Louise Cooper - El Proscrito
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— ¡Oh, señor, te pido perdón! Volvía junto a la Hermana Erminet; no abandoné mi puesto, señor, pero la Hermana quería otra luz y no podía enviar a nadie más a buscarla, porque están todos ocupados en la búsqueda... — Su confusa disculpa se interrumpió bajo la mirada fija de Tarod, y la niña se sonrojó y balbuceó —: Lo siento, señor...
Tarod vio el velo blanco de gasa que cubría los cabellos de la niña y se dio cuenta de que era una Novicia de la Hermandad. Nunca la había visto antes de ahora.., y ella no le había reconocido. Consciente de que podía sacar provecho de la circunstancia, asintió brevemente con la cabeza.
— Nadie va a castigarte, Hermana-Novicia, por obedecer órdenes de una superiora... Supongo que está bajo la tutela de la Hermana Erminet en la Tierra Alta del Oeste, ¿verdad?
—Bueno... , tenía que haberlo estado, señor. Pero desde luego, dudo de que llegue a ser así, después de lo que ha ocurrido. Yo vine con el grupo que traía la felicitación de la Señora al Sumo Iniciado. — Más confiada, le sonrió tímidamente—. Sólo llevo dos meses como Novicia, señor, y estoy muy agradecida por este privilegio.
Después de lo que ha ocurrido... Sin proponérselo, la muchacha le había revelado la verdad, al menos en líneas generales. Tarod dijo:
—Me alegro de que lo aprecies, Hermana-Novicia. Pero espero que sepas también cuál es tu deber. Pareces muy joven e inexperta para una tarea de tanta responsabilidad.
La niña enrojeció de nuevo.
— No había nadie más, señor. Como están todos buscando a la prisionera que ha escapado... , pero yo sé lo que debo hacer. — Le miró, esperando su aprobación—. No debo dejar que nadie vea a la Hermana sin autorización. Así me lo ordenaron.
—Claro, ¿Y qué más te dijeron?
Afortunadamente para él, la muchacha era lo bastante ingenua para creer que la estaba poniendo a prueba. Como repitiendo una lección del catecismo, dijo:
— Que no debía conversar con la Hermana, señor, sobre cualquier cosa que no fuesen sus necesidades inmediatas. Yo... — Vaciló—. Me dijeron que había traicionado a la Hermandad y al Círculo, señor. Y que tiene que ser interrogada y posiblemente... juzgada.
¡Dioses! Por lo visto habían descubierto lo que había hecho Erminet... Alarmado, pero manteniendo inexpresivo el semblante, dijo Tarod:
—Esto no debes comentarlo con nadie, Hermana-Novicia. No quiero chismorreos con las otras muchachas, ¿me entiendes?
— Sí, señor. — La niña se pasó nerviosamente la lengua por los labios—. ¿Puedo volver ahora a mi puesto?
Era fácil engañar a la muchacha; encontraría la manera de librarse de ella cuando se reuniese con Erminet.
—Deberías hacerlo —dijo—; pero quiero asegurarme de que la Hermana está donde debe estar. Si no hay novedad, considérate afortunada... ¡y otra vez no abandones tus deberes, sea cual fuere la razón!
— No, señor. Lo siento, señor...
Avergonzada y aterrorizada, la muchacha hizo otra torpe reverencia y echó a andar por el pasillo, con la linterna oscilando en su mano. Se detuvo ante la última puerta, hurgó torpemente con la llave en la cerradura y por fin consiguió abrirla. Una luz débil salió del interior y Tarod hizo un breve ademán a la Novicia para que se quedase donde estaba y entró en la habitación.
Erminet yacía en la cama; estaba durmiendo. Mirando por encima del hombro, para asegurarse de que la niña había comprendido su orden y no le había seguido, Tarod cruzó la habitación y se inclinó sobre la anciana, asiéndole una mano.
— Hermana Erminet...
No hubo respuesta, y encontró que aquella mano estaba fláccida. La intuición le dijo la verdad antes de que le mirase a la cara. Sonreía, con una sonrisa débil y reservada, y parecía extrañamente más joven: se habían suavizado las arrugas de sus mejillas y su piel estaba más tersa. Y sobre la mesilla de noche había varios frascos de su colección de pócimas, una botella de vino y una copa vacía.
Tarod se volvió y, olvidando toda precaución, gritó:
— ¡Hermana-Novicia!
La niña entró corriendo, alarmada por el tono de su voz.
— ¿Se... señor?
Tarod señaló el pequeño tocador del rincón.
— ¡Trae aquel espejo! ¡De prisa!
El espejo estuvo a punto de caerse de las manos de la chica, debido a su precipitación. Se acercó tambaleándose a Tarod, y éste le arrancó el espejo de las manos y lo puso delante de la cara de la Hermana Erminet. Nada empañó la superficie mientras él contaba los latidos de su propio corazón: siete, ocho, nueve... Después tiró el espejo y oyó cómo se estrellaba en el suelo, y el grito de espanto de la muchacha le llenó de ira y de desprecio. Se volvió a ella y, con voz grave y furiosa, le dijo:
—¿Ves ahora lo que has hecho?
La niña temblaba como una hoja, tapándose la boca con la mano.
— No está..., no puede ser, señor... ¡Sólo he estado ausente unos minutos!
— ¡Y estos minutos han sido suficientes! Es... era una herbolaria muy experta. ¡Y tú la has dejado sola el tiempo suficiente para que se quitase la vida!
Avanzó hacia ella, casi sin saber lo que hacía, y la muchacha, al verle acercarse, lanzó un grito de espanto, se arremangó la falda y salió corriendo de la habitación como un animal asustado. Tarod se detuvo, escuchando su carrera, con los puños cerrados con tal fuerza que las uñas se hundían en las palmas. Después volvió temblando junto a la cama.
— Erminet...
Se sentó sobre la colcha y asió las dos manos de la anciana, como si su voz y su contacto pudiesen devolverle la vida. Pero sus ojos permanecieron cerrados y la sonrisa siguió fija en su semblante.
Sin duda había sabido lo que hacía ... y había elegido una droga que actuase con tanta rapidez que nadie pudiese salvarla. Le consoló un poco pensar que no debió sentir dolor, sino que había muerto plácidamente y por su propia voluntad. Pero esto no cambiaba el hecho cruel de que había muerto por su causa.
Las lágrimas le escocían en los ojos, y estrechó los dedos exangües de la anciana hasta estar a punto de romperlos. Erminet había sido una verdadera amiga, había faltado a su deber en aras de una lealtad más personal. Y ésta era su recompensa... Descubierto su engaño, había sabido cuál sería su destino si la declaraban culpable de protegerle, y había preferido ahorrar trabajo al Círculo, morir dignamente, ya que había que morir, de la manera y en la hora que quisiese.
Y su muerte, cruelmente inútil, aumentó el odio de Tarod contra Keridil y el Círculo, y contra su falso concepto de la justicia. Si podía vengarla..., pero ella no lo querría. Le había hecho prometer que no dañaría a nadie del Castillo, y él había faltado ya a esa promesa matando a dos hombres. No volvería a hacerlo. Al menos le debía esto.
Tarod se dio ahora cuenta de que había pasado algún tiempo desde que la Novicia había salido corriendo de la habitación, y comprendió que debía marcharse, si no quería que le encontrasen cuando volviera con ayuda. El Círculo sabría a qué atenerse cuando ella describiese al Adepto de cabellos negros que había encontrado en el pasillo, y la caza se redoblaría para buscarle también a él. No temía mucho que volviesen a capturarle, pero sería una triste ironía que descubriesen a Cyllan antes de que él pudiese alcanzarla:
Erminet habría muerto en vano.
Cruzó las manos de la vieja Hermana sobre el pecho y se inclinó para besarle la frente delicadamente. Su mano izquierda asía todavía la de ella; la levantó e hizo una breve señal sobre el corazón. Era una bendición, pero no una bendición que hubiese dado un siervo de Aeoris. Después se puso en pie y salió rápida y silenciosamente de la habitación.
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