Pero independientemente de lo que tuviera que consolidar el trato, tenía a los trasgos como aliados para los próximos seis meses. Mis aliados, no los de Cel, ni tan siquiera los de la reina. Si había una guerra durante los próximos seis meses, la reina tendría que negociar conmigo si quería que los trasgos lucharan a sus órdenes. Esto bien valía un poco de sangre, e incluso una libra de carne, siempre que no tuviera que perderla toda de golpe.
Había una depresión en las piedras al otro lado de la puerta, en el lugar donde los tacones se habían ido apoyando durante miles de años para subir o bajar de la tarima. Habría podido pasar en la más, completa oscuridad, pero esa noche tropecé en la pequeña depresión del suelo. Debería haberme sentido fuerte entre dos guardias, pero mi tobillo se dobló y me lanzó tan violentamente contra Doyle que arrastré a Galen conmigo. Doyle nos aguantó durante un instante, pero terminamos cayendo los tres al suelo.
Kitto fue el primero en ofrecerle una mano a Galen. Capté la forma en que éste miró aquella mano pequeña, pero se agarró de ella y dejó que el trasgo lo ayudara a ponerse de pie. Otros guardias habrían escupido en aquella mano antes de tocarla.
Fue Frost, blandiendo mi navaja, quien me ayudó a levantarme. No me miró, porque estaba buscando posibles amenazas. Si el hechizo hubiese sido un poco menos violento, podría haber pensado que se trataba de una torpeza por mi parte, provocada por la pérdida de sangre, pero el hechizo había sido demasiado intenso, demasiado fuerte. Dos guardias reales no pueden caer de forma tan poco ceremoniosa porque tropiece la mujer que llevan en medio.
La mano de Frost me obligó a aguantar todo mi peso sobre mis propios pies, y uno de mis pies no estaba preparado para ello. Sentí una punzada de dolor en el tobillo izquierdo. Ahogué un grito y me puse a la pata coja. Frost me agarró por la cintura, y me levantó completamente del suelo, abrazada contra su cuerpo. Él seguía esperando un ataque, un ataque que no llegaba. Todavía no, ahí no.
Rhys buscaba en el suelo otras posibles trampas. Ninguno de nosotros se movió hasta que hizo una señal, todavía arrodillado.
Doyle estaba de pie; no había sacado el otro cuchillo. Buscó mi mirada.
– ¿Te has hecho daño, princesa?
– Me he torcido el tobillo, y quizá también la rodilla. Frost me ha cogido tan deprisa que no estoy segura.
Frost me miró.
– Te puedo dejar en el suelo, princesa.
– Preferiría que me llevases a una silla.
Miró a Doyle.
– No es un asunto de cuchillos, ¿verdad? -sonaba casi sabio.
– No -dijo Doyle.
Frost cerró la navaja con una mano. Que yo supiera, no tenía experiencia con navajas, pero consiguió que el gesto de plegar la hoja pareciera elegante y experimentado. Se guardó el arma en la parte posterior de su cinturón y me levantó en brazos.
– ¿Qué silla prefieres? -preguntó.
– Ésta -dijo la reina.
Estaba de pie delante de su trono, sobre la tarima. Su trono se elevaba por encima del de cualquier otro, como correspondía a su posición. Pero había dos tronos más pequeños en la tarima, justo por debajo del suyo, normalmente reservados para el consorte y el heredero. Esa noche, Eamon estaba de pie al lado de Andais y su sitial vacío.
Cel estaba sentado en el otro pequeño trono. Siobhan permanecía tras él, y a sus pies, en un pequeño taburete con cojines, como un perrito de compañía, Keelin. Cel miraba a su madre con una expresión muy próxima al pánico.
Rozenwyn se situó al lado de Siobhan. Era la segunda en el orden jerárquico de la Guardia de Cel, el equivalente a Frost. Su cabello de algodón formaba una corona de trenzas en la parte superior de su cabeza. Su piel era del color de las lilas, y sus ojos de oro fundido. Cuando era pequeña me parecía encantadora, hasta que dejó claro que me consideraba inferior a ella. Le debía a Rozenwyn la cicatriz en forma de mano de mis costillas, era ella quien casi me había aplastado el corazón.
Cel se levantó con tanto ímpetu que Keelin resbaló por los peldaños y quedó colgada de la correa. El príncipe no se dignó a mirarla cuando ella se puso de nuevo en pie.
– Madre, no puedes hacerme esto.
Cuando la reina lo miró, su mano todavía nos guiaba al trono vacío de Eamon.
– Oh, claro que puedo, hijo. ¿O acaso has olvidado que todavía soy la reina aquí?
El tono de su voz habría hecho que cualquier otro se arrojase al suelo haciendo una reverencia y en espera de recibir el castigo. Pero se trataba de Cel, y Andais siempre había sido dulce con él.
– Sé quién reina aquí ahora -dijo Cel-. Lo que me preocupa es quién reinará después.
– Eso también me preocupa a mí -dijo, con una voz sosegada pero amenazadora-. Me pregunto quién puede haber colocado un hechizo tan poderoso en el salón del trono sin que nadie se haya dado cuenta. -Su mirada recorrió la inmensa estancia, fijándose en todas y cada una de las caras. Había dieciséis sitiales a cada lado de la sala, en tarimas elevadas. En torno a cada uno de éstos se reunían sillas más pequeñas, pero en los sitiales principales se sentaban las cabezas de cada familia real. Andais los miró a todos, especialmente a los que se sentaban más cerca de las puertas-. No veo cómo alguien puede haber hecho un hechizo así sin que nadie lo notara.
Miré a los sidhe situados junto a las puertas y rehuyeron mi mirada. Lo sabían. Lo habían visto. Y no habían hecho nada
. -Un hechizo tan poderoso -continuó Andais- que si mi sobrina no hubiese estado apoyada en dos guardias podría haberse roto el cuello en su caída. -Frost seguía sosteniéndome en brazos, pero no había hecho ningún movimiento para acercarse-. Tráela, Frost. Deja que se siente a mi lado, como debe ser -dijo Andais.
Frost me llevó hacia adelante. Doyle y Galen lo escoltaron, uno a la derecha y otro a la izquierda. Rhys y Kitto nos siguieron.
Frost se arrodilló en el peldaño inferior del trono. Se arrodilló conmigo en brazos como si no le costase esfuerzo alguno, como si hubiese podido quedarse así toda la noche sin que le temblaran los brazos. Me pregunté de pasada si sus rodillas se le quedarían dormidas si lo obligaban a mantenerse mucho tiempo en esta posición.
Los demás se arrodillaron un poco más atrás de nosotros, a ambos lados. Kitto no se limitó a ponerse de rodillas, sino que se tiró al suelo boca abajo, con los brazos y las piernas extendidos como algún tipo de penitente religioso. Hasta entonces no había caído en la cuenta del problema en el que se hallaba. Existían distintas y muy específicas reverencias según el rango de la persona que saludaba y el de quien recibía el saludo. Kitto no era noble ni tan siquiera entre los trasgos. De haberlo sido, Kurag lo habría mencionado. Había sido un doble insulto elegir a un trasgo que además era plebeyo. Kitto no podía tocar los peldaños salvo que recibiera una invitación expresa. Sólo a los miembros de otras casas reales sidhe se les permitía ponerse de rodillas en el salón del trono, sin inclinar el cuerpo.
Kitto desconocía el protocolo, con lo cual se había decidido por la opción más servil. Supe en ese momento que preferiría carne a sexo. Estaba más interesado en mantenerse con vida que en cualquier falso sentido del orgullo.
– Ven, siéntate, Meredith. Vamos a anunciarlo antes de que salte otra trampa. -Andais miró a Cel mientras decía esto.
Yo suponía a Cel responsable del hechizo, pero sólo porque siempre pensaba en él cuando me sucedía algo malo en la corte. Andais siempre había actuado de otra manera. Algo había ocurrido entre ellos, algo que había cambiado la actitud de la reina hacia su hijo único. ¿Qué había hecho éste para perder sus favores?
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