Louise Cooper - El Iniciado
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El muchacho hubiese querido decirle a Taunan la verdad, pero el cansancio le obligó a morderse la lengua.
— O no lo sabe, o no quiere que nosotros lo sepamos —murmuró Taunan. No había pretendido que el chico oyese sus palabras, pero éste las oyó a pesar de todo—. O puede ser un niño abandonado; no es más que huesos y piel.
La vieja suspiró.
—Sí..., y esto es aún más peligroso, después de la herida que ha sufrido. Si por lo menos tuviésemos algo para alimentarle; un poco de leche...
—¡Leche! —Taunan lanzó una breve risa que era como un ladrido—. Señora, no encontrarías leche aunque estuvieses un día cabalgando alrededor de este agujero infernal. Lo mejor que podemos hacer por él es darle agua salobre y algunos bocados de las provisiones que llevamos, si es que puede tragarlos, cosa que dudo.
El muchacho sintió que su mente empezaba a divagar, desprendiéndose del tranquilo escenario del refugio. Era una sensación peculiar, como flotar en una nube de aire húmedo, y relajó lo bastante sus sentidos para prolongar aquella sensación un poco más, hasta que Taunan se inclinó de nuevo sobre él.
Al moverse el hombre, algo que brillaba en su hombro derecho llamó la atención al chico, y cuando éste lo miró se le aceleró el pulso. Era un broche de oro, una insignia que formaba un círculo perfecto, partido en dos mitades por un rayo en zigzag. Había visto una vez uno de estos broches, en una ilustración... ¡Era la insignia de un Iniciado!
Contra todas las probabilidades, ¡parecía que sus salvadores eran los servidores del propio Aeoris! Si al menos pudiese...
Presa de la angustia, trató impulsivamente de incorporarse. Taunan le agarró cuando empezaba a sentir náuseas como reacción al dolor, y cuando le reclinaron de nuevo sobre el montón de abrigos y capas que le servía de cama, sintió como si todo el mundo fuese un torbellino escarlata de tortura, que daba vueltas a su alrededor. Taunan lanzó otro juramento, y le dieron más agua; pero esta vez, cuando se mitigó el dolor, persistió el agitado latido en sus venas, sin que hubiese manera de calmarlo. Cuando abrió una vez más los ojos, todo lo que vio, la tienda, las dos mujeres, Taunan, estaba rodeado de un aura temblorosa y de vivos colores.
— No podrá resistir mucho tiempo, Taunan — dijo, preocupada, la vieja. Parecía estar hablando desde muy lejos, en un espacio vacío—. Por muy fuerte que sea su constitución, ha sufrido demasiado. ¡Y no es más que un niño! Si perdemos más tiempo, cualquier decisión sobre el lugar al que debemos llevarle será inútil.
¿Iba a morir? Él no quería morir...
Tarod... Tarod... Tarod... El nombre secreto volvió inesperadamente a su memoria, pillándole desprevenido. El delirio se estaba apoderando de él, aunque trataba de combatirlo; estaba en el límite entre la consciencia y la ilusión, y cada vez le resultaba más difícil distinguir entre una y otra.
Tarod... Tarad...
La vieja se puso en pie, alisando la falda de su hábito y contrayendo los entumecidos dedos de los pies dentro de las gruesas botas de cuero.
—Creo que tienes razón, Taunan. El muchacho está muy mal y, como tú has dicho, si alguien puede curarlo es sólo vuestro médico. En la Residencia no tenemos gente tan hábil como Grevard. Si puede salvarse, el Castillo le salvará.
¿El Castillo? La palabra despertó un recuerdo en lo más profundo de la mente del muchacho, algo que necesitaba articular. Sólo estaba consciente a medias, al borde de una inquietante pesadilla, pero tenía que encontrar fuerzas para decirlo antes de que las alucinaciones le impidiesen hacerlo.
— Tarod.
Le sorprendió la claridad de su propia voz y le agradó el momentáneo silencio de asombro que se hizo.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Taunan en voz baja.
— No lo sé..., parecía un nombre. ¿Tal vez el suyo? — El mi-chacho sintió que la vieja se acercaba—. Qué has dicho, niño? ¿Tu nombre? ¿Puedes decirlo otra vez?
— Tarod...
Esta vez lo oyeron mejor, y Taunan repitió la palabra.
—Tarod..., no sé qué significa, pero...
— Puede ser su nombre — concluyó la vieja—. Tiene que serlo. Se llama Tarod.
El muchacho se estaba hundiendo en el abismo que le alejaba de la realidad. Pero al cerrar los ojos sonrió confirmando las palabras de la anciana, y en esta confirmación había satisfacción y alivio.
El crepúsculo de principios de primavera era frío y silencioso. En estas lejanas latitudes del norte, el sol nunca subía muy alto y, al ponerse, era un hinchado globo carmesí, viejo, agotado y triste. Al salir con Taunan del paso de montaña que separaba la Península de la Estrella del resto del mundo, la dama Kael Amion, superiora de la He r-man dad de Aeoris, contempló la improvisada camilla que transportaban los caballos. No era un sistema muy adecuado para trasladar a un niño herido, pero no había alternativa, si querían llegar pronto a la Península de la Estrella. Y por la gracia de Aeoris, pensó, por lo menos el muchacho seguía vivo. Recordó, temblando, la manera en que había delirado mientras se preparaban para el viaje, y la inquietud que habla visto en las caras de Ulmara y de las otras mujeres cuando las había despedido para que terminasen solas el trayecto hasta la Residencia de la Hermandad en la Tierra Alta del Oeste. Las había animado diciéndoles que, con toda seguridad, la historia de los misteriosos poderes del muchacho se propagaría como un incendio en pleno verano, y que ningún bandido se atrevería a acercarse al distrito durante muchos días; pero, de todos modos rezaba en silencio para que llegasen sin tropiezos a su destino. Cabalgaba hacia el Castillo para cumplir con su extraña misión, todavía no muy segura de por qué la había aceptado...
Taunan, percibiendo su inquietud, miró también al chico. También él había dudado de si debían dejar que las otras mujeres continuasen solas su camino, pero había creído que no había alternativa. Después de lo que había presenciado en el puerto de montaña, la prioridad estaba clara, y no estaba dispuesto a que un grupo de Novicias parlan-chinas retrasase su marcha.
Ahora las montañas habían quedado a su espalda, oscuras y gigantescas, desafiando al sol y proyectando una sombra siniestra sobre los dos personajes a caballo. Sus monturas habían avanzado sobre el terreno pedregoso de las laderas más bajas y, delante de ellos, estaba el punto de destino de su viaje: la Península de la Estrella.
La Península de la Estrella era la punta de tierra más septentrional de todo el mundo; un pequeño pero espectacular montón de peñas de granito que se adentraba en un mar frío y hostil. Ni siquiera los más curtidos pescadores navegaban por aquel mar, y Taunan dudaba mucho de que algún día los hombres se atreviesen a explorarlo. Nacido y criado junto al mar, comprendía la mezcla de miedo y amor que sentían los pescadores por el elemento del que dependían sus vidas. Si las cosas hubiesen ido de otro modo, él mismo habría podido ser pescador, desafiando el poder del mar, que daba la vida o la muerte a su antojo...
Intentó librarse de estos pensamientos. La Península siempre le afectaba de esta manera cuando regresaba a ella después de una ausencia de más de un día o dos; su primera visión de la punta de tierra verde-gris que se extendía hacia lo lejos partiendo del pie de las mo n-tañas, y de las grandes olas que viniendo desde el norte rompían y se disolvían contra las rocas a cientos de pies más abajo, todavía le producía una emoción que ni siquiera su antigua familiaridad con el paisaje podía disipar. Desde aquí era difícil distinguir el pináculo de rocas que se elevaba en el extremo de la Península; la niebla de la tarde y el sol vespertino lo oscurecían. Pero sintió la impresión familiar de volver a casa. Y la convicción de que aquella casa era la estructura más conocida y respetada (e incluso más temida, se dijo) del mundo, seguía produciéndole un escalofrío de orgullo.
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