Louise Cooper - Troika

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Un torrente de adrenalina se agitó en su interior provocándole mareo. Grimya intentaba correr, saltando y vadeando penosamente la nieve acumulada, Índigo echó a andar en pos de la loba. La luz era cada vez más brillante y nítida... se veían otras luces, y la borrosa silueta de un arco que se alzaba en la oscuridad. Intentó lanzar un grito de alivio pero sus labios y lengua estaban congelados; y de repente se encontró fuera de la nieve espesa y sobre terreno firme sólo unos centímetros por debajo de la capa blanca. Piedra, madera..., el arco estaba encima de su cabeza, ofreciendo un momentáneo y agradecido alivio al ataque de los elementos. A través de las pestañas heladas distinguió un patio, faroles, caballos, figuras humanas que se movían...

Y, con los patines alzados como los cuernos de una bestia en medio del caos de la tormenta, una

troika desenjaezada.

«¡Índigo, mira!» Grimya se había detenido y miraba al frente con sorpresa. «¡El caballo!»

Por un momento la muchacha temió que las temidas alucinaciones se hubieran por fin apoderado de lo que le quedaba de cordura. Allí delante, temblando, la cabeza doblada con aspecto fatigado mientras dos hombres se ocupaban de él, estaba el caballo, cargado aún con todas sus pertenencias.

Incapaz de reprimir su excitación, Grimya lanzó un agudo ladrido que se dejó oír incluso por encima del estruendo de la tormenta. El caballo agitó la cabeza al instante, relinchó y pateó el suelo, y los hombres se volvieron sorprendidos.

Índigo clavó sus ojos en las dos caras bien conocidas, y vio que se quedaban tan atónitos como ella, al reconocerla a su vez. Pero no pudo reaccionar. De repente lo que sucedía ante sus ojos resultaba irreal, imposible. Los faroles, el caballo, los nombres boquiabiertos del grupo de borrachos de la troika. No estaba sucediendo en realidad. No podía estar sucediendo.

El cuadro se hizo pedazos cuando uno de los hombres lanzó un juramento.

—¿Es ella?

—¡Que la Madre ciegue mis ojos, pensé que esa zorra acabaría en el estómago del felino!

—Maldición... —El más fornido de los dos empezó a avanzar, y el pelaje del lomo de Grimya se erizó al tiempo que la loba gruñía amenazadora.

—¡Y el maldito perro! —El hombre apretó con fuerza el puño al ver que Grimya le cerraba el paso mostrando los colmillos—. ¡Apártate del camino, bicho bastardo, de lo contrario...!

El segundo gruñido de Grimya estalló en un potente ladrido, y el caballo se alzó sobre las patas traseras entre relinchos. De pronto se escuchó un fuerte golpe y una gruesa puerta situada al otro extremo del patio se abrió violentamente de par en par y derramó un haz de luz sobre el suelo nevado.

—¿Grayle? ¿Morvin? Por la Madre que tanto nos ama, ¿qué está pasando aquí afuera?

Era una voz masculina, aguda y furiosa; alguien surgió de la granja llevando otra linterna. Al principio no era más que una silueta, pero al cruzar el patio y acercarse más, Índigo pudo verlo de repente con total claridad. La muchacha lanzó un tremendo grito inarticulado cuando una nueva y terrible conmoción, ante la cual todo lo demás perdía importancia, la golpeó como un mazazo.

—¡Que la Diosa me arrebate la visión!

Los ojos del recién llegado se abrieron desmesuradamente al ver el rostro extraviado de la joven.

Y Fenran, su amor, su amor perdido, avanzó hacia ella a grandes zancadas con la mano extendida.

Los ojos de Índigo parecieron a punto de saltarle de las órbitas y se desvaneció.

Cuando recobró el conocimiento se encontró envuelta en algo grueso y cálido. Intentó mover brazos y piernas, pero parecían de plomo. Por un momento se sintió invadida por el pánico al recordar la nieve y su insensato deseo de tumbarse en ella y dejar que la cubriera. Pero no, esto no era nieve, no era el engañoso y mortífero frío que entumecía el cuerpo hasta sumirlo en letal ilusión de calor. Notaba un calor auténtico en el rostro, oía el crepitar de las llamas, y el incesante aullido de la ventisca se había convertido en un rugido ahogado, distante, que había dejado de ser amenazador.

Hubo una luz. Grimya la había visto, y las dos habían avanzado en medio de la tormenta en dirección a ella, y... el caballo estaba allí. Y los dos hombres. Y...

El recuerdo acudió a su mente de forma tan brusca que sintió náuseas. ¡Fenran!

—¡Fenran! —repitió con un débil grito, y al instante oyó unos pasos rápidos que se acercaban.

Una mano, encallecida pero de tacto femenino, tocó su frente y se deslizó hacia la nuca,

intentando ayudarla a levantar la cabeza. Una voz desconocida dijo:

—Vamos, vamos, todo está en orden. Bebe un poco de esto.

Sintió el borde de una taza contra los labios, y a su nariz llegó el fuerte olor del alcohol. Demasiado confundida para discutir, Índigo tomó un sorbo que suavizó su garganta bloqueada, luego lo siguió otro trago mucho más largo y notó que el licor se deslizaba hacia abajo dejando un rastro de calor.

—Te hemos lavado los ojos —dijo la voz—. Estaban cubiertos de una costra de hielo, pero ahora ya deben de estar bien. Intenta abrirlos.

Lo hizo, y poco a poco lo que la rodeaba empezó a resultar más nítido. La cama enorme, la habitación modestamente amueblada pero confortable y la chimenea de piedra en forma de arco donde ardía un buen fuego que proyectaba su juego de luces y sombras sobre el techo bajo de vigas. De pie junto a ella había una mujer alta y delgada de mediana edad, cabellos oscuros recogidos en una trenza y ojos que en aquella luz parecían negros. La mujer le sonrió con cierta reserva.

—¿Mejor? ¿Puedes verme?

—Ssssí... —Índigo intentó incorporarse, y la mujer la ayudó, ahuecándole las almohadas detrás de la cabeza.

—Bueno, tuviste mucha suerte, ¿no es verdad? —La sonrisa se hizo más amplia y cálida, los ojos oscuros mostraron simpatía—. Es mejor no pensar en lo que podría haberte sucedido si no nos hubieses encontrado. Pero no has sufrido ningún daño. Volverás a estar en pie antes de que te des cuenta.

En la mente de Índigo se agolpaban un centenar de preguntas, pero el licor, en un estómago vacío, empezaba ya a subírsele a la cabeza y a marearla. Fenran... Pero no: debía de haber sido una alucinación. Fenran estaba muerto...

—¿Dónde está Grimya? —musitó.

¿Grimya? —La mujer pareció perpleja por un instante, luego su rostro se animó—. Oh, ¿tu perra loba? Está bien y contenta. Le hemos dado una buena friega y un buen plato de comida. Ahora duerme delante del fuego de la cocina. —Le dedicó otra sonrisa, casi una mueca de oreja a oreja esta vez—. Es un animal extrañamente inteligente, ¿sabías? Estuve medio tentada de creer que comprendía lo que le decía.

Una parte de la tensión de Índigo desapareció al enterarse de que Grimya estaba ilesa. Pero la otra cuestión volvía a aflorar; aquella cuestión imposible, demencial, y no podía sofocarla, en especial ahora que el alcohol que le habían dado empezaba a hacer efecto.

—Fenran... —dijo vacilante—. Pero yo vi a Fenran...

—¿Viste a. quién? —La mujer parecía desconcertada.

—Fen... Fenran. —Índigo comprendió que iba a echarse a llorar. Estaba tan confundida... Nada tenía el menor sentido.

—No hay nadie llamado Fenran aquí.

—¡Tiene que haberlo! Lo vi..., fue a la puerta, y tenía un farol; y detuvo a los otros cuando ellos... —Su voz se apagó y cerró los ojos para impedir que las lágrimas se abrieran paso entre sus pestañas.

La mujer la contempló pensativa, luego se dio la vuelta, Índigo volvió a abrir los ojos a tiempo para verla llegar hasta la puerta. La mujer la abrió y llamó:

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