Louise Cooper - Infierno

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Los valles estaban envueltos en un caos total. Los hombres huían de los hornos y de los lagos de enfriamiento: corrían por la carretera cubierta de cenizas en un intento desesperado por llegar a las puertas de la mina antes de ser engullidos. Algunos podrían llegar a lugar seguro, pero la mayoría no tenía la menor posibilidad, ya que nueve enormes torrentes de lava convergían sobre ellos procedentes de todas partes, zambulléndose desde las cumbres y dividiéndose en cincuenta afluentes que se abrían paso hacia el valle para cortar todas, con la excepción de unas pocas, rutas de escape. Vio cómo una bola de fuego iba a estrellarse en medio de un grupo de hombres que huían; figuras diminutas escaparon de la devastación, retorciéndose y revolviéndose mientras ardían; algunas se arrojaron al río, pero también éste ardía, al haberse incendiado su contaminada superficie. Cabañas, máquinas y caballetes se quemaban; enormes lenguas de fuego azulado brotaban de las aberturas al estallar los gases atrapados en las rocas. Y, enormes y siniestras bajo el cielo, avalares de destrucción, las tres cimas gigantescas de las Hijas de Ranaya vomitaban fuego y lava y atronaban con furia en la noche.

Con ojos llorosos. Índigo apartó la mirada de los horrores que tenían lugar a sus pies. Nada podía salvar a aquellos hombres condenados, y seguirlos hasta el valle resultaría suicida. Debía de haber otra forma de salir...

Y de repente, por entre toda aquella confusión, una voz familiar penetró en su mente.

«¡Indigo!»

La joven chilló:

¡Grimya!

Luego empezó a toser medio asfixiada cuando la sorpresa la hizo tragar una bocanada del apestoso humo. Durante casi un minuto permaneció doblada sobre sí misma; luego, a medida que lo peor del espasmo desaparecía, empezó a mirar enloquecida en derredor suyo, el corazón latiéndole con renovada esperanza. Grimya estaba viva, e intentaba localizarla...

«¡Grimya!» Se concentró, furiosa, y lanzó su llamamiento mental con toda la energía que pudo reunir. «¡Grimya, estoy aquí! ¡Te escucho!»

Un ensordecedor chillido de la Vieja Maia sacudió los riscos, y a través de él oyó el grito de respuesta de la loba.

«¡Al este. Indigo! ¡Ve hacia el este! ¡Ya te encontraré!»

Índigo no necesitó que le insistieran más. Se puso en pie y se dio la vuelta; tambaleándose, se dirigió por la colina hasta una escarpada pero escalable ladera de guijarros y piedras que conducía a una cima cercana. Las piernas le dolían terriblemente; sus manos, pies y rostro chamuscados le ardían de dolor y parecía como si todo el aire del mundo se hubiera consumido convirtiéndose en cenizas: pero gateó y se deslizó sobre la roca hasta llegar a la piedra más firme del otro lado, y empezó a cruzar la estribación.

Estaba a medio camino de la siguiente loma cuando una llamarada de luz sobre su cabeza le hizo levantar los ojos. Lo que vio casi detuvo su corazón.

La segunda de las hijas de Ranaya era, desde aquí, una violenta pero lejana amenaza detrás de una cadena de riscos. La muchacha se había considerado bastante a salvo, pero las fuerzas liberadas por la erupción habían resquebrajado la ladera sur del volcán y una catarata de magma fundido brotaba fuera de su prisión para fluir por el costado de la montaña. Cayó sobre las cimas que la rodeaban, atravesó barrancos y abismos, y franqueó rocas, abriéndose paso abrasadora en dirección al fondo del valle. Tres ríos de lava diferentes refulgían ahora bajando por las laderas a las que se aferraba Índigo. Y ella estaba justo en su camino.

No podía moverse. El terror tenía clavados sus manos y pies, y su cerebro estaba paralizado; no podía hacer otra cosa que mirar con horror aquel peligro. Podría superar el primero de los devastadores ríos, pero quedaría atrapada entre éste y el segundo. Y si convergían, o si otro afluente más caía en cascada sobre los riscos situados más arriba, entonces se vería aplastada y moriría envuelta en llamas...

Bajo sus pies la roca tembló con una enorme y atronadora vibración. Sin pensar, sin detenerse a razonar. Índigo echó a correr en zigzag, saltando de un punto de apoyo a otro en una desesperada y fútil tentativa de aventajar la avalancha de lava. Sabía que no lo conseguiría; la ladera era demasiado empinada, estaba segura de que en cualquier momento perdería pie y rodaría por la pendiente...

«¡Indigo! ¡Loba!»

Grimya chillaba en su mente, su voz salvaje y frenética. Pero no podía ayudarla; la lava se acercaba; sentía su devastador calor, sentía cómo la temblorosa ladera estaba a punto de ceder bajo ella...

«¡Loba. Índigo! ¡LOBA!»

Con un sobresalto que casi le hizo perder el equilibrio, la joven recordó, y se dio cuenta de lo que Grimya intentaba comunicarle. Loba. El poder, el poder de cambiar de forma que había aprendido de manera tan cruel e inesperada en el mundo astral de los demonios. Pero no podría hacerlo, no aquí, no ahora; era imposible. No tenía las fuerzas que necesitaba, su mente estaba en desorden; no le quedaban más que unos segundos antes de que la muerte cayera sobre ella. Y aterrorizada, más allá de todo control, abrió la boca y chilló.

El grito se metamorfoseó en un aullido ululante y sintió el cambio como un terrible impacto de energía que surgió de su subconsciente y penetró en su cuerpo. Su equilibrio se esfumó; se tambaleó, tropezó, cayó hacia adelante...

Y se encontró corriendo con cuatro patas que la impulsaban sobre la roca, la leonada cabeza baja, las mandíbulas escarlata abiertas. Escuchaba a Grimya, a su hermana, a su pariente, que la instaba a seguir mientras corría como el rayo, más deprisa de lo que podría haberlo hecho ningún ser humano, hacia lugar seguro.

Había humo y calor, y había también violentas llamas que rasgaban la oscuridad. Apenas si podía respirar y el cuerpo le dolía terriblemente, pero siguió corriendo. Había dejado de ser Índigo para convertirse en un lobo, un animal, impulsado por instintos que nada tenían que ver con la lógica ni el razonamiento, pero que la impelían hacia el objetivo primordial de la supervivencia. La acometían hedores insoportables, sabores repugnantes abrasaban su boca, pero siguió adelante, hasta que el mundo se convirtió en un torbellino rojo que golpeaba sus sentidos, interminable, demencial.

Grimya la encontró un minuto después de que se desplomara en las estribaciones de un cerro que conducía a las cumbres situadas más al este. Aunque la roca estaba caliente, y de vez en cuando se estremecía como respuesta a los lejanos temblores de los volcanes, los ríos de lava no habían alcanzado aquellas laderas; allí estaban a salvo.

Índigo estaba en el suelo, con las patas completamente estiradas y la cabeza torcida a un lado. Sus ojos se habían vuelto vidriosos a causa del agotamiento y la lengua colgaba fuera de su boca mientras intentaba respirar; su pelaje chamuscado estaba cubierto de un gruesa capa de cenizas, y cuando Grimya intentó reanimarla, apenas consiguió levantar el hocico unos centímetros.

No podían quedarse en el cerro. Faltaba poco para el amanecer; el sol no podría atravesar la espesa capa de cenizas y humo que flotaba ahora sobre todo el valle, pero cuando saliera, el calor — casi insoportable ahora— mataría a todo ser vivo que no hubiera encontrado refugio. Grimya había descubierto una cueva a poca distancia; era pequeña, pero les serviría. Obligó a Índigo a alzarse, mordisqueándole el lomo y el cogote hasta que se levantó tambaleante. Sus pensamientos resultaban incoherentes; aunque ella también estaba casi completamente exhausta, sabía que, sola, su amiga no habría sobrevivido mucho más, y en silencio dio las gracias a la Madre Tierra por haberla podido encontrar a tiempo.

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