Louise Cooper - El Proscrito

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—Dile... —y repitió en silencio las palabras para reforzar lo que pensaba—. Dile, pequeño, que estoy en libertad. ¡Estoy en libertad!

Diablillo cerró y abrió los brillantes ojos en un largo y lento pestañeo. Si este gesto significaba algo, Cyllan no pudo interpretarlo. Después lanzó su peculiar y débil maullido, agitó la cola y, antes de que Cyllan pudiese detenerle o hablarle de nuevo, dio media vuelta, se alejó rápidamente, mezclándose con la oscuridad, y desapareció.

Ella se sentó contra la pared, sin saber qué pensar. No podía juzgar si el gato había comprendido el mensaje que había tratado de imbuir en su mente, o si, en caso afirmativo, querría transmitirlo o, con la perversidad de los de su especie, se interesaría en otra cosa y olvidaría su misión. Pero dio gracias en silencio a la Hermana Erminet por su ingenio y su bondad al enviarle aquella criatura. Era una posibili dad remota, pero podía tener éxito, y por esto era más imperativo que encontrase un escondrijo donde pudiera estar a salvo hasta que supiese si el gato había dado su mensaje a Tarod. Si lo había hecho, la encontraría. La encontraría de alguna manera...

La escalera estaba en silencio; las profundas sombras, inmóviles. Cyllan se puso de pie y empezó a subir de nuevo, alerta a cualquier ruido o señal de movimiento. Si podía encontrar un refugio antes del amanecer podría esperar segura, al menos durante un tiempo, y pronto sabría el resultado. La espera sería un tormento... pero, al menos, volvía a brillar un destello de esperanza.

Tarod se despertó inquieto con el eco de un sueño en su mente y, durante un momento, sus sentidos estuvieron confusos. Después, cuando su visión se aclaró, recordó dónde estaba.

Había intentado no dejarse vencer por el sueño... Esta noche era la del banquete y la Hermana Erminet le había dicho que sería su única oportunidad de liberar a Cyllan. Sin embargo, no había recibido ninguna noticia y presumió que la noche debía estar ya muy avanzada. Había tantos posibles escollos en el plan de Erminet que temió que hubiese fallado algo, y el miedo le produjo una fuerte sensación de angustia en la boca del estómago. Se levantó, nervioso, estirando los rígidos miembros, y empezó a pasear de un lado a otro de la celda, maldiciendo que no hubiera una ventana que le permitiese ver el cielo y calcular la hora.

Había una copa vacía en el suelo —Erminet había hecho la comedia de traerle la dosis normal de la droga prescrita por Grevard, para no despertar sospechas— y tropezó con ella en la oscuridad, haciéndola rodar ruidosamente sobre las losas. Cuando cesó el ruido oyó un maullido apagado que procedía de las sombras a las que había ido a parar la taza, y Tarod giró en redondo, frunciendo los ojos verdes. Algo se movía allí, y un gatito gris plata salió de detrás de un montón de sacos viejos. Tenía la pelambre cubiertas de polvo y telarañas en el bigote. Se detuvo, le miró y maulló en tono de resentimiento y de protesta.

— Diablillo... — dijo Tarod en voz baja, reconociendo a la criatura.

Se agachó y alargó una mano, el gato se acercó cautelosamente y le olió los dedos; después dejó que Tarod le quitase las molestas telarañas de la cara, sacudiendo la cabeza y estornudando. Entonces se sentó y empezó a lamerse enérgicamente.

Tarod le observó reflexivamente. Por muchos agujeros y grietas que hubiese en las viejas paredes, no era fácil que, incluso un animal tan pequeño y tan ágil, encontrase el camino desde la celda contigua, y sospechó que el gato debía tener algún motivo para hacerle una visita. En el pasado, había conocido una manera de influir en la mayoría de los animales; los caballos más resabiados se habían doblegado a su voluntad, y los gatos telepáticos, aunque menos fáciles de gobernar, eran muy receptivos a sus pensamientos. No sabía si conservaba todavía esta facultad... , pero había percibido ya un efluvio apremiante e imperativo en la mente del gato, que éste pretendía perversamente ignorar, y no podía perder tiempo esperando.

— Diablillo.

Esta vez su voz fue menos zalamera y el gato le miró rápidamente, sacando la punta de la sonrosada lengua. Tarod concentró su mente, aliviado al descubrir que gran parte de la antigua agudeza acerada continuaba allí, esperando la oportunidad de entrar en acción, y retuvo la mirada del animal. Las pupilas de éste se dilataron en dos círculos negros, y el gato escudriñó su peculiar conciencia, buscando la motivación que le había traído aquí.

Una imagen: deformada pero reconocible..., una cara vieja arrugada que, bruscamente, cambió volviéndose más joven, sorprendentemente familiar. Un nimbo pálido que era el concepto gatuno de los cabellos humanos; unos ojos con destellos ambarinos..., ,y una sensación; no una palabra, ni siquiera una idea, sino una noción fundamental, primordial. Libertad, libertad...

El gato estaba tratando de decirle que Cyllan había escapado. Tarod sintió que su pulso se aceleraba hasta que pudo oír el ritmo de su propia sangre en los oídos. Si había interpretado acertadamente la conciencia de aquella criatura y si el mensaje que le traía era cierto, ¿por qué había enviado Erminet el gato a decírselo? No había guardias en la celda, o al menos así lo creía, y la vieja Hermana había dicho que Cyllan tendría la llave e iría a buscarle.

Se irguió, inquieto. Algo había fallado. Aunque Erminet hubiese logrado liberar a Cyllan, y Tarod no confiaba enteramente en las confusas imágenes de la mente del gato, algo impedía que llegase hasta él, y hasta que estuviese seguro de que se hallaba a salvo, no se atrevería a intentar ninguna acción. Además, sin la piedra-alma, era todavía vulnerable. Liberado de la influencia del narcótico, había recobrado toda su inteligencia y buena parte de su antigua energía, pero no sabía hasta dónde llegarían sus poderes. No era el hechicero que había sido antes...

Miró de nuevo al gato. Este no había reanudado la tarea de lavarse, sino que seguía mirándole fijamente, captando sin duda la emoción que le invadía. Al encontrarse sus miradas, maulló, ahora con fuerza, y Tarod se agachó de nuevo.

— Tranquilo, Diablillo. — Alargó una mano y le acarició la cabeza, mientras le calmaba mentalmente—. Te comprendo. Pero esto no es bastante. No me atrevo...

Se interrumpió al oír chirriar una llave en la cerradura de la puerta de la celda.

Diablillo gruñó y se escondió en un rincón. Tarod se volvió, todavía medio agachado, pillado por sorpresa mientras la esperanza y el recelo se disputaban la prioridad. Entonces se abrió la puerta y se encontró cara a cara con un hombre corpulento que llevaba la insignia de Iniciado sobre el hombro.

—¡Aeoris! —exclamó el Iniciado apretando los dientes—. ¡Ven aquí, Brahen! Ese diablo tenía que estar inconsciente, pero...

No pudo continuar. Tarod no tenía tiempo de tomar una decisión consciente, y el instinto, junto con un súbito y violento resurgimiento de la cólera que había tratado de dominar durante tantos días, se apoderaron de él. En un rápido y ágil movimiento, se puso en pie y levantó la mano izquierda en un ademán que le era tan familiar como el acto de respirar, llamando y concentrando un poder que brotaba de lo más profundo de su conciencia como un terrible Warp. Resplandeció una luz roja en la celda, iluminando de modo impresionante las paredes y el techo y los montones de escombros, y, cuando el rayo alcanzó al Iniciado, éste lanzó un grito, y su cuerpo se convirtió en una loca silueta de miembros desmadejados en el sangriento instante en que aquel relámpago estalló. La oscuridad cayó como una losa al extinguirse la luz, y Tarod tuvo tiempo de ver fugazmente una forma inmóvil en el suelo antes de que otra luz, más débil y natural, bailase en el umbral: era el segundo guardia, que había agarrado una antorcha y llegaba corriendo por el pasillo.

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