Louise Cooper - Troika
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—Veness dice que tu suerte de anoche fue un milagro —observó con una sonrisa—. Seguro que no había más que una posibilidad entre mil de que encontraras la granja en medio de esta tormenta.
—Eso creo yo también —asintió Índigo—. Y os estoy muy agradecida a todos por ayudarme. Antes de que me vaya, espero que me dejéis que os pague de alguna forma.
—¿Irte? —rió Carlaze—. Estás de broma, ¿verdad?
—¿A qué te refieres?
Carlaze indicó con la cabeza en dirección a la ventana cerrada con postigos.
—Nadie sobreviviría más de cinco minutos en medio de esta tormenta. Es mucho más fuerte que anoche y tiene todo el aspecto de seguir así varios días todavía. Te quedarás aquí algún tiempo, Índigo.
Consternada, Índigo abrió la boca para protestar, pero se lo impidió la voz de Rimmi.
—¿Carlaze? —La muchacha había levantado la cobertura de la bandeja que Carlaze había traído—. ¿No ha...?
—No. —Carlaze la interrumpió con sequedad antes de que pudiera decir nada mas—. Y de nada sirve obligarlo, Rimmi, lo sabes tan bien como yo. Déjalo un rato. Veré lo que puedo hacer más tarde.
Rimmi se encogió de hombros y regresó algo taciturna a sus tareas. Carlaze empezó a cortar pan. Mientras lo hacía se escuchó el lejano estrépito de una puerta que se cerraba con fuerza en el otro extremo de la casa. Una ráfaga. de viento helado atravesó la cocina, haciendo que los jarretes salados se balancearan, y fuertes pisadas sonaron afuera, en el vestíbulo.
Veness apareció en el umbral, acompañado por otro hombre más bajo y corpulento. Carlaze giró la cabeza para mirarlos.
—Las botas fuera, por favor —ordenó con firmeza—. La tetera hervirá dentro de unos instantes.
Veness enarcó una ceja con gesto irónico y se sacó las botas de piel cubiertas de nieve; también había nieve en sus cabellos. Sus manos, a pesar de los guantes bien gruesos, estaban azuladas.
—Hay cinco personas en los barracones de los vaqueros que agradecerían una infusión, Carlaze —anunció; luego miró a Índigo y sonrió—. Buenos días, Índigo. ¿Cómo te sientes hoy?
Su compañero contempló a Índigo sin decir palabra mientras tiraba de una silla y se sentaba, intentando que su franco escrutinio no la intimidara, Índigo sonrió a su vez a Veness y dijo:
—Estoy muchísimo mejor, gracias.
—Me alegro de oírlo. Oh..., éste es Reif, mi hermano. Reif: te presento a nuestra afortunada refugiada, Índigo.
—Realmente afortunada. Hola, Índigo. —Sus ojos, grises como los de Veness, la midieron y pareció que no le gustara del todo... o no le inspirara confianza... lo que veía.
Rimmi trajo a ambos hombres una jarra de humeante infusión, y Carlaze dijo:
—Índigo hablaba de marcharse, Veness.
—¿Marcharse? —Igual que Carlaze había hecho antes, Veness se echó a reír, y Reif sonrió con severidad—. No te irás hasta que esta ventisca haya dejado de soplar por completo. Y no pienses ni por un momento que abusas de nosotros; siempre nos alegra tener un par de manos más. Además — Veness se interrumpió para tomar un buen sorbo de su bebida—, resulta que he visto un arpa entre tus cosas. ¿Eres un bardo?
—No, un bardo no. Pero la toco.
—Entonces, puedes tener por seguro que no te arrojaremos a los elementos: un nuevo músico que anime las noches será muy bien recibido, ¿eh, Reif?
—Desde luego. —Reif seguía mirando a Índigo inquisitivamente.
—Bien, pues. —Veness vació su taza y se puso en pie—. Tenemos trabajo que hacer, así que lo mejor será que nos pongamos en marcha. Carlaze y Rimmi cuidarán de ti... Oh, y nuestros exaltados muchachos tendrán algo que decirte más tarde.
Índigo se sintió enrojecer.
—La verdad, Veness, no hay necesidad de eso.
—Sí, claro que sí. Lo de anoche lo dije en serio. —Tomó sus botas y guantes y se los puso de nuevo—. ¿Listo, Reif? Señoras, nos veremos más tarde.
A pesar de sus afirmaciones de que estaba totalmente repuesta, a Índigo no se le permitió ayudar en las tareas de la casa. Livian, que entró en la cocina minutos después de marchar Veness y Reif, descartó de plano sus ofrecimientos, diciéndole con firmeza que ese día al menos tendría que descansar y no pensar siquiera en ninguna actividad que exigiera esfuerzo. Podía hacerles compañía, pero Livian no le permitiría hacer nada más.
Y así pues, Índigo y Grimya pasaron la mayor parte del día en medio del ajetreo y la cálida atmósfera de la granja, en compañía de las tres mujeres. Su actividad era una distracción; evitaba que la mente de Índigo se desviara demasiado a menudo o demasiado dolorosamente hacia el recuerdo de la increíble ironía de su situación, de modo que con el paso de las horas empezó a formarse una idea más coherente de la familia Bray.
Había tenido la impresión de que Veness ostentaba el título de conde Bray, pero pronto descubrió que no era así. El conde actual, le dijo Livian, era el padre de Veness, el hermano de su difunto esposo. En esos momentos se encontraba enfermo, y Veness, por ser el primogénito, ocupaba su puesto hasta que se recuperara.
—Lamento que esté enfermo —dijo Índigo—. Eso debe hacer que mi presencia resulte aún más molesta.
—En absoluto —le aseguró Livian, y Carlaze, que la oyó, expresó su firme asentimiento—. La enfermedad del conde no es seria... al menos eso creemos. Esperamos que no tarde mucho en estar repuesto. —Dirigió una rápida mirada a Carlaze; una mirada curiosa, pensó Índigo, que parecía implicar la advertencia de no dar más explicaciones—. Y si estuviera en condiciones, habría sido el primero en darte la bienvenida.
Índigo se preguntó qué tipo de enfermedad podría ser. Y a había averiguado que Livian (que era tal y como había supuesto, la madre de Rimmi y Kinter, el esposo de Carlaze) era una viuda que, tras la muerte del marido, había llevado a su familia a vivir bajo aquel techo y adoptado el papel de señora de la casa. De todo esto, Índigo dedujo que el conde Bray debía de haberse quedado viudo recientemente, y supuso que a lo mejor la enfermedad era consecuencia de su dolor. Livian, sin embargo, no hizo la menor mención a ningún luto, y la muchacha prefirió no preguntar directamente.
Descubrió que Veness tenía dos hermanos: Reif, a quien ya conocía y de quien sospechaba le había tomado una inmediata antipatía, y Brws —pronunciado Broze con la típica inflexión de El Reducto que todavía le resultaba extraña y no había conseguido dominar—, que tenía quince años. El hijo de Livian, Kinter, tenía la misma edad que Veness y era, le confió Livian con orgullo, un elemento valioso para la granja; él, junto con Veness y Reif, era el eje alrededor del cual giraban todos los asuntos de la propiedad.
La finca en sí era una entidad mucho más extensa y compleja de lo que había pensado Índigo. El interés primordial de los Bray, igual que el de sus vecinos, era el ganado vacuno; pero además también criaban varios miles de ovejas en extensos terrenos situados algunos kilómetros más al norte, y controlaban zonas de bosque que se cultivaban para sacar madera, lo mismo que cultivaban el resistente grano que alimentaba a sus animales. Livian le dijo que realmente no tenía ni idea de cuántos hombres estaban empleados en las tierras de los Bray, pero debían de ser más de cien. Todos ellos vivían en pequeños poblados y granjas situados dentro de los límites de la finca. Y mientras los hombres trabajaban y gobernaban la tierra, esta enorme y vieja casa, la piedra angular de toda la propiedad, era por su parte el dominio de un pequeño matriarcado que se cuidaba de los asuntos domésticos de la granja. Un arreglo satisfactorio y práctico que le recordó a Índigo intensamente su hogar de la infancia, Carn Caille. Incluso la misma casa, cuadrada y sólida, construida con piedra, pizarra y madera, diseñada para soportar los peores inviernos, casi polares, recordaba la severa pero a la vez segura atmósfera de Carn Caille. Todo en ella era antiguo pero cómodo; no había opulencia ni grandiosidad, sin embargo la casa de los Bray respiraba una calidez que no precisaba riquezas ni adornos sofisticados.
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