba a que te pusieras nuevamente en pie, y en ambos casos ambos quedaban mano a mano. Pero Al había aprendido con sangre que las niñas te patean cuando estás en el suelo y se abalanzan sobre ti cada vez que se les presenta la ocasión. Cuando pelean, las anima el afán de concluir la contienda tan pronto les sea posible. Así no tenía gracia.

Como esa noche. No era un castigo justo. Él sólo le había enterrado un dedo en el trasero, y en cambio ellas lo llenaban de alfileres de pies a cabeza. En un par de lugares hasta lo habían dejado sangrando los alfileres de marras. Y Alvin se imaginaba que Matilda ni siquiera debía tener un morado, aunque bien deseó que lo tuviera.

Alvin no era ruin, no señor. Pero estaba sentado allí, a los pies de su cama, quitando alfileres de su camisón, y no pudo menos que reparar en las cucarachas que iban y venían por entre las hendijas del suelo. No pudo sino imaginarse qué podría pasar si a todas esas cucarachas se les ocurría ir de visita a determinada habitación llena de risitas.

De modo que se puso en cuclillas, dejó la vela en el suelo y comenzó a murmurar a las cucarachas, del mismo modo que lo había hecho ese día en que sellaron su pacto de paz. Comenzó a hablarles de suaves sábanas primorosas, y de piel suave y tersa sobre la cual trepar, y sobre todo de la funda de satén de Matilda, la que iba sobre la almohada de plumón. Pero no parecieron dar mucha importancia nada de eso. Hambre. Lo único que tienen es hambre, pensó Alvin. Sólo saben de comida. De comida y de miedo. Conque les habló de comida, de la comida más deliciosa que hubiesen probado jamás. Las cucarachas se congregaron para escuchar, pero ninguna trepó sobre él, lo cual se avenía a los términos del pacto. Toda la comida que deseéis, sobre esa suave piel rosada. Y será algo seguro. No hay nada que temer, nada de qué preocuparos, sólo tenéis que ir hasta allí y encontraréis la comida sobre esa suave piel tersa y rosada.

Y sí. Unas cucarachas comenzaron a deslizarse por debajo de la puerta de Alvin, y luego más y más, y finalmente salieron todas en tropel, como un ejército de caballería. Sus cuerpos lustrosos brillaban bajo la luz de la vela, guiados por su eterna hambre insaciable y sin temor porque Alvin les había dicho que no había de qué asustarse.

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