Louise Cooper - El Iniciado
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Kael Amion, aprovechando el ensimismamiento de Taunan, desmontó y se arrodilló sobre la húmeda hierba para observar más de cerca al joven que transportaban. A primera vista, parecía que el muchacho estaba dormido, pero algunas señales inequívocas le advirtieron que no era un sueño normal. El muchacho tenía la cara sudorosa y las mejillas coloradas, y la respiración era superficial e irregular. Sospechó que estaba en coma y rezó en silencio a Aeoris para que Gre-vard, el viejo médico del Castillo, pudiese hacer algo por él.
Taunan se volvió en su silla para observar al niño.
— ¿Cómo está? —preguntó.
Kael Amion sacudió la cabeza y montó de nuevo a caballo.
—Mal. Y cuanto más nos demoremos aquí, menores serán sus probabilidades de salvación.
Un viento del noroeste les alcanzó cuando dejaron el refugio de las montañas y empezaron a cabalgar por el breve trecho cubierto de césped primaveral que les separaba de la Península. Como le daba vértigo la altura, Kael mantuvo la mirada fija en el suelo a pocos pasos delante de ella, volviéndose sólo ocasionalmente a mirar atrás, para comprobar el buen estado de la camilla oscilante. La Península era una lengua de tierra vacía y desierta, sin un solo árbol o arbusto, un abandonado montón de peñascos; y una vez más, se preguntó qué mente trastornada había podido elegir este lugar para levantar una fortaleza, cuando podía haberla construido en cualquier otro paraje del mundo. Pero el Castillo había sido edificado antes de que empezase la Historia conocida, si los relatos eran verdaderos, y nadie podía ni quería imaginarse los oscuros móviles de los Ancianos...
Sólo tenían que avanzar media milla más, bajando una suave ladera, para llegar al extremo de la Península. Aquí estaba el final de su viaje y la parte del mismo que Kael temía más: el paso por el puente natural que les llevaría hasta el Castillo.
Mucho tiempo atrás, la tierra en la que se elevaba el Castillo había formado parte integrante de la Península, pero, a lo largo de los siglos, el mar había aprovechado una falla en el estrato rocoso para erosionar el granito, hasta que éste había cedido al incesante golpeteo de las olas.
Ahora, la punta estaba unida a tierra firme sólo por un puente natural de roca peligrosamente estrecho y que formaba un gran arco entre aquélla y ésta. Cada vez que cabalgaba sobre este arco, a Kael se le revolvía el estómago de pensar que sólo aquel desgastado puente la salvaba de una caída de casi mil pies a un mar siempre hambriento.
Dominando su miedo, miró hacia adelante en dirección al inicio del puente, señalado por dos montones de piedras.
Levantando la voz para hacerse oír sobre el viento y el mar, dijo a Taunan:
— ¿Es el puente lo bastante ancho para que podamos pasar los dos con la camilla?
—Es lo bastante ancho para cuatro, Señora, pero no más.
Haciendo pantalla con la mano para resguardar sus ojos del sol poniente, Kael miró hacia el extremo del puente, tratando de no pensar en lo estrecho que era y lo frágil que parecía. Ahora podía ver el mo n-tón de peñascos con más claridad y, como siempre, sintió un momentáneo escalofrío al no percibir, ni siquiera de tan cerca, la menor señal del Castillo. Nadie conocía del todo el secreto de la barrera amorfa que separaba el Castillo de la Península de la Estrella del resto del país; se creía que la estructura del Castillo comprendía una dimensión adicional, pero desde la caída final de los Ancianos, ningún Adepto había conseguido descubrir el enigma. Empleaban el Laberinto (éste era el nombre por el que era conocido) para mantenerse a resguardo de toda curiosidad, pero no acababan de comprender cómo debían utilizarlo.
Kael sonrió torciendo el gesto. Había que pasar por allí; mejor era hacerlo en seguida y acabar de una vez. Espoleando ligeramente los flancos de su montura, la obligó a avanzar en línea con Taunan y sintió el débil tirón del improvisado arnés cuando la camilla se puso en movimiento. Todo el cielo era ahora, en el crepúsculo, una cúpula de luz roja como la sangre, y su reflejo en el mar hacía que éste pareciese una infinita y palpitante sábana de acero fundido. Si hubiese mirado hacia el oeste, habría podido distinguir las peñas y los islotes frente a la costa de la provincia de la Tierra Alta del Oeste, que parecían pequeños carbones negros en un escenario de fuego carmesí; mientras que, hacia el este, la larga línea de la costa se perdía en la creciente oscuridad.
Kael Amion no miró una sola vez ni al este ni al oeste.
Sujetando con más firmeza las riendas con una mano, y agarrando disimuladamente el pomo de su silla con la otra, suspiró profundamente cuando los dos caballos entraron juntos en el vertiginoso puente.
CAPÍTULO 3
Cruzado el puente sin tropiezos, Kael Amion y Taunan espolearon sus caballos para adentrarse en el prado que se extendía ante ellos. Para quien visitaba por primera vez el lugar, pensó Kael, éste solía ser el momento peor, cuando llegaba sano y salvo a los peñascos y no veía aún la menor señal del Castillo, y por esto se alegró de que el muchacho no hubiese recobrado el conocimiento.
Taunan señaló una conocida mancha oscura en el césped delante de ellos, y los dos jinetes condujeron cuidadosamente sus caballos sobre ella, asegurándose de que ni una sola vez rebasaran sus límites.
Y mientras la cruzaban, empezó a producirse el cambio.
Un cambio gradual, sutil, pero seguro. La hierba pareció desviarse hacia un lado, haciendo que Kael pestañease, momentáneamente desorientada. Y entonces vio, justo delante de ella, algo que, un momento antes, parecía no haber existido.
La vasta silueta de un edificio, silencioso y helado, tan negro que absorbía la poca luz que ahora quedaba, se erguía enorme y dominante. En cada uno de los cuatro puntos cardinales, se levantaba una torre gigantesca, y un arco había sido cortado en la piedra negra para servir de entrada, cerrada ahora por una gruesa puerta de madera. Kael sabía lo que vendría y contuvo el aliento cuando, con un suave y apenas audible sonido a sus espaldas, se desvaneció el mundo exterior (camino, puerto de montaña, puente natural) como si se hubiese cerrado sobre él una puerta invisible, y sólo quedasen el promontorio y el mar inquieto que lo rodeaba.
Les envolvió el silencio. Incluso el estruendo de las olas se había extinguido, y el cielo de oriente se oscureció y el lejano horizonte se confundió con la noche. Kael se obligó a recordar que estaban todavía en el mundo que ella conocía; las peculiaridades del Castillo habían alterado simplemente una fracción del tiempo y del espacio. Una precaución útil, en determinadas circunstancias.
Tarod se volvió, de pronto, en la camilla y gimió, como molesto por el cambio. Kael, al oírlo, hizo una seña a Taunan, y ambos espolearon sus caballos.
Mientras cabalgaban en dirección a la imponente mole del Castillo, una forma pequeña, apenas visible a la luz menguante del crepúsculo, se destacó de las sombras que rodeaban la puerta y saltó rápidamente sobre la hierba en su dirección. Taunan sonrió al reconocerla.
—Nuestra llegada no ha pasado inadvertida —dijo—. Es el gato de Grevard.
Aquel bulto se convirtió ahora en un pequeño felino gris de brillantes ojos amarillos, que se volvió al alcanzarles y corrió junto al caballo de Taunan. Esos gatos eran originarios de las regiones del norte y, aunque tendían a ser salvajes, eran también grandes oportunistas que a menudo se introducían en las colonias humanas. Varias docenas de ellos, medio domesticados, vivían en el Castillo y sus alrededores, y el médico Grevard, al igual que otros, había adoptado uno de ellos como animal de compañía. Los gatos tenían aptitudes telepáticas y, con paciencia, podían ser empleados como útiles mensajeros, aunque las diferencias entre la conciencia de los humanos y la de los felinos hacían que la comunicación no fuese muy fiable. Kael notó cómo aquella criatura sondeaba su mente un instante antes de volver su atención a la de Taunan.
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