Louise Cooper - Infierno

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«¡No intentes contenerlo. Índigo!¡Utilízalo!... ¡Utilízalo!»

Un rayo atravesó el valle de Charchad, desgarrando el malsano resplandor con un poderoso crujido. Se estrelló sobre el ojo de Aszareel, y el demonio lanzó un agudo chillido mientras su cuerpo estallaba en llamas. Se retorció, y su piel putrefacta empezó a ennegrecerse, a chisporrotear al tiempo que un fuego físico saltaba de su rostro a sus brazos y a su obsceno pecho. Sus alaridos se convirtieron en un estridente aullido cuando el fuego astral se apoderó del tumor maligno que había más allá de su forma terrena. Otros gritos se mezclaron con los chillidos de muerte del demonio; voces inhumanas que aullaban de temor, indicando su protesta y su incredulidad, mientras, unidos inextricablemente con su señor, los infernales esbirros de Aszareel eran atrapados en la corriente de fuego y ardían allí donde se encontraban: cosas aladas, horrores serpeteantes y parodias de seres humanos se consumían bajo la embestida de las llamas que atravesaban dimensiones para devorarlos. Índigo oyó su espantoso coro y cayó de rodillas, sacudida por terribles convulsiones, mientras los ecos del poder inundaban el valle de Charchad. Echó la cabeza hacia atrás, arrojando fuera de sí la energía en un último espasmo, y escuchó el grito de Aszareel, sintió cómo se consumía, derritiéndose, muriendo, mientras su pervertida alma se hundía en las últimas agonías de la desintegración...

Entonces una nueva voz resonó en la noche.

En las minas, donde los hombres sudaban en el claustrofóbico laberinto de pozos y túneles, las viejas piedras temblaron y tronaron con ecos que no se habían escuchado en la región durante milenios. Treinta mineros tuvieron apenas unos segundos de tiempo antes de que el techo de la galería donde trabajaban se hundiera y los enterrara bajo diez mil toneladas de roca. Junto a la cabaña del marcador, donde Quinas dormía todavía hasta el momento de la llegada de la carreta de la mañana, el suelo tembló con una gigantesca vibración subterránea que hizo caer uno de los caballetes de las antorchas. Su llameante farol se estrelló contra el suelo en una explosión de chispas. A lo lejos, un alarido atravesó la vibrante atmósfera. Entonces el cielo meridional se iluminó con un resplandor anaranjado, y unos segundos más tarde el primer rugido del volcán que se despertaba ahogó el estruendo de las minas con su gran estrépito.

La Vieja Maia se agitó, un gigante que se despertaba después de siglos de letargo. En su cono, el magma se alzó en refulgente torbellino de energías desatadas mientras la erupción arrojaba al cielo una columna de trescientos metros de fuego, cenizas y roca fundida. Y en el extremo opuesto del valle, las fraguas, lagos y escoriales de los hornos de fundición se vieron iluminados por otra explosión de fuego que surgía de aquel lado; y luego una tercera, cuando las enormes cimas que formaban el triunvirato de las Hijas de Ranaya contestaron a su hermana en aterradora armonía.

En el valle de Charchad, el letal resplandor que había sido la mayor arma del demonio estalló en un instante de terrible y cegador pandemónium, y el cielo se volvió negro mientras se consumían los últimos restos de la ardiente esencia de Aszareel. Índigo sintió cómo el poder la abandonaba con una dolorosa sacudida, y mientras la blanca corona se extinguía se dejó caer sobre el suelo del pozo, brazos y piernas temblando, el cuello convulsionado, los pulmones jadeantes, mientras luchaba por recuperar el aliento, por vivir, por evitar seguir a Aszareel y a su hueste infernal al interior de la frenética vorágine de destrucción que los había succionado de este mundo como hojas secas en un vendaval. Sintió cómo el terreno se inclinaba bajo su cuerpo, escuchó el tronar de la Vieja Maia y de sus hermanas mientras el fuego rasgaba la oscuridad. Y en su mente aturdida y atormentada, oyó la última palabra que Jasker, su amigo, su salvador, el servidor de Ranaya, pronunciaría en el mundo mortal. «¡¡¡Corre!!!»

Grimya lo presintió, pero la única advertencia física que tuvo fue la repentina explosión de luz roja en la fumarola, y un sonido que, para su aterrorizada mente, fue como el anuncio del fin del mundo. La repisa sobre la que estaban se estremeció bajo la embestida de la marea de fuego que se alzaba, y un viento huracanado atravesó el pozo y la arrojó al suelo. Mientras luchaba por recuperar el equilibrio, la loba se sintió golpeada por una oleada de calor, y con el pelaje chamuscado y los ojos llorosos vio a Jasker, envuelto en llamas, de pie en el borde del pozo. Tenía los brazos extendidos, como si recibiera a una amante perdida durante mucho tiempo; los cabellos le humeaban y sus manos brillaban mientras la cuerda de fuego que sostenía adquiría un nuevo fulgor. Un poco más allá de su centelleante silueta, las salamandras entonaban una tétrica melodía por encima de la voz de la Vieja Maia.

—¡Corre! —La voz del hechicero tronó en los oídos de Grimya al tiempo que el volcán lanzaba su último aviso—. ¡¡¡Corre!!!

Sus ojos ardían en sus cuencas cuando miró por la fumarola, más allá de la corteza terrestre, al corazón fundido del volcán. Y mientras el torrente de magma se alzaba hacia él, tuvo una visión de una multitud de venas subterráneas, de abismos y de túneles que unían a la Vieja Maia con sus hermanas. Y escuchó la inmensa voz de Ranaya, Madre de estas tres vengadoras, origen, inspiradora y verdugo, que rugía desde el centro de la tierra para pronunciar su nombre y llamarlo al hogar.

Grimya, cuyos instintos había devuelto a la vida el último grito desesperado del hechicero, saltó en dirección a la boca del túnel y escaló la pendiente de cascotes que llevaba a la estrecha abertura. Al llegar arriba se detuvo y, cuando volvía la cabeza, el primer destello cegador convirtió la figura de Jasker en una silueta, y una columna de fuego sólido subió por la fumarola. En el centro de la llamarada había un rostro gigantesco, de líneas duras y angulosas, y, sin embargo, poseedor de una belleza terrible y serena. Una cabellera de fuego se agitaba a su alrededor como llamaradas solares, y los ojos eran infiernos gemelos. Los resplandecientes labios se movieron, y una voz pareció reverberar a través de la antigua montaña, resonando en la mente de Grimya con una fuerza que la hizo lloriquear de temor y asombro.

«Eres el más querido de mis hijos. »

Jasker cayó de rodillas, con los brazos extendidos. Sus cabellos se encendieron y brillaron en una aureola salvaje que casi rivalizaba con el fulgor de la Diosa. Y por un sorprendente instante, Grimya vio cómo su forma se alteraba para convertirse en la de un dragón dorado, el cuerpo resplandeciente, las enormes alas agitándose como llamas, antes de que una columna de fuego blanco surgiera de la

nada en el lugar donde él estaba y lo engullera.

El trueno retumbó en el pozo, y bajo las patas de la loba los cascotes se agitaron violentamente. De algún lugar en la red de túneles llegó otro estruendo como respuesta al primero. El pánico se apoderó de Grimya; no podía asimilar lo que había visto, ni conseguir que sus sentidos actuaran con coherencia. Instinto y sólo instinto despertó sus músculos y nervios, y se retorció mientras los escombros, bajo ella, se estremecían de nuevo, arrojándose hacia la abertura. Cuando la alcanzó, la fumarola pareció hincharse y contraerse como una enorme garganta lanzando un suspiro. Y siguiendo a las violentas llamaradas, la lava surgió torrencial del corazón de la Vieja Maia.

Con una energía que no sabía que poseía, las patas traseras del animal lo impulsaron a través de la hendidura, y saltó en dirección al túnel que había al otro lado. El suelo se tambaleó cuando aterrizó sobre él; rodó, se puso en pie de un salto y, con las orejas pegadas a la cabeza, la cola aleteando a su espalda, echó a correr como una centella mientras las primeras oleadas de hirviente y revuelto magma empezaban a abrirse paso por entre la pared de escombros. No tenía ni idea de adonde iba, ni recuerdo consciente de la ruta por la que habían llegado a la fumarola, pero la intuición la impelía hacia adelante, hacia arriba. El calor, cada vez más fuerte a su espalda, era un acicate letal mientras buscaba un camino —cualquier camino— hacia el mundo exterior. Un cataclismo de sonido ensordeció sus oídos, resonando por túneles y galerías; tuvo una fugaz visión de llamaradas enormes, de rocas que se disolvían en magma. Corrió a través de un humo cegador y asfixiante en el que danzaban las chispas como enloquecidas luciérnagas, saltó sobre siseantes arroyos de metales fundidos, huyó frenética atravesando grietas segundos antes de que sus paredes se juntaran para bloquearle el paso. Y por fin se produjo una disminución del calor, sintió el sabor del aire fresco: sucio, pero fresco, no obstante; y aunque sus pulmones y garganta estaban demasiado resecos para dejar escapar algún sonido, deseó gritar y aullar de alegría al darse cuenta de que había llegado a la primera cueva, a través de su pequeña hendidura de acceso.

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