– He visto víctimas de violación, princesa. Las he llevado al hospital y las he tomado de la mano mientras chillaban. Una niña sólo tenía doce años. Estaba tan traumatizada que no podía hablar. Me costó nueve días, con la ayuda de un terapeuta, conseguir que citara a sus agresores. Usted no actúa como una víctima de violación.
Moví la cabeza.
– Es un hombre… arrogante. -Me las arreglé para que la última palabra sonara como el peor de los insultos-. ¿Le han violado alguna vez, Raimundo?
Me miró, pero sus ojos se mantenían neutrales.
– No.
– Entonces no pretenda explicarme cómo se supone que actúo o siento. No estoy tan deshecha esta noche. En parte es el maldito hechizo, pero en parte, detective, es que, comparada con otras violaciones, ésta no estuvo tan mal. Eileen dijo que yo había sido tratada con brutalidad. Bueno, es abogada y le puedo perdonar la elección de palabras, pero ella no conoce el significado de cada palabra. Nunca ha visto lo que un hombre puede llegar a hacer a una mujer si realmente quiere herirla. Yo he visto cosas brutales, detective, y lo que he visto esta noche no era brutal, pero sólo por el hecho de que no me esté desangrando y de no necesitar tubos para respirar o porque mi cara todavía se reconozca debajo de los moretones, eso no significa que no fuera una violación.
Pasó por sus ojos un sentimiento ilegible y, a continuación, se volvieron a mostrar inexpresivos.
– No era la primera vez, ¿verdad? -Su voz sonó amable, delicada.
Bajé la cabeza, temerosa de mirarle a la cara.
– No fue a mí, detective, no fue a mí.
– Una amiga -dijo con la misma voz amable.
A continuación levanté la mirada, y la muestra repentina de compasión casi me hizo ceder, casi me hizo confiar en él. Casi. Recordé el rostro de Keelin: una máscara ensangrentada, con una órbita del ojo destrozada de manera que el globo ocular le colgaba hasta la mejilla. Si hubiera tenido nariz, se hubiera roto, pero su madre era un hada, y las hadas no tienen narices humanas. Tres de sus brazos estaban doblados en ángulos imposibles, como las patas quebradas de una araña. Ningún curandero sidhe le impuso las manos, porque estaba muy cerca de la muerte y no pondrían en peligro sus vidas por una cría de duende. Mi padre la llevó a un hospital humano y contó la agresión a las autoridades. Mi padre era el príncipe de la Llama y la Carne, e incluso su hermana la reina le temía, con lo cual no le castigaron por recurrir a los seres humanos. Había quedado registro de este hecho, así que podía hablar de ello sin ser castigada. Por fin algo sobre lo cual podía contar la verdad aquella noche.
– Cuéntemelo -dijo, con una voz todavía más delicada.
– Cuando las dos teníamos diecisiete años, mi mejor amiga Keelin Nic Brown fue violada. -Mi voz era suave, y tan vacía como habían estado momentos antes los ojos de Alvera-. Le rompieron el orbital de manera que el ojo quedó colgándole sobre la cara.
Inspiré profundamente e intenté conjurar el recuerdo, sin ser consciente de haber hecho un gesto con las manos, por si servía de algo, hasta que puse fin al movimiento.
– He visto a gente golpeada, pero nunca de esa manera. Nunca de esa manera. Trataron de matarla a golpes y casi lo consiguieron. Me volví a controlar. No quería llorar. Era feliz y odiaba llorar. Llorar me hacía sentir débil.
– Lo siento -dijo.
– No lo sienta por mí, detective Alvera. Seguir el proceso de curación de Keelin me dio una vara de medir la violencia: si no era tan malo como lo que le habían hecho a Keelin, entonces lo podía soportar. He conocido cosas verdaderamente atroces sin derrumbarme.
– Como esta noche -dijo con la misma voz con la que se habla a alguien que quiere saltar de la cornisa.
Asentí.
– Sí, como hoy, aunque admito que lo que le ha sucedido a Alistair Norton ha sido una de las peores cosas que he visto jamás, y he visto algunas cosas horribles. Yo no lo maté. No digo que no hubiera podido matarle si hubiera consumado la violación. Cuando me hubiera recuperado del hechizo de placer, habría ido a por él. No lo sé. Pero alguien se encargó de esto por mí.
– ¿Quién? -preguntó.
Mi voz se convirtió en un susurro.
– Me gustaría saberlo, detective. Realmente, me gustaría saberlo.
– ¿Necesita tocarme para demostrar que ese aceite de placer es real?
Asentí.
– Le doy permiso -dijo Alvera.
– Si demuestro que el hechizo de placer es real, ¿llamará a los de narcóticos?
– Sí.
– ¿Lo promete? -pregunté-. Quiero que me dé su palabra. Se puso muy serio. A1 parecer entendía que dar la palabra significaba para mí algo más que para un ser humano. Finalmente, asintió.
– Sí, le doy mi palabra.
Miré a Eileen Galan y nuevamente al espejo unidireccional de la pared del fondo.
– Es una promesa pronunciada ante testigos. Los dioses le castigarán si la rompe.
Asintió.
– ¿Tendré que esperar a ver un relámpago?
Negué con la cabeza.
– No, un relámpago no.
Empezó a reír, pero cuando advirtió que yo no le veía la gracia, su sonrisa se desvaneció.
– Mantendré mi palabra, princesa.
– Así lo espero, detective, por el bien de todos. Eileen me apartó a un lado, lejos del detective.
– ¿Qué pretendes hacer, Meredith?
– ¿Practicas algún arte místico? -pregunté.
– Soy abogada, no bruja.
– Entonces, limítate a mirar. Esto se explica por sí mismo.
Me aparté de ella delicadamente y volví a dirigirme a Alvera. No me acerque demasiado, sólo lo justo para poder tocarle. Tenía aceite en los dedos, pero se había secado. Quería que funcionara, de manera que pase los dedos por mis pechos, donde el aceite estaba todavía fresco y brillante. Las Lágrimas de Branwyn se conservaban. Miré a Alvera a la cara y él se echó hacia atrás hasta quedar lejos del radio de mi brazo.
Levanté una ceja, al tiempo que alzaba la mano.
– Dijo que podía tocarle.
Asintió.
– Perdón, es la costumbre.
Se acercó a mí, pero nos colocamos de manera que nuestra audiencia nos pudiera observar desde el otro lado del cristal. Estaba claro que se había armado de valor para no separarse de mí. No sabía si no quería que le tocase porque era un duende o porque pensó que había matado a alguien con magia o bien por algún otro motivo de tipo esotérico.
Le pasé los dedos por toda la boca hasta que centellearon como si se hubiese puesto brillo de labios. Sus ojos se abrieron, parecía pasmado. Me aparté y él me alcanzó. Entonces se detuvo un momento, plegó los brazos ante su pecho e intentó hablar pero acto seguido sacudió la cabeza.
Yo regresé a mi silla y me senté. Crucé las piernas, y la falda era tan corta que mostraba el ribete de las bragas. Alvera se dio cuenta. Observaba los movimientos de mis manos mientras colocaba la falda en su sitio. Veía como le latían las venas del cuello, sus ojos como platos, sus insinuantes labios entreabiertos mientras trataba de contenerse. Pero hacía falta mucho más autocontrol para no salvar la distancia que nos separaba. Yo permanecía a salvo con las runas de Jeremy, pero tuve que contenerme para no dirigirme hacia él.
Eileen Galan nos estaba contemplando a los dos, con una expresión de desconcierto en la cara.
– ¿Me he perdido algo?
Alvera continuó mirándome, abrazándose a sí mismo, como si temiera moverse o incluso de hablar, por miedo de que el menor movimiento hacia adelante le hiciera saltar la valla y caer en mis brazos.
– Sí, te has perdido algo -contesté a la abogada.
– ¿ Qué?
– Las Lágrimas de Branwyn -dije con suavidad.
Alvera cerró los ojos, mientras su cuerpo empezaba a balancearse ligeramente.
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